Bernardo Congote

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Los peligros de la fe ciega en la OMS

El autor Jean Paul Sarrazin (PhD), es el Coordinador del Grupo de Investigación ‘Religión, Cultura y Sociedad’ de la Universidad de Antioquia, Medellín. El texto es responsabilidad del autor. El blog se enaltece con esta publicación.[1]

La fe y la ciencia no son la misma cosa. No obstante, hoy se nos obliga a creer ciegamente en los vaticinios de la OMS ‒transmitidos a todos los países del mundo‒ sobre lo que va a pasar con el Covid-19 y lo que se debe hacer al respecto, como si se tratara de verdades divinas. Estas justifican, aparentemente sin ningún derecho a la duda, medidas políticas tan extremas, peligrosas y destructivas como la del “aislamiento preventivo”. Pero no hay pruebas suficientes de que ese virus amerite este tipo de medidas, y voy a explicar por qué.

Cierto es que existe la posibilidad de difusión masiva de un virus que puede afectar el organismo más fuertemente que la gripe de todos los años, aunque todavía estamos lejos de las 650.000 muertes que ha causado la influenza en un año, un número que probablemente sería mucho mayor si se hubieran realizado pruebas con tanto ahínco como se hace actualmente con el Covid-19.

Y es cierto que cualquier enfermedad o muerte en el mundo es algo lamentable que sería mejor evitar. Pero ¿son proporcionales las medidas tomadas en este caso, considerando que vivimos en un mundo donde miles de personas también están sufriendo y muriendo a causa de otros males?

En Colombia, los efectos del dengue o la malaria (por no mencionar muchísimas otras enfermedades) podrían aterrarnos a todos si se les presentara por los medios y las redes como ha ocurrido con el Covid-19. Eso, sin embargo, no ocurre, como tampoco hemos visto que se tomen medidas medianamente equivalentes al aislamiento preventivo para evitar más contagios de esas otras enfermedades.

Por otro lado, se están planteando supuestas soluciones con medidas absolutamente excepcionales que podrían ser peores que dichos efectos. Bajo el miedo, las medidas no se cuestionan porque el imaginario que ya se propagó respecto a la “pandemia” es tan desolador, que cualquier medida que quizás la disminuya parece incontestable.

Pero ni las narraciones de intensos dolores y asfixia, ni las imágenes de cadáveres en las calles de Ecuador o de hangares llenos de ataúdes en Italia, así como tampoco las estadísticas y los gráficos que nos muestran, son prueba suficiente de que un virus mal conocido cause los estragos que se vaticinan en Colombia y, mucho menos, de que las medidas que está tomando el gobierno sean incuestionables.[2]

Se trata entonces de hacer un llamado a la mesura, al pensamiento crítico y a un necesario debate, propios del liberalismo y de la ciencia. En derecho penal, cuando las consecuencias de un veredicto afectan gravemente la vida de las personas, se exige la “verdad verdadera”, es decir, la total certeza respecto a las pruebas con las que se toma una decisión. También en derecho se habla de un principio de proporcionalidad, el cual debe ser retomada en este caso igualmente: ¿se están tomando medidas proporcionales al eventual problema?

La posibilidad de una gigantesca tragedia, tal como nos la pintan, no es un argumento válido. Como comunidad científica y política, no podemos seguir avalando medidas draconianas sin antes exigir certeza respecto a la supuesta excepcionalidad de la enfermedad y respecto a los efectos del aislamiento. Eso implica conocimientos científicos debidamente probados, sustentados y, sobre todo, suficientemente debatidos.

Quienes hacemos investigación científica sabemos lo arduo y prolongado que es el proceso de producción de conocimiento certero. Sabemos que ese conocimiento depende de muchos factores, tales como la franja de realidad que seleccionamos para el estudio, los instrumentos de medición empleados, la metodología, el marco teórico al que recurrimos, las categorías que utilizamos o los criterios para categorizar.

Todo ello es susceptible de cambiar e incide en las mediciones y en la producción de lo que llamamos “datos”, lo cuales se expresan mediante un lenguaje humano, dando lugar a estadísticas, elegantes gráficos, curvas, o fórmulas matemáticas que parecen mostrar la realidad “tal cual es”. Pero no hay tal. Los datos son representaciones que nunca son iguales a la realidad y pueden cambiar considerablemente dependiendo de todos los factores antes mencionados.

Por demás, sabemos muy bien que aquellos datos, en sí mismos, no permiten concluir nada. Los mismos números pueden interpretarse de muy distintas maneras. La fase interpretativa de los datos es muy delicada y altamente debatible, ya que cambia, por ejemplo, si se tienen en cuenta diferentes variables o si se hacen comparaciones con otros casos similares.

Como si todo lo anterior no fuera suficientemente complejo, la fase predictiva es aun más arriesgada y más controvertible. Aquí se deben tener en cuenta nuevas variables, contingencias y particularidades que no estaban contempladas en los estudios previos. Aun si estos últimos estuvieran en lo cierto, ellos se refieren a situaciones y casos pasados, y las proyecciones que con base en ellos se hacen no son necesariamente ciertas. Nuevos estudios, debates y dudas se deben generar.

Recientemente recibí un correo proveniente de una organización científica internacional y reconocida donde se hace un llamado urgente a presentar estudios sobre el Covid-19, de manera que haya por fin una diversidad de investigaciones, una confrontación de perspectivas y el sometimiento a debates necesarios para construir conocimiento verdaderamente científico. Evidentemente no ha habido suficiente tiempo como para llegar a conclusiones válidas a escala global o válidas para Colombia.

Hasta ahora, lo que menos se ha investigado seriamente son los efectos del aislamiento en la población nacional, efectos que van desde el aumento de la pobreza y especialmente de la extrema pobreza (lo cual no es una simple cuestión económica, como algunos creen), hasta el colapso del sistema de salud, no por los casos de coronavirus, sino por la suma de todas las dolencias que se dejaron de atender durante estas semanas, pasando por el aumento de problemas emocionales, la pérdida de derechos individuales o la limitación del debate democrático sobre las medidas que ahora el gobierno quiera imponernos libremente.

Sorprende entonces la falta de perspectiva crítica, esa fe ciega que ahora se observa incluso en la comunidad académica respecto a las afirmaciones de la OMS sobre una “pandemia” que nos amenaza con consecuencias nefastas y que apenas podemos imaginar, aunque para imaginarlas disponemos de narrativas e imágenes difusas, confusas, alarmistas y amarillistas que circulan por doquier.

El número de muertes y las curvas estadísticas que se publican no dicen nada en sí mismos, si antes no se precisa, por ejemplo: ¿Cómo se obtuvieron esos números? ¿Cómo los interpretamos? ¿Cuáles son las teorías y métodos mediante los cuales se anticipan las tasas de propagación y de mortalidad? ¿Con qué criterios establecemos las mejores medidas para la población?

Por todo lo anterior, es falso decir que las políticas actuales son el simple y racional reflejo de la realidad y los datos, algo necesario si queremos “preservar la vida”. Es apenas obvio, como algunos médicos nos pretenden enseñar ahora, que si nos mantenemos todos aislados y si los individuos contaminados con un virus no tienen contacto con otras personas, entonces el virus no se propaga. No hay pandemia si todos nos aislamos.

No obstante, semejante obviedad ya la deberíamos conocer, y lo mismo podemos decir de la propagación de una infinidad de bacterias, hongos u otros virus con los que hemos convivido siempre. El contacto con otras personas siempre ha implicado “riesgos”, sean de contagio o de otros tipos. Pero, ¿es eso una justificación válida para el “aislamiento preventivo”? ¿Tenemos suficiente certeza científica de que una cuarentena como la que estamos viviendo es menos perjudicial que los supuestos efectos en la población colombiana de un virus muy poco estudiado?

La propia categoría de “pandemia”, fundamento de todos los discursos que atemorizan hoy al mundo, fue reinventada por la OMS hace unos pocos años. Si consideramos el sentido más común de la palabra “pandemia”, basado en su origen griego, vemos que hace referencia a una enfermedad que arrasa con poblaciones enteras. Sin embargo, la OMS ‒influenciada por intereses políticos y económicos‒ se encargó de usar el mismo significante para darle un significado bastante distinto. Esta manipulación estratégica del significado surgió apenas en 2009, cuando la organización decide que “pandemia” significa simplemente “la propagación mundial de una nueva enfermedad”, omitiendo los aspectos de alta morbilidad y mortalidad propios de la definición convencional. Por eso, de acuerdo con esta última, no estamos viviendo una pandemia.

Sin embargo, lo que sí se ha propagado masivamente es el imaginario angustiante de una población en crisis, devastada por un “enemigo” invisible y letal. Este imaginario es reproducido por los individuos y es instrumentalizado por los gobiernos, lo cual limita al extremo la posibilidad de controvertir, algo esencial para la ciencia y las democracias modernas.

[1] https://orcid.org/0000-0002-8022-4674

http://udea.academia.edu/JeanPaulSarrazin

https://www.researchgate.net/profile/Jean_Sarrazin2

[2] Cabe resaltar, antes de continuar, que este cuestionamiento no implica privilegiar la economía por encima de la salud, como tampoco aparecer irresponsable, ignorante, de derecha o simpatizante de Bolsonaro o de Trump.

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