Durante décadas, el sector de la economía solidaria en Colombia fue visto como un actor secundario del desarrollo económico nacional: importante en lo social, pero marginal en las grandes cifras. Hoy, esa percepción resulta no solo equivocada, sino profundamente fuera de la realidad. Buena parte de ese cambio de mirada se explica por el liderazgo de María José Navarro Muñoz, superintendenta de la Economía Solidaria, quien en apenas dos años ha logrado reposicionar al sector como un pilar estratégico de la llamada economía popular.

Hablar de economía solidaria es hablar de cooperativas de producción, de bienes y servicios, de cooperativas financieras, de fondos de empleados y de pequeñas asociaciones. Es hablar de territorios históricamente excluidos del sistema financiero tradicional y de millones de personas para quienes el crédito no es un lujo, sino una herramienta de subsistencia y progreso. No es menor, entonces, que este sector aporte hoy cerca del 4 % del PIB nacional, una cifra que incluso supera la contribución del café.

Bajo la dirección de Navarro, estas cifras han dejado de ser simples estadísticas para convertirse en argumentos económicos de peso. Colombia cuenta con 173 cooperativas de ahorro y crédito que captan recursos y colocan préstamos en todo el país, especialmente en las regiones más apartadas. El dato es contundente: el 90 % de las personas asociadas pertenecen a los estratos uno, dos y tres. Allí donde la banca tradicional no llega o llega con condiciones restrictivas, la economía solidaria cumple una función de inclusión financiera real y efectiva.

El impacto social es aún más significativo cuando se observa la dimensión de género. Cerca de 600.000 mujeres cabeza de familia ahorran y reciben créditos a través del sector solidario. En un país atravesado por brechas económicas y desigualdades estructurales, estas cifras reflejan una apuesta concreta por la autonomía económica de las mujeres. No es casual que, durante la gestión de Navarro, el número de ahorradores haya crecido un 3 % y el volumen del ahorro un notable 22 % a junio de este año.

A estos avances se suma la solidez financiera del sector. En los últimos dos años, las cooperativas han registrado un crecimiento histórico: cerca de 9 % más en patrimonio y un 35 % más en excedentes. Estos resultados desmienten el prejuicio de que lo solidario es sinónimo de fragilidad. Por el contrario, muestran que un modelo económico basado en la asociación, la confianza y el arraigo territorial puede ser sostenible, rentable y socialmente transformador.

Uno de los hitos más simbólicos de esta gestión fue la devolución de la Cooperativa de Caficultores del Tolima a sus asociados, tras una intervención estatal. El mensaje fue claro: la supervisión no es castigo, sino garantía; no busca destruir organizaciones, sino fortalecerlas y devolverlas a sus verdaderos dueños cuando las condiciones lo permiten.

Otro logro estructural ha sido el Pacto por la Democratización del Crédito. Gracias a este acuerdo entre entidades del Gobierno y la banca de segundo piso, se creó una oferta directa de crédito productivo y asociativo para las cooperativas de ahorro y crédito. A octubre, los resultados hablan por sí solos: más de 70.000 créditos desembolsados y más de 800.000 millones de pesos destinados a actividades productivas. No se trata de consumo inmediato, sino de inversión, empleo y desarrollo local.

Este enfoque responde a un diagnóstico claro: aunque la inclusión financiera en Colombia ya roza la universalidad en términos de tenencia de productos, el verdadero desafío está en transformar ese acceso en crédito productivo pertinente y en cerrar las brechas rurales, regionales y de género. La Superintendencia, bajo el liderazgo de Navarro, ha entendido que no basta con tener una cuenta; lo fundamental es que el sistema financiero sirva para mejorar la vida de las personas.

La historia personal de María José Navarro también explica, en buena medida, su sensibilidad social. Formada en la Universidad del Magdalena, institución pública del Caribe colombiano y escenario de importantes luchas estudiantiles, allí forjó su vocación de liderazgo y su compromiso con las comunidades afectadas por el conflicto social. Desde entonces, ha combinado el rigor técnico con una mirada profundamente humana del desarrollo.

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En sus redes sociales se define como “caribe” y afirma que entrega su “corazón por la paz”. Esa identidad se refleja en su estilo de liderazgo: cercano, firme y consciente de las desigualdades históricas del país. No ha sido un camino exento de obstáculos. Su juventud y su condición de mujer han sido objeto de cuestionamientos que difícilmente se habrían hecho a un hombre en un cargo similar. Ella misma lo ha señalado con claridad: llegar a los 31 años a una superintendencia no debería ser motivo de sospecha, sino de esperanza.

Hoy, María José Navarro representa una nueva generación de liderazgos públicos: jóvenes, técnicos, con compromiso social y capaces de demostrar que el Estado puede ser eficiente sin perder sensibilidad. Su gestión ha revitalizado una entidad históricamente discreta y ha puesto a la economía solidaria en el centro del debate sobre desarrollo, inclusión y justicia social.

Su trabajo demuestra que otra forma de hacer política económica es posible: una que no deja a nadie atrás y que entiende que el crecimiento solo es verdadero cuando se comparte.

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