Filosofía y vejez: “cuando uno está viejo ya no lo emplean ni para botar mierda”.
Inspirándonos en el libro “El tiempo que queda. Sobre envejecer en el fin del mundo” (Ariel, 2025) de Laura Quintana, presento este corto texto sobre vejez y filosofía, recordando a María Cenobia Varela, una campesina tolimense cuidadora, llena de sabiduría práctica para la vida.
Ella era María Cenobia Varela, mi abuela, una mujer campesina, con sus décadas a cuestas, con sus múltiples experiencias, que crió y cuidó a hijos e hijas, a nietos, propios y extraños, que en la finca campesina se levantaba a las 5 a.m., o más temprano, que molía el maíz y hacía y asaba las arepas en el fogón de leña, que cocinaba el caldo con papas y el chocolate, que limpiaba la casa, cocía el almuerzo, la comida, que calentaba el café de la noche, y que se iba, al final del día, cansada, a dormir a las 9 p.m, sin antes darnos dulces o persignarnos. Mi abuela que no tenía muchos horizontes, que no se proyectaba tanto en el futuro, sino que vivía el día a día, en el tedioso presente, en sus tareas y faenas repetitivas…como el minutero del reloj. Mi abuela que se levantaba y se acostaba todos los días haciendo lo mismo, pero en función de la reproducción de la vida y la rutina de muchos otros…mi abuela que no tuvo ambiciones propias, sino que hacía todo en función de los demás, de sus hijos, hijas, esposo, nietos, trabajadores, jornaleros, animales domésticos.
Recordé todo eso tras la lectura del bello libro “El tiempo que queda. Sobre envejecer en el fin del mundo” de la filósofa colombiana Laura Quintana. En este libro Laura trata con profundidad y aristas las vicisitudes de la vejez, sus achaques, sus soledades y desgracias, pero también sus potencias y aperturas. Porque la vejez no es solo una carga, es un tiempo compuesto, acumulado, con muchas posibilidades, relacionamientos y afectos nuevos; la vejez también puede ser la suma de una juventud acumulada, de las pérdidas y las ganancias que nos han dejado muchas lecciones y aprendizajes a través del tiempo. La vejez es la valiosa experiencia escrita en el cuerpo, en nuestros rostros, en nuestro propio tiempo… en el periplo del vivir y el existir: la vejez es el peso del tiempo en nuestra propia historia, corporal y concreta.
Las reflexiones sobre la vejez que hace Laura Quintana, pero también la filósofa francesa Simone de Beauvoir, donde hablan sobre el trato social a la vejez, el desgaste y el declive del cuerpo del anciano, del viejo, entre otros temas, me hicieron recordar una frase de mi abuela María Cenobia: “Cuando uno está viejo ya no lo emplean ni para botar mierda”. Sé, por lo que he indagado, que esta frase se usa (eso que llaman pragmática del lenguaje) en muchas regiones del país. Decidí, entonces, averiguar cómo la misma había llegado al habla de mi abuela, cómo empezó a ser parte de su experiencia, de sus dichos, de su lenguaje coloquial diario, habitual. El camino fue mi madre, Nelly, la misma que guarda en su memoria todos esos recuerdos, esos hechos y muchas anécdotas. Le pregunté: “madre, ¿sabe de donde proviene esa frase?” Su respuesta fue inmediata. Sabía exactamente cuándo y cómo la frase había sido pronunciada, cómo había llegado a los labios de mi abuela.
La historia se remonta al 13 de noviembre de 1985. Ese año, como es bien sabido, el nevado del Ruiz explotó, creó una avalancha que arrasó con un pueblo llamado Armero, en el Tolima. Allí vivía una tía segunda mía, la tía María, otra de esas “ancestras” de las que habla Quintana en su libro. Mi tía, como muchos de los damnificados de la época, terminó en el barrio Santa librada en el sur de Bogotá. Allá fueron arrojados después que la avalancha de lodo, cenizas, piedras y escombros destruyeran al pueblo. Los ríos Lagunilla y Recio desarraigaron a muchos de los sobrevivientes, los cuales se esparcieron por muchas partes distintas del país. Mi tía, como muchos otros, terminaron en lugares extraños, alejados de su pueblo, Armero, borrado por la catástrofe natural. En el sur de esa monstruosa ciudad mi tía y muchas familias del Tolima tuvieron que iniciar sus vidas de nuevo, como si nunca hubieran pertenecido a algún lugar. Ese desarraigo aún lo cargan en sus memorias, como hemos visto en los noticieros estos días, pues fueron desanclados de su espacio vital.
En esas peripecias, mi tía María, acosada por la ciudad, por las exigencias de supervivencia, con la necesidad inscrita en su cuerpo, instó a su marido, a Don Domingo, a conseguir trabajo. Se dirigió a una tienda, presentó a su esposo, y pidió trabajo a su nombre. Se lo pidió a un tendero que al ver a Don Domingo, un señor de sesenta años, aporreado por el tiempo, le dijo con franqueza a mi tía: “cuando uno está viejo ya no lo emplean ni para botar mierda”… “Póngalo a barrer la casa”. No sé qué pensó mi tía María frente a la respuesta del tendero, pero es claro que entendió el mensaje: su esposo estaba muy viejo, ya no servía para nada. Pero la respuesta del tendero contiene algo más, pues pone de presente cómo en nuestras sociedades las labores domésticas, “barrer la casa”, son despreciadas y subvaloradas. Esta postura frente a las labores de la casa, del cuidado, el cual es, como dice Laura, “relacional y generativo”, no advierte que sin ellos sería imposible la reproducción de la vida y del sistema social mismo. Feministas como Silvia Federici, consciente de que las mujeres han sido fábrica de cuerpos para la explotación capitalista, han puesto de presente que el capitalismo mismo no sería posible sin el trabajo doméstico no pago de las mujeres. Los cuidados de las mujeres en las casas, material, afectivo, son el subsuelo sobre el cual existe y se reproduce el sistema social mismo.
Mi tía María le contó la experiencia a mi abuela María Cenobia, supongo que con un poco de vergüenza; luego, la escuchó mi madre y no sé cuántos más. Así llegó hasta mí, a estas páginas. Estoy seguro que varios, entre mis ocho hermanos, también la han escuchado. La frase está ahí, como un clavo en la memoria. Hoy esa frase me hace pensar en muchas cosas que trata Laura en su libro, y que me han inquietado a mí también: ¿por qué existe esa representación meramente negativa de la vejez? ¿Por qué valoramos tan poco a nuestros mayores? ¿Por qué empiezan a ser, tras cierta edad, considerados como cargas para la familia, pero también para el Estado y sus sistemas de seguridad social, salud, pensiones, etc.? En realidad, la frase dice mucho. Pone de presente que a cierta edad dejamos de ser productivos para el sistema, que ya no aportamos y que no podemos trabajar o, de hacerlo, rendimos menos. Al interior del capitalismo todo aquello que no produce se queda al margen de la historia, es barrido por los imperativos de la rapidez, el rendimiento, la eficiencia y la ganancia. El anciano no solo queda al margen del mundo laboral, sino que, en muchos casos, queda condenado a la precariedad y hasta a la indigencia. Los ancianos habitantes de las calles, por ejemplo, parecen lanzados a sus últimas soledades en condiciones indignas…como si su vida no hubiera valido nada. Es la soledad de los moribundos de la que habló Norbert Elías. Más, aun, las transformaciones en la familia como institución y el desmonte cada vez mayor de los servicios sociales del Estado auguran un futuro no muy prometedor para la vejez al interior del capitalismo.
Ahora, la apreciación negativa de la vejez tiene su explicación en el sistema de valores actuales. Es lo que Quintana llama el “imperativo de la juventud”, propio de un mundo donde, como decía ya Eric Hobsbawn, la vida empieza en declive a partir de los treinta años. Bajo este imperativo: “hay que demostrarse joven y luchar por serlo (o parecerlo) para integrarse a la sociedad: para tener más y mejores opciones en el mercado laboral […] para estar a la vanguardia- o al menos al tanto- de las transformaciones técnicas, para ser aceptado y deseado, para disfrutar la multitud de ‘experiencias’ que se pueden consumir y postear”. Por eso se impone un “culto a lo joven de la mano con un rechazo del cuerpo viejo, asumido como feo, improductivo e incluso odiable”.
Si hoy, gracias a la sociedad velocífera del rendimiento, donde el sujeto es una especie de hámster en su jaula dando vueltas, reiniciando una y otra vez sus rutinas llenas de ansiedad, donde el individuo parece un esquizofrénico, frenético, que no puede permanecer en calma, la percepción social sobre el declive productivo se ha reducido a los cuarenta años de vida útil, en los próximos años los parias sociales, sin protección, serán multitud. El imperativo de la juventud no solo desvaloriza al viejo, sino que distorsiona la autopercepción del individuo creando auto-odio y autodesprecio. La lucha por la viralidad en las redes, la persecución de los likes, el mostrarse exitoso a toda hora y no parecer un fracasado, aumentan ese desprecio por la vejez, por el tiempo vivido y acumulado en el cuerpo. Pero despreciar nuestra edad, nuestro tiempo, es renegar de la vida, de las experiencias, de los entramados que nos constituyen, de nuestras relaciones con otros; es renegar de los fracasos y de las glorias de los que tanto hemos aprendido; es simplificar la vida, intentar matar inútilmente el pasado que nos ha traído hasta este presente. Y, ante todo, es una negación de la realidad, es un anti-realismo negacionista. “Nada de lo real debe ser humillado” decía María Zambrano, y el que niega la vejez, niega una realidad. Niega, también, la verdad de Perogrullo de que “el tiempo no deja en paz a nadie” y de que es inútil luchar contra lo inevitable, pues, como digo en otro lado, “la vejez es siempre una realidad en marcha”, por eso mismo tenemos que acoger “la vejez que seremos”. Sobre este negacionismo dice Quintana: “este rechazo muestra un odio a quien se ha sido y a quien se puede ser. Bajo su influjo, es como si desprendiéramos a la vida de la forma que ha ido adquiriendo, en medio de las alteraciones que la van configurando”. Diríamos que negar nuestra vejez es renegar de sí mismo.
No podemos asumir un optimismo idílico sobre la vejez como hace Cicerón, creyendo que nos acerca a la muerte con la cual “el alma parte a mejores destinos”, pero tampoco podemos asumir esa visión negativa y pesimista que expone Norberto Bobbio en su libro De senectute. En este texto, que tiene el mismo título que el de Cicerón, nos dice que al estar muy viejos: “Al visitar los lugares de la memoria se agolpan a tu alrededor los muertos, cuya tropa resulta más numerosa cada año”. No. Hay muchas maneras de vivir la vejez, que van desde la indiferencia, el que cuida del mundo y cuida de sí para estar lo mejor posible, el que la vive con resignación, el que vive ya como exiliado de este mundo, hasta el que la padece con desesperación debido a una enfermedad horrible, de esas que pueden llegar con la vejez.
De lo que se trata, al estar viejo, es de acoger la vejez, la experiencia, el tiempo y su realidad (aceptar la facticidad y la materialidad del tiempo, dice Quintana); se trata de vivir lo mejor posible, con los vínculos sostenedores activados, en compañías, con pequeñas alegrías y reencuentros, con ocupaciones simples al alcance de nuestro vigor y fortalezas; se trata de mantenerle o buscarle un sentido al tiempo que falta aprovechando las aperturas y nuevas posibilidades que cada relación que tejemos, que cada vinculo nuevo que creamos, que cada acción que emprendemos, genera, pues un acto despliega siempre rutas imprevistas. Se trata de que podamos seguir siendo humanos, dignos, como lo dice Simone de Beauvoir. Todo esto puede ocurrir ojalá en sociedades que cuenten con marcos robustos de protección social donde los viejos no quedan al margen de la poca historia que les queda.
Creo que mi abuela, María Cenobia, vivió feliz su larga vejez. En medio de los trabajos y los días parecía estarlo. No padeció necesidades materiales y se entretenía en sus rutinas, disfrutaba también de la visita de sus nietos y sus nietas, sus hijos, y vecinos. Pues recuerdo que años atrás, aún en vida de mi abuelo, su casa era como las de los Buendía de Cien años de soledad. No pasaban cosas fantásticas o mágicas, pero allí quien llegaba era bien recibido, era bien acogido. Había comida para todos y mi abuela nunca mostró una pizca de infelicidad. Era amable y dura con sus afectos, pero pródiga en lo importante, en todo aquello que fuera sostener y reproducir la vida de los cercanos. Murió surcando los noventa años, de un cáncer, pero se mantuvo con valentía, siendo fuerte, hasta donde pudo. Ella es, por eso, para todos nosotros, una matriarca, una “ancestra”, una que caminó primero que uno por esta vida y que nos brindó sus enseñanzas, afectos y cuidados.
Referencias
Beauvoir, Simone. La vejez. Bogotá, Penguin Random House Grupo editorial, 2021.
Bobbio, Norberto. De senectute. Madrid, Taurus, 1997.
Cicerón, Marco Tulio. La ancianidad [De senectute]. Santiago, LOM editores, 2017.
Elías, Norbert. La soledad de los moribundos. México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
Federici, Silvia. La inacabada revolución feminista. Mujeres, reproducción social y lucha por lo común. Bogotá, Desde abajo, 2014.
Pachón, Damián. La vida, la vejez y la muerte. Bogotá, Desde abajo, 2024.
Quintana, Laura. El tiempo que queda. Sobre envejecer en el fin del mundo. Bogotá, Ariel, 2025.
Zambrano, María. Claros del bosque. Barcelona, Seix Barral, 1977.
Zambrano, María. Las palabras del regreso. Madrid, Cátedra, 2019.
Damian Pachon Soto
Profesor titular de la Universidad Industrial de Santander y Visitante Asociado del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe (Japón). Doctor en Filosofía y miembro de la Sociedad Colombiana de Filosofía. Convencido de que la filosofía contribuye a la cualificación de la democracia mediante la crítica y la cualificación de la discusión pública.
Autor de los libros “Herencias coloniales de larga duración y decolonialidad” (Universidad Industrial de Santander, 2025), “La modernidad filosófica española y su influencia en la filosofía latinoamericana” (Kobe City University of Foreign Studies (2024), “Estudios sobre el pensamiento colombiano, volúmenes I y II (Bogotá, ediciones Desde abajo 2011, 2020), “Espacios afectivos. Instituciones, conflicto, emancipación” (en coautoría con Laura Quintana, Barcelona, Herder, 2023), “Política para profanos” (Universidad Industrial de Santander, 2022), “El imperio humano sobre el universo. La filosofía de Francis Bacon” (Bogotá, 2019), entre otros. Colaborador habitual de Le Monde Diplomatique (Colombia) y de Filosofía&Co (España y América Latina)
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