La reciente solicitud de la Veeduría Nacional por la Verdad y la Justicia —liderada por el exjuez Luis Miguel Marimón— para que el Partido Conservador retire el aval otorgado al político antioqueño Juan Diego Gómez vuelve a poner sobre la mesa un problema que los partidos políticos en Colombia se han negado a detener por el temor a perder votos y curules, sin importarles su deterioro ético ni la demostración de su incapacidad para asumir con responsabilidad el papel que cumplen en una democracia.

El exsenador Juan Diego Gómez aún no ha aclarado ante la opinión pública si son ciertos o no sus presuntos vínculos con “Papá Pitufo” y, mientras eso sucede, por transparencia con la ciudadanía debería dedicarse a demostrar que nada de eso es verdad. Ese es el llamado que elección tras elección se les hace a quienes están en la política y enfrentan algún tipo de cuestionamiento que afecta su nombre.

No se trata de condenar al excongresista, ni de hacer las veces de juez, pero pedirle que congele sus aspiraciones y le demuestre al país que lo que se ha dicho es falso no constituye ningún delito.

No es la primera vez que se hace este tipo de advertencias. Desde que estalló el escándalo de la infiltración paramilitar en la democracia colombiana, se ha insistido en que los partidos deben limpiar sus listas de personajes cuestionados y de sus herederos. Sin embargo, elección tras elección reaparecen nombres en el centro de controversias por la entrega de avales a candidatos que generan preocupación.

El ejemplo más claro y recordado es el del exgobernador de La Guajira, Kiko Gómez, y de su heredera, Oneida Pinto. En múltiples ocasiones se advirtió a Germán Vargas Lleras para que Cambio Radical negara ese aval, pero el dirigente político hizo oídos sordos, porque parecía más importante ganar la gobernación que considerar quién sería el titular.

Lo verdaderamente indignante es la persistencia en esta conducta, como si la confianza ciudadana fuera un recurso inagotable que puede explotarse sin consecuencias. La advertencia de la Veeduría es clara: mantener avales cuestionados erosiona la credibilidad de los partidos. Pero el mensaje no parece afectar a colectividades como el Partido Conservador, que desde hace años opera bajo una lógica de supervivencia burocrática más que de coherencia política.

Para empezar, en ese partido su presidenta saliente, la senadora Nadia Blel, aunque no tenga señalamiento alguno, debió declararse impedida moralmente para otorgar avales al ser hija de Vicente Blel, quien estuvo condenado por vínculos con el paramilitarismo.

Lo que se observa, más bien, es una dirigencia conservadora que se escuda en formalismos internos para justificar avales que, a todas luces, deberían revisarse. Se parapetan tras comités y documentos, ignorando la pregunta fundamental: ¿qué tipo de proyecto político representan cuando insisten en sostener candidaturas que despiertan preocupación entre organismos ciudadanos? Esta falta de autocrítica no solo revela negligencia, sino una desconexión profunda con las demandas de transparencia que hoy exige la sociedad.

El Partido Conservador y los demás movimientos políticos en Colombia parecen haber olvidado que los avales no son simples trámites administrativos, sino actos de responsabilidad política. Avalar es respaldar, y respaldar es asumir las consecuencias de ese apoyo. Cuando un partido entrega su sello a candidatos cuya idoneidad es cuestionada públicamente, envía un mensaje devastador: lo que importa no es la ética, sino la utilidad electoral. Ese pragmatismo descompuesto ha deteriorado el sistema de partidos en Colombia, y el conservatismo ha sido uno de sus principales contribuyentes.

Cuando un partido no es capaz de ordenar su propia casa, corresponde a la sociedad civil recordarle los límites. Y en este caso, se le recuerda algo muy simple: la democracia se quiebra cuando quienes están llamados a representarla olvidan que la confianza es su único capital legítimo.

Pero lo más inquietante es que los partidos políticos en Colombia continúan funcionando como si la reputación no importara. Esta indiferencia es, en sí misma, un síntoma de decadencia.

Si el conservatismo aspira a sobrevivir como fuerza política relevante, debe romper con la costumbre de blindar candidaturas por conveniencia. No basta con discursos sobre tradición y principios si en la práctica se actúa en sentido contrario.

El llamado de la Veeduría no es solo una advertencia: es una oportunidad para rectificar el camino.

Nota recomendada: De Carlos Gaviria a Wally

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