Siempre he creído que uno de los lugares más famosos, al menos para un hispanohablante, es Isla Negra, no importa si se ha estado físicamente o no. Todos los que amamos a Pablo Neruda conocemos su existencia, así como todos conocemos otros lugares míticos, ancorados en lo más profundo de nuestro sistema límbico, como son Macondo, o Santa María o Yoknapatawa. La diferencia, es que Isla Negra existe, pero, contrariamente a lo que uno pudiera creer no es una isla. Está, eso sí al borde del mar, de un mar violento, las olas parecieran ser del tamaño de una casa, y vienen a morir en un acantilado de una hermosura inconmensurable. Son piedras enormes, cuasi míticas, como si el mundo recién despertara de un largo y profundo sopor, como si recién acabase de ser inventado, creado o soñado, o todo a la vez; ¿Por qué, dónde comienza la realidad y donde termina la imaginación? La frontera entre esos dos conceptos es frágil y como un funámbulo transitamos sobre ella, meciéndonos de un lado a otro de esa cuerda que puede romperse al menor descuido.
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