Por: Valentina Herrera y Emily Jaramillo de la Clínica Jurídica Espeletia de la Universidad Externado de Colombia y FIAN Internacional Sección Honduras.

El Golfo de Fonseca, en la costa sur de Honduras, ha sido durante generaciones el corazón de las comunidades de Guapinol, Cedeño y Punta Ratón, en el municipio de Marcovia. Allí, el mar no era solo paisaje: era sustento, alimento y cultura. Era también la garantía de un entorno vital donde se entrelazaban la pesca, la agricultura y la vida comunitaria.

Sin embargo, desde hace más de tres décadas, estas comunidades conviven con una amenaza silenciosa y persistente: la intrusión marina. Se trata de un fenómeno agravado por el cambio climático, que saliniza los suelos, reduce su fertilidad, desplaza cultivos tradicionales como el arroz y contamina las fuentes de agua. Lo que a simple vista podría confundirse con un proceso natural, en realidad es un problema climático y de derechos humanos.

En los últimos años, el mar avanza con más fuerza: cada episodio de marejada puede invadir entre 50 y 100 metros de tierra firme, según los registros locales. Esta erosión costera trae consigo consecuencias devastadoras: pérdida de viviendas, destrucción de infraestructura, migraciones forzadas, brotes de enfermedades gastrointestinales prevenibles, reducción de ingresos por la pesca artesanal, amenaza constante a la seguridad alimentaria y degradación de ecosistemas vitales, como los bosques de manglar.

Desde el huracán Mitch en 1998, los inviernos no han traído calma, sino oleajes e inundaciones cada vez más intensos. Muchas familias enfrentan brotes recurrentes de diarrea, vómitos y cólicos, mientras sus posibilidades económicas se reducen con la disminución de especies marinas y la falta de empleos en la zona. La migración hacia Estados Unidos se ha vuelto, para muchos, la única alternativa de sobrevivencia.

El impacto no es solo material. El mar ha borrado casas, cultivos y hasta cementerios. Sus tierras, antes productivas, se destinan ahora a la ganadería extensiva, una actividad que, paradójicamente, incrementa la emisión de gases de efecto invernadero y profundiza la crisis climática. Lo que ocurre en Cedeño es un espejo doloroso de la injusticia climática: quienes menos han contribuido a la crisis global son quienes hoy pagan el precio más alto, perdiendo territorios, cultura y sustento.

Esta problemática exige respuestas prontas y efectivas. Desde hace años, la comunidad internacional viene discutiendo el tema de las “pérdidas y daños” climáticos. El reciente acuerdo impulsado en el marco de Naciones Unidas para crear un Fondo Mundial de Pérdidas y Daños representa un paso valioso; sin embargo, los recursos comprometidos siguen siendo claramente insuficientes frente a la magnitud del problema. Aún más preocupante es que los mecanismos diseñados hasta ahora son incipientes y, en ningún caso, habían incorporado la obligación de brindar reparaciones a las comunidades afectadas.

Ese panorama cambió con la Opinión Consultiva 32 de 2025 sobre emergencia climática y derechos humanos (OC-32), emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Esta decisión marca un hito en la historia del derecho ambiental y climático, al reconocer el deber de los Estados de reparar los daños ocasionados por la crisis climática. El pronunciamiento no estuvo aislado: fue acompañado de una movilización social sin precedentes. La Corte recibió 263 escritos de 613 actores —organismos internacionales, Estados, instituciones públicas, organizaciones de la sociedad civil, comunidades, academia e individuos—, una participación histórica que refleja con claridad la urgencia de adoptar medidas contundentes frente a las injusticias climáticas.

En su decisión, la Corte mostró que la crisis climática no es solo un asunto ambiental: es, sobre todo, una cuestión de derechos humanos, de justicia intergeneracional y de acción urgente. La Opinión Consultiva 32 aclaró obligaciones inmediatas y trazó coordenadas jurídicas que permiten a cualquier persona acudir a los tribunales para exigir protección y demandar justicia. Incluso, abrió la puerta para reclamar reparaciones climáticas, un avance sin precedentes en el derecho internacional.

La Corte señaló que reparar los daños ocasionados por la emergencia implica procurar, siempre que sea posible, la restitución plena —volver las cosas al estado anterior— y, cuando ello no sea viable, ofrecer medidas económicas y simbólicas que atiendan cada una de las consecuencias negativas de los eventos climáticos extremos. Con ello, recordó que las víctimas no deben resignarse a la pérdida, sino que tienen derecho a la reparación integral.

En esa línea, los Estados tienen el deber de garantizar canales administrativos y recursos judiciales efectivos para que las comunidades afectadas puedan solicitar y obtener indemnizaciones. Estas medidas deben considerar las particularidades de la naturaleza y de cada población, fortaleciendo sus capacidades de adaptación y resiliencia, y contribuyendo a su recuperación sostenible. Así, la Corte estableció que las reparaciones climáticas incluyen:

  • Restitución, para restaurar ecosistemas y sistemas climáticos, con planes de conservación y recuperación.
  • Rehabilitación, que contemple atención médica frente a enfermedades vinculadas al cambio climático.
  • Indemnización, que valore las pérdidas desde una perspectiva económica y cultural.
  • Garantías de no repetición, orientadas a reducir la vulnerabilidad inicial, vigilar el cumplimiento de las obligaciones y fortalecer la resiliencia de los sistemas naturales y humanos.

Aun con este logro histórico, lo más desafiante está por venir: hacer realidad lo que la Opinión Consultiva consagra. Avanzar hacia el “Estado Democrático y Ambiental de Derecho” que inspira. Sus mandatos constituyen una base sólida para exigir mayor ambición y coherencia en la acción climática, tanto en la reducción de emisiones como en la atención de quienes ya padecen sus impactos. El litigio estratégico, en instancias nacionales e internacionales, se convierte en una vía imprescindible para transformar las promesas en derechos efectivos.

Si no actuamos, la intrusión marina no solo arrasará con playas y tierras agrícolas: también se llevará prácticas ancestrales, la pesca artesanal y, en definitiva, la vida de miles de familias que han habitado las costas por generaciones. Lo que ocurre en el Golfo de Fonseca nos recuerda con crudeza que la crisis climática ya está aquí y exige respuestas inmediatas, justas y reparadoras.

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