El último pasillo

Publicado el laurgar

Gajes del inmigrante: El amor

«Y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro»

Julio Cortázar, Rayuela.



Un día de invierno, hace mucho tiempo ya, mis trámites en extranjería superaron las normales cuatro horas de espera. Ese día era especial. Había recibido un ultimátum: o me regularizaba o me iba. Me entregaron dos papeles que aún conservo y uno de ellos me gusta más que el otro, porque es casi una carta oficial de expulsión. Nunca nadie se había tomado la amabilidad de echarme por escrito, oficialmente. Uno no debe despreciar esos detalles, ni irlos tirando a la basura así como así. El caso es que ese día tuve que pasar por dos módulos diferentes y en cada uno de ellos el turno me significaba esperar a que pasaran unas doscientas personas antes que yo. Recuerdo que me puse al frente de la ventana a ver si me distraía mirando hacia la calle. En ese entonces el edificio de Extranjería se ubicaba justo al frente del Palacio de la Moneda, un bonito edificio ahumado, custodiado por Carabineros que visten de blanco elegante. Desde donde yo estaba parecían soldaditos de plomo y se movían precisamente como si fueran figuritas de juguete comandadas por la mano de algún niño.

Yo me sentía muy triste y quería llorar, pero me daba vergüenza hacerlo delante de los cuatrocientos busca-papeles que estábamos allí así que me mordí el labio inferior y tragué saliva, pero la valentía no me duró mucho y tuve que buscar en mi mochila un pañuelito para disimular la tristeza vuelta gotitas de agua salada. Buscando el pañuelito, me encontré un papel que guardo, una especie de recorte. Yo le digo “la carta de amor”, pero no es una carta de amor exactamente. Es la copia de un poema bellísimo de uno de mis poetas favoritos, y que me gusta leerlo de vez en cuando porque me me parece que los buenos poemas ayudan a cerrar heridas o a suavizar nostalgias, especialmente las amorosas.

El dolor que sentí cuando leí el rechazo oficial del Departamento de Extranjería, en nombre de la República de Chile, fue tristemente idéntico al que uno siente cuando el amor da la espalda, abandona la vida por la puerta de la infelicidad y ni se despide. Son ambas circunstancias muy distintas, es verdad, pero el corazón se encoge de la misma forma y, sobre todo, a uno lo aquejan los mismos dolorosos interrogantes: ¿estoy en dónde no me quieren? ¿qué hago en dónde el amor no está? Afortunadamente poco tiempo después el Departamento de Extranjería me recibía de vuelta con los archiveros abiertos y la República de Chile me decía, con los debidos documentos mediante, que ya no debía temer, que mi adopción iba por buen curso y que, por mientras, disfrutara de la vida del documentado. Cuando tiré dentro de mi mochila el papelito azul de la buena nueva, cayó encima de la fotocopia del poema.

¿Quién dijo que la burocracia y el romanticismo no pueden ir juntos? En mi mochila por lo menos van. En mi billetera, junto a mi cédula, sigue ese poema, lo que no quiere decir otra cosa más que conmigo va siempre, incansable, el recuerdo que evoca ese poema. O, mejor dicho, y para no andar con eufemismos, la figura humana y masculina que se diluye en esos versos.

El epígrafe con el que adorné este artículo pertenece a esa obra maestra que es Rayuela, de Julio Cortázar. Uno de los aspectos fundamentales de Rayuela es, sin duda, el de la inmigración. En ocasiones Horacio Oliveira, el protagonista de la novela, describe un París desde la mirada de un inmigrante argentino, lo desprecia y lo rechaza, y en otras ocasiones describe un París que es como la cocina de su casa, o el cuarto, y es un París propio, un París que es mirado con cariño y deseos de aventurarlo. En uno de los primeros capítulos de Rayuela, Cortázar escribió: «En París todo le era Buenos Aires y viceversa», lo que nos dice que Horacio era un porteño irremediable. Esa frase siempre me gustó porque podía acomodarla a mi antojo reemplazando París por Santiago o Buenos Aires y Buenos Aires por Colombia. Decidí entonces llevarla copiada siempre en mi libreta.

Un día de correría por las librerías de viejo, a la caza de alguna joya, tomé equivocadamente una edición de “María” de Jorge Isaacs que estaba justo al lado del libro que sí me interesaba. Alcancé a leer en la primera página una dedicatoria garrapateada con letra arácnida: «Para que me lleves en tus ojos cuando leas esto» y firmaba un hombre. Probablemente se trataba de un regalo romántico superlativo para una desdeñosa chiquilla, y la dedicatoria me pareció sensiblera y cursi. Tal vez no lo sea del todo. Tal vez son cosas que a uno se le ocurre pensar a la primera para ocultar la verdad-verdadera: que a los sentimientos también les cuestan las fronteras. No iba a comprar el libro, no, pero sí copié la dedicatoria en mi libreta.

Poco después del episodio de la dedicatoria debí regresar a Extranjería. Ese día, una chica peruana se sentó a mi lado sollozando y apretando un sobre entre sus manos. Sentí pudor de meterme en sus asuntos, preguntarle por qué lloraba, pero se veía tan triste y la ciudad había estado tan gris esos días, tan deprimente, que al menos le ofrecí agua de mi botellita. Nos presentamos, conversamos de cosas banales, intercambiamos esos datos funcionales del “qué haces” y, sobre todo, “por qué estás aquí”. Dejó de sollozar, se calmó y me contó la razón de sus desdicha. Blandiendo el sobre con rabia entre sus manos, me decía que su novio peruano se había largado sin más explicaciones que una carta y un dinero, porque debía volver a Lima, porque no podía vivir más el sueño santiaguino. Y ella concluyó diciéndome algo así como: «A mí no me importa lo que ese idiota me hizo. Hombres hay muchos. Pero me da rabia que después de haber superado tantas dificultades, tenga que superar una más y tan absurda como aguantarme las ganas de salir corriendo a Lima».

La abracé mientras miraba por la ventana y dejé que en mi hombro descargara su rabia. Nunca había entendido tan bien a una desconocida. En su sobre se arrugaba con lágrimas su propia Lima. Miré por la ventana a los soldaditos de plomo moviéndose para el cambio de guardia en La Moneda y así mismo se movían en mi mochila el poema, la cédula, la frase cortazariana y la dedicatoria. Aunque tenía muchas ganas de llorar con mi nueva amiga peruana, me distraje tratando de armar con un poema, una cédula, una frase cortazariana y la dedicatoria ajena de un libro, un mapa que me sé de memoria de cierto departamento colombiano; como si con eso llegaran mágicamente solución, cura y cicatriz a esa terca nacionalización del amor: único gaje del inmigrante que no se supera ni con un desarraigo tan profundo como el mío.

***

INVITACIÓN: Esta serie «Gajes del inmigrante» sería nada sin la lluvia de correos electrónicos de colombianos radicados en distintos lugres del mundo, quienes me escriben contándome sus historias, regalándome sus saludos. Para cerrar esta serie con el próximo artículo los invito a que me envíen en correo electrónico sus historias y anécdotas. Sólo tienen un requisito: contarme cuáles han sido sus gajes de inmigrantes. Ese es el tema. Este es mi correo: [email protected] y, claro, le adjuntan a su historia el nombre y el país desde donde me escriben. Los espero.

Serie «Gajes del inmigrante»

(5) El amor

(4) El inmigrante de segunda

(3) La navidad

(2) El equipaje y la traición

(1) La estampa colombiana

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