Estuve prisionero por diez años en el Instituto de la Salle. Incendiado el 9 de abril del 48, como otros símbolos católicos, pasé mi niñez y adolescencia pisando algunas de esas ruinas, rezándole diariamente a Jesús, María y José y haciendo deporte (¡el mejor amigo de mi vida!).
El día que vi mi código en el periódico como uno de los admitidos a la Universidad Nacional de Colombia, mi vida se partió en dos. Simplemente porque o estudiaba en la Nacional o no podría haberlo hecho en alguna otra.
Mi padre era dueño de la tienda BECONGO, situada a dos cuadras del parque principal de mi pueblito llamado Fontibón, reposo semifinal que había sido de los viajeros españoles cuando subían desde Honda habiéndose embarcado en Cádiz.
Por esa razón de pesos, este hijo de Don Berardo no tenía muchas cartas en su baraja. De modo que recuerdo vívidamente haber disfrutado de la Nacional cada uno de sus sorprendentes recovecos, pletórico de libertad, sin esposas en la mente, navegando por entre su verdor y sus árboles, a la sombra de cuyas ramas jugué fútbol infatigablemente.
La Facultad de Economía me recibió clasificado como el primer examen entre sus admitidos. Y durante los siguientes cinco épicos años, logré ser uno de los pocos que ingresamos en enero de 1970 y terminamos la carrera en diciembre de 1974.
En ese entonces uno entraba a la Nacional pero no sabía cuándo iba a salir. Y, peor, tampoco sabía cuándo iba a amanecer encerrado en una comisaría policial o en una sala de Urgencias. Y en recorriendo ese campus infinito guardo entre mis recuerdos los abrazos de la lluvia y las caricias solares mientras caminaba de un edificio a otro para recibir mis clases.
El oloroso edificio de Química, donde estudié Sistemas, o el austero de Derecho, donde me colé a las clases de Hacienda Pública del ilustre “Cofrade” Alfonso Palacio Rudas. Eminente liberal collarejo, como se autodenominaba, quien saliendo de una clase, cuando le comenté que escribía en La República, me dijo: “Bernardo: La República es un diario íntimo. Véngase para el Espectador”.
(Dignidad costosa aquella porque con Mario Laserna, entonces director del “diario íntimo”, me hacía pagar doscientos pesos por cada columna, mientras con Guillermo Cano logré abrirme espacio privilegiado en la página editorial, pero gratis).
Estuve inaugurando el Auditorio León de Greiff, homenaje de los contribuyentes colombianos a las bellas artes musicales. Templo donde no pude escuchar a Rostropovich (¡vetado por la masa pro-soviética!) pero sí a Puyana (con centenas de asistentes sentados en todos los rincones).
Y también crucé, inquieto, unas y otras veces por la puerta falsa del anfiteatro de la Facultad de Medicina, tratando de ver inquisidoramente algunos de los varios cadáveres que yacían encima de los lavaderos.
Otro día me tomé la palabra en una asamblea que se realizaba a la entrada de la moderna Facultad de Sociología. Después de Marcelo Torres, líder del MOIR y figura visible de la revolución chinófila, citando a Kim Il Sung intenté probarles a los centenares de vociferantes que el paro estudiantil era una estafa intelectual.
De allí logré salir vivo, asustado y exultante de gozo a compartir esa “gesta política” con mi padre-maestro Salvador Contreras, controvertido y brillante estudioso de la economía colombiana, forjado en Berkley como muy pocos tuvieron oportunidad en aquellas épocas.
Frente a esa misma Facultad de Sociología almorcé muchas veces en La Cafetería. Un inmenso edificio tal vez de los años 40 donde, en medio del ruido ensordecedor de miles de cubiertos y bandejas metálicas estregándose en los lavaderos, centenares de estudiantes apenas pagábamos un peso ($1.oo) por un abundante e inolvidable almuerzo.
Claro que asistí, de lejos, al dibujo de la imagen que la JUCO (Juventud Comunista) pintó del Che Guevara sobre la pared principal de la novísima y majestuosa Biblioteca Central. Edificio en cuyos recovecos me recogí a leer todo tipo de cosas (¡Tolstoi en francés!), embriagado por el olor a nuevo de muebles y libros, el mismo que conservo aún en mi olfato. (Muchos años después volví para obsequiarle a la Biblioteca un ejemplar del único libro que hasta ahora he logrado publicar).
Recorriendo el mundillo de mi vida como economista con bicicleta y estrellándome como quise contra todo tipo de paredes, al cumplir 50 años me di como regalo volver a estudiar y me matriculé en la Universidad de los Andes para alcanzar mi Maestría en Ciencia Política.
Deposité todos mis ahorros de los años 90 en las arcas uniandinas pero, como no alcanzaron, pagué varios semestres endeudándome con varios mecenas, entre los cuales menciono con afecto a José Luis Cabal. (Por supuesto que “el mecenazgo” no significó que dejara de pagar mis deudas).
Elevado nivel profesoral, propio de los Andes, me fascinó verme sentado en clase en medio de abogados y otros humanistas uniandinos dotados de excelente nivel académico y 30 años menores que yo, todos a una trabajando por lograr la magistratura política.
Los Andes me regaló el encuentro con dos seres humanos sin par: el PhD Germán Ferro Medina, mi profesor de Metodología Investigativa y a la postre excelso director de mi tesis y el PhD Germán Ruíz Páez, contestatario politólogo, a la sazón mi confidente y uno de mis jurados.
Ambos Germanes “se la jugaron conmigo” cuando decidí graduarme probando la responsabilidad de la Iglesia Católica en la violencia política colombiana.
Se la jugaron porque mi graduación estuvo en riesgo debido a que “en los Andes no se podía criticar a la Iglesia Católica”, como me lo advirtió amenazante el jesuita Orjuela, bien acomodado en la liberalísima academia uniandina. (Pasados unos pocos meses, mientras el estudiante ostentaba su grado sus maestros, declarados “políticamente incorrectos”, se verían obligados a dejar la universidad).
Aprendí de los Andes que cada semana había que leer 500 páginas. Cuando osé reclamarle (¡) a uno de mis notables profesores por esa “barbaridad”, me dio una respuesta que sigue sonándome a música celestial: “Bernardo; léase 70 páginas diarias y le alcanza.” (La misma respuesta que les doy ahora a mis estudiantes cuando me reclaman por recomendarles leer 5 páginas)( … )
Soy de la Nacional, mi alma máter y estudié en los Andes, mi escuela magistral. Crucé ambas probando que el hijo de un tendero de Fontibón, podía hacerse Maestro en Colombia.
*Homenaje al hecho, no sorprendente, de que otra vez «mis» universidades logren clasificarse como las dos primeras colombianas en un ranking internacional. (Por mí, por mis padres, por mis maestros).