La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

Carta abierta al Sr. Andrés Hoyos, un apologista (más) de la tauromaquia

En esta entrada reproduzco el correo que le envié hoy al Sr. Andrés Hoyos, en respuesta a su artículo del 24 de enero de 2012, «De la manía prohibitoria«.

Ciudad de México, 26 de enero de 2012

Señor Hoyos,

Luego de leer las diferentes y, como usted dice, “elocuentes” defensas de las corridas de toros hechas por personas como Alfredo Molano, Antonio Caballero o Mario Vargas Llosa, ya no me sorprende ver a un miembro más de la intelligentsia latinoamericana—usted—unirse a este bochornoso grupúsculo.

Desafortunadamente (para usted y para los demás apologistas del tauricidio), desde que Platón escribió el Protágoras sabemos que la elocuencia no sustituye la claridad y el rigor del pensamiento lógico. Y su caso es otra buena muestra de ello. Déjeme decirle por qué. En lo que sigue, haré referencia a su más reciente contribución en El Espectador, el artículo intitulado “De la manía prohibitoria”.

1. En términos generales, lo que llama la atención de su texto es la total falta de atención a los argumentos de orden moral que esgrimen las personas que deseamos que este cruento espectáculo cese. Al parecer, usted descarga esta responsabilidad en aquellos autores que, según su opinión, establecen con locuacidad y más allá de toda duda razonable la preservación de las corridas. (Pero cuáles son estos autores, y cuáles sus argumentos, usted no nos dice.) No obstante, esto no le impide mencionar de manera elusiva y descalificatoria los argumentos de corte moral en contra de la tauromaquia. Dice usted: “[…] me gustaría aprovechar la ocasión para hablar de la manía de quienes quieren prohibir a todo el mundo lo que a ellos no les gusta” y, más adelante, “[debe] hacerse, por último, una distinción crucial: una cosa es oponerse a las corridas de toros o al aborto o al consumo de psicoactivos, y otra muy diferente promover las respectivas prohibiciones generales. Semejante distinción, sin embargo, atentaría contra el tonito de superioridad moral del prohibicionista, a quien nada le gusta más que generalizar su fastidio, para fastidio de los demás”. (Énfasis mío.)

Esta línea de ataque tiene una seria dificultad, y es que no atiende a los argumentos mismos, sino que pretende descalificar a los argumentos mediante la descalificación del argumentador. Por supuesto, esto es una falacia; es un ad hominem. No sólo eso: también, al rastrear (con razón o sin ella) el origen de los argumentos susodichos a una supuesta “manía” de “generalizar [un] fastidio”, usted comete una falacia genética.

Para ver la mala factura de su argumentación, basta con caer en cuenta de lo siguiente. Supongamos que yo tengo, en efecto, un “tonito de superioridad moral”. ¿Se sigue de ello que no tengo razón en condenar el toreo? Claramente no; tener ese tono que a usted tanto le desagrada es perfectamente consistente con la posibilidad de presentar argumentos sólidos en contra del toreo. En pocas palabras, los vicios o virtudes del argumentador son irrelevantes a la hora de determinar la validez y solidez de sus argumentos. Esto es lógica elemental.

Por otro lado, supongamos que en efecto los prohibicionistas del toreo tenemos esta tendencia a generalizar nuestro fastidio a las corridas. Naturalmente, y de manera análoga al caso visto en el párrafo anterior, esto es irrelevante y por sí mismo no invalida los argumentos que hemos presentado (yo presenté los míos aquí: https://blogs.elespectador.com/latortugayelpatonejo/2012/01/19/la-inmoralidad-de-la-tauromaquia/). Ahora bien, creo que a muchas personas les “fastidia”, por ejemplo, la pederastia—con excelentes razones. Y creo que estas personas estarían justificadas al ceder a su “manía prohibitoria” y al exigir, en consecuencia, la promulgación de una ley prohibiendo explícitamente esta práctica, en el caso en que tal ley no existiera en su comunidad. Por consiguiente, los fastidios y el impulso generalizador que usted menciona en su texto pueden estar perfectamente justificados. Usted no ha hecho nada por mostrar que, en el caso de los fastidiosos anti-taurinos, esto no sea así.

2. Su argumento positivo en contra de la prohibición del toreo es también de pésima calidad. Éste se basa en una premisa a todas luces falsa y en analogías muy, pero muy flojas. La premisa a la que me refiero es la siguiente: “La civilización […] consiste en reducir el número de prohibiciones, no en aumentarlo”. Su visión de la civilización me parece pueril y simplista. No creo que exista proporción alguna entre el número de prohibiciones de una sociedad y el nivel de civilización de ésta. (Esto implicaría el absurdo de que el estado natural es el ideal civilizatorio.) En la medida en que las relaciones sociales se complejizan como resultado de, por ejemplo, la aparición de nuevas tecnologías—un indicativo, entre muchos, del avance de una cultura—, nuevos deberes (es decir, nuevas limitaciones a nuestra libertad) deben ser adoptados con el fin de sancionar los posibles usos nocivos de esas nuevas herramientas. Un ejemplo de esto es la introducción en la sociedad occidental del coche de motor de explosión. Entre las muchas restricciones a la libertad de los ciudadanos que trajo consigo la introducción de este tipo de herramientas contamos: no poder circular a más de una determinada velocidad, no poder conducir en estado de embriaguez, usar siempre el cinturón de seguridad, etc. Éstas eran prohibiciones que no existían antes de la introducción del automóvil en nuestras sociedades. Según su posición, el paso de una sociedad desprovista de automóviles a una provista de ellos es el paso de una sociedad más civilizada a una menos civilizada. Claramente, esto es falso. (Cuidado: esto no significa que yo piense que el paso de una sociedad desprovista de automóviles a una provista de ellos sea el paso de una sociedad menos civilizada a una más civilizada. Lo único que afirmo es que su correlación no es correcta.)

Positivamente, creo que el grado de civilidad de una sociedad se debe medir, entre otros factores, en base a qué cosas prohíbe y qué cosas permite, y por qué. (Para efectos de esta discusión, éste es el criterio relevante.) Es decir, es la calidad (y no la cantidad) de nuestras prohibiciones, así como la calidad de nuestras razones para erigir tales prohibiciones (entre otras cosas), las que nos hacen más o menos civilizados. Y esto nos trae de vuelta a los argumentos por los cuales los detractores de la tauromaquia consideramos que esta práctica debe ser abolida, argumentos acerca de los cuales, por las razones que he expuesto en (1), usted no ha dicho nada valioso ni esclarecedor.

Vamos a sus comparaciones. Usted pone en el mismo nivel al prohibicionista de las corridas y al prohibicionista de la homosexualidad (entre otras comparaciones, malas todas). Pero, seamos serios; más allá del hecho muy general de que ambos grupos de personas busquen prohibir una determinada práctica, no hay mucho de fondo qué comparar. Sé que usted habla de “ristra de prohibiciones innecesarias” (énfasis mío), pero desafortunadamente no nos da siquiera un indicio de qué distingue una prohibición necesaria de otra innecesaria. (Esto delata cierta ambivalencia de su parte, una ambivalencia que puede ser tomada como una muestra de deshonestidad intelectual.) Usted parece estar de acuerdo en que aquí el punto crucial no consiste en que usted o yo queramos prohibir algo, sino por qué lo queremos hacer. No conozco un solo argumento a favor de la homofobia que resista una inspección fría y racional. (Si usted conoce uno, le ruego, enséñemelo.) Muchos de ellos (quizá todos) se basan en premisas falsas que ponen de manifiesto crasos prejuicios, o en argumentos de autoridad (“La Biblia dice que…”, etc.). No obstante, los argumentos que exhibimos quienes nos oponemos a las corridas son válidos y se basan en premisas racionales. Para la muestra, el siguiente:

A. Causar daño a X es moralmente justificable si y sólo si el daño causado a X es indispensable para salvaguardar nuestra integridad física, intelectual o moral

B. En las corridas de toros se causa daño a los toros

C. Las corridas de toros son moralmente justificables si y sólo si las corridas de toros son indispensable para salvaguardar nuestra integridad física, intelectual o moral

D. Las corridas no son indispensables para salvaguardar nuestra integridad física, intelectual o moral

\ Las corridas de toros son moralmente injustificables

Dado que este argumento es válido, quien acepte sus premisas está racionalmente obligado a aceptar su conclusión. Por tanto, si se quiere resistir la conclusión (y a la vez ser racional) es necesario rechazar al menos una de las premisas del argumento. Aún no he visto a ningún apologista de la tauromaquia—y usted, Sr. Hoyos, se encuentra entre ellos—que ofrezca buenas razones para ello.

En este sentido, sus comparaciones, así como su silencio respecto a un criterio para distinguir prohibiciones necesarias e innecesarias, ponen de manifiesto otro (!) vicio argumentativo de su texto: la falacia de asociación. Usted da una lista de prohibiciones a todas luces innecesarias, y pone a la prohibición de la tauromaquia entre ellas. Pero dado que usted no ofrece ningún principio para distinguir prohibiciones buenas y malas, y yo sí (inspirada en la premisa A del anterior argumento, y aquí lo refiero al post relevante de mi blog), entonces su caso no pasa de ser un caso de culpa por asociación. (Análogamente, aunque todos mis amigos sean mentirosos, yo puedo ser una persona veraz. El tener amigos mentirosos no convierte a nadie en un mentiroso.)

Para terminar, déjeme aclarar que yo soy, como (quiero creer) usted, un liberal, en el sentido en que creo que quien carga con el peso de la prueba en una controversia “prohibicionista” es quien está a favor de la prohibición, y no quien se opone a ella. Por consiguiente, estoy en principio a favor de la libertad religiosa, de la libertad de empresa, de asociación, de la libertad de expresión y de prensa, del libre comercio, etc. Pero por más que defienda la libertad como el valor de mayor importancia social (y humana), esto no implica que cierre los ojos ante el hecho de que el proyecto libertario está destinado a fracasar, en la medida en que somos seres irracionales viviendo en un mundo imperfecto. En este sentido, el valor de un intelectual que, como usted, decide ocupar el puesto de líder de opinión de una sociedad, reside en parte en su compromiso de fomentar la racionalidad de sus lectores. Al fomentar esto estará cultivando un ambiente más propicio para la deliberación y, por tanto, para un mejor ejercicio de nuestras libertades. Desafortunadamente, me apena decirle que, por las razones que he expuesto, en este inciso su texto “De la manía prohibitoria” deja mucho que desear.

Atentamente,

Javier García-Salcedo

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[email protected]

Twitter: @PatonejoTortuga

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