Bernardo Congote

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¿Qué tiene esta gente de Medellín?

¿Qué tiene a esta tierra, toda esa gente de Medellín?… Yo no sé qué pasa pero cuando voy me siento en mi casa soy muy feliz…”[i]

Estuve catorce horas en el Valle de Aburrá. Viajé por Avianca aprovechando un regalo de Adriana, mi hija trotamundos ahora trabajando en el Golfo Pérsico.

Desayuné en el aeropuerto arepa con queso, chocolate en agua y huevos revueltos. ¡Qué abrazo ancestral! Recorriendo sus pasillos también recibí caricias del vigilante ocasional o de la señorita de la miscelánea que me indicó dónde estaban los cajeros.

Encaramado en el “coletivo a San Diego”, conversé animadamente con su conductor. Atravesando el colosal Túnel de Santa Helena (8,2 kilómetros), franqueamos esa ruda franja de la cordillera occidental que separa al Valle de Rionegro de Medellín en ¡apenas 30 minutos!

El peaje vale $18.300 en cada sentido. Y el conductor los paga con gusto. La disminución de costos que ha significado esta obra que convirtió en plano el rudo paso cordillerano que antes obligaba a subir-bajar por Santa Helena o Las Palmas, le devuelve multiplicada esta inversión.

De súbito ya San Diego y enrutado la estación Exposiciones del Metro, localizada apenas a dos cuadras, le pedí al conductor que me acercara preocupado por la inseguridad del tramo. Y me respondió: “Yo con mucho gusto lo llevo, pero no se afane porque caminar por la zona, como en general por Medellín, no le trae peligro alguno”.

En el Metro compré mi tarjeta para recorrer el Valle. Llenos sus vagones de gentes multicolores, sobre todo familias con niños de todas las edades, llegué en 10 minutos a estación Universidad y pude esperar cómodamente sentado a mi amigo el profesor Jean Paul Sarrazin de la Universidad de Antioquia.

Programados para tomar un café, me dijo que había llegado en una bicicleta pública que parqueó en el Planetario (¡grata experiencia!). Entrada la mañana nos refugiamos  en el Jardín Botánico donde, “en medio del amor por las matas” que me confesó el profesor, nos sentamos a hablar en un estadero bajo un clima primaveral.

(Se me ocurre ahora que bien podría el profesor dictar algunas de sus clases en el mismísimo Jardín Botánico, sustraído del ruido motorizado de la urbe que cruje incesante apenas unos metros alrededor).

Camino hacia Barbosa, municipio al extremo norte del Valle, subí a la flota que a cada rato sale llena de familias que los sábados viajan hacia el Parque de las Aguas o al Antioquia Tropical Club. A éste último llegué en unos 30 minutos por la autopista que, por el Valle, conduce desde Medellín hacia Cartagena.

Caminando por ella hacia el club de un momento a otro escuché el pitazo insistente de unos motociclistas que, desde atrás mío, disminuyeron la velocidad para indicarme que había dejado caer al piso mi celular. Por supuesto que si no se hubieran dado esa tarea cívica esos anónimos antioqueños, habría sufrido un delicado tropiezo en mi viaje. No supe su nombre; tampoco ellos el mío. ¡Pero ambos estábamos en el Valle de Aburrá cuidándonos sin esperar algo a cambio! (¡Gracias ciudadanos sin más adjetivos!)

Llegado al club-hotel campestre, verdadero mini museo de la Antioquia Grande descolgado de una montaña sostenido por el esfuerzo de mis hermanos Jairo León y Amparo Congote junto con el de sus socios presididos por el abogado Javier Franco.

Nos sentamos a conversar en la “Fonda del Viejo”, preñada de radios de tubo, muebles de madera, máquinas de escribir, teléfonos y fotografías de todas las edades antioqueñas. En una de sus paredes se destaca un fresco de la última cena, cada uno de cuyos comensales es una figura histórica del Club, una de ellas, la de Don Berardo Congote, nuestro extinto padre.

Arrullados por cantos de pájaros, música de carrilera y gritos lejanos de turistas que nadan a placer en dos grandes piscinas, nos sentamos a diseñar los caminos administrativos para recuperar ganancias que desaparecieron con el Covid 19.

Acariciados por la brisa montañera, terminamos con un almuerzo paisa donde abundaron fríjoles, mazamorra con “dulce de macho”, arroz blanco, morcilla y unos coquetos chicharrones. Al final mi hermano me llevó a conocer el “Tropican”, nuevo espacio del club donde una tecnóloga veterinaria cuida los perritos de los turistas (y si lo desean, “se los bañamos y perfumamos”).

Reconfortado por estas abundantes caricias, entrada la tarde tomé la flota que me devolvió a la estación Niquía del Metro. Después de una hora había recorrido sin tropiezos los aproximadamente 40 kilómetros que separan al Tropical Club del Centro Comercial San Diego, donde me esperaban Carlos Andrés, mi hijo menor y Yara, su pareja.

En medio de un cálido, vespertino y bullicioso movimiento de gentes con paquetes y niños gritando en el parquecito de diversiones, conversamos al aire libre amablemente servidos por Crepes & Wafles.

Hablamos de nosotros, de nuestras historias, recuperamos memorias, abrimos dudas, nos hundimos en pensamientos y deseo sobre la vida recorriendo caminos de filosofía, sociología y biotecnología con pasmosa (y sospechosa) facilidad. Luego de esta recarga afectos y evocaciones nos llegó la noche.

Carlos Andrés, politólogo, junto con su Colectivo emprendedor recupera barrios de desplazados (¡desterrados, peor!) en varias Comunas de la ciudad, impulsando el autocultivo (¡autocuidado!) y la siembra de jardines verticales en las casas que construyen con sus manos. Yara, Maestra biotecnóloga, forma profesores en el pueblito de San Pedro e investiga pre doctoralmente sobre los impactos de la leche materna en la terapia curativa hospitalaria.

De tanto en tanto, ambos se regalan recorrer en moto, bicicleta, bus o a pie ora la guajira colombiana ora el extremo sur de Nariño y Putumayo, ora soñando con regresar a Cuba o viajar por Ecuador y Perú. Aventuras que relatan con una facilidad tan pasmosa como fascinante.

Antes de embarcarme en el “coletivo al Aeropuerto” que opera 24 horas diarias, nos dimos el último abrazo del día y dejé a mis hijos con el propósito de volvernos a ver para recargar nuestros corazones.

Otra vez en menos de 30 minutos estaba en el aeropuerto, y siendo las 9:15 de la noche embarqué cumplidamente en el vuelo de itinerario de Avianca que me devolvió a casa en Bogotá.

Inundado de todos los calores recibidos, me desperté de madrugada a alimentar este canto de agradecimiento hacia mi patria chica y hacia los otros míos a manera de nutritivo alimento para continuar mi vida en la Bogotá que también amo como “bogoteño” autorreconocido.

¿Qué tiene esta tierra, toda esta gente de Medellín? Amor propio. Amor por lo suyo. Amor. Ciudadanía. Sentido de lo individual y de lo colectivo. ¡Ciudad! ¡Región! ¡Nación! ¡Mundo!

[i] (A MEDELLIN- NELSON HENRIQUEZ.wmv

 

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