Por: Laura Quintana

Filósofa, Profesora Titular Universidad de los Andes

Descubrí a Arendt por el azar de un regalo, hace más de veinte años. Empezaba mi proyecto doctoral sobre la Tercera crítica de Kant que se proponía pensar el carácter político del juicio sobre lo bello, cuando mi pareja de la época se encontró en una librería con un texto de la autora sobre el mismo tema. Unos apuntes que la muerte le impidió elaborar en el libro sobre la vida de la mente que estaba preparando. En un par de días leí una y otra vez esa publicación póstuma, como conversando con una nueva compañía que me hacía preguntas, me mostraba otros ángulos, arriesgaba ideas que yo estaba intentando articular tímidamente al ocuparme de un autor tan canónico y comentado. Pronto descubrí que no se trataba de una intérprete más, sino de una pensadora singular, de gran altura. Me deslumbraba. Busqué todos sus libros, un universo se me abría y, con este, un nuevo horizonte de investigación. La estudié con esmero, analizando cada obra con cuidado, perseguí su trayectoria intelectual, dicté clases, organicé eventos, participé en otros, publiqué artículos indexados intentando releer sus ideas desde nuevos ángulos.

En unos años me volví una especialista, y me situé en el nicho académico arendtiano. Duró algunos años más: no solo le huyo a los séquitos, sino que la comodidad de los territorios dominados, que ha ganado el experto, es contraria a mi curiosidad intelectual; además, esa actitud riñe con el movimiento del pensamiento en el que había insistido la misma Arendt: ese ir y venir sin fin; ese impulso de deshacer lo que se ha alcanzado para evitar que se vuelva justamente una conquista. De hecho, siguiendo ese mismo movimiento, discutía con algunos de sus planteamientos, los objetaba, mientras estos dejaban de iluminar problemas del mundo que me estaban interpelando. A fin de cuentas esa necesidad de comprender, esa escucha a lo que acontece era algo que ella también invitaba a cultivar.

Con el tiempo me he dado cuenta de que esta autora, pese a las distancias y divergencias, me marcó profundamente, como a tantas otras personas, y en mi caso lo hizo con algunas huellas persistentes. Recogeré ahora brevemente algunas de esas trazas que me han resultado fundamentales, para señalar al final los desacuerdos que me hicieron dejar de buscar su compañía más constante. Lo hago no con la pretensión de hacer valer mi voz, y tomar demasiado en serio la función autoral, sino con el interés de compartir –a vuelo de pájaro–aspectos cruciales de una obra que ha venido influyendo a diversas generaciones de filósofos y filósofas. A fin de cuentas, el yo que habla aquí es también uno compuesto de tantas voces que transitan en medio de otras singularidades.

Como es sabido, algo que transformó profundamente a Arendt fue la experiencia del exterminio judío durante la Segunda Guerra Mundial. Desde aquí, decía, no podía seguir haciendo filosofía como lo había hecho antes, sumergiéndose en los conceptos y en su historia, alejada de los eventos políticos y de su impacto sobre la realidad. Ahora tenía que pensar cómo desde el trabajo conceptual podía acoger la contingencia sin reducirla, sin neutralizar el asombro que esta no deja nunca de suscitar, en un esfuerzo de comprensión que no se agota. Y ello supuso tomar distancia de una larga tradición de la filosofía política, para la cual los actores nunca saben lo que hacen, de modo que tienen que ser conducidos y regulados por modelos teóricos, que se imponen desde arriba para ordenar la realidad. Frente a esto, Arendt insistió en un pensamiento político situado, que elaborara sus conceptos apoyándose en la experiencia, y volviera a esta para iluminarla desde adentro, en un diálogo de ida y vuelta siempre revisable. Este es un movimiento muy diferente a la aplicación de un marco sobre una realidad, un procedimiento mecánico que se impone en muchos abordajes de las ciencias sociales, que no elaboran propiamente sus conceptos sino que los aplican aquí y allá, como una caja de herramientas utilizable en diversas circunstancias. Se trata a la vez de un impulso, de un reto y de un compromiso que no deja de interrogarme, y de estimular la búsqueda de caminos de experimentación para llevarlo a cabo, siempre en el modo del ensayo, de la tentativa inacabada.

Esa experimentación es algo que hizo valer la autora al usar diversos formatos de escritura para sus reflexiones: desde tratados más teóricos, pasando por textos de crítica del presente, hasta ensayos basados en materiales históricos en donde los conceptos intentan explorar la manera en que ciertos eventos pudieron haber cristalizado, sin que tuvieran que darse tal y como se dieron. Es así un pensamiento indisciplinado que nunca deja de volver a la tradición filosófica para interrogarla o para nutrirse de ella, pero que no se puede encasillar en las fragmentaciones que el quehacer filosófico profesionalizado ha generado. Esta tensión con la filosofía disciplinaria es algo que ha confrontado a nuevas generaciones, sobre todo de mujeres filósofas, y es algo que atraviesa también el trabajo que he venido realizando.

Por supuesto, si hay una marca distintiva de Arendt es la manera en que nos invita a reconsiderar el espacio de la política para desplazar la mirada del solo énfasis en las formas de gobierno –que se impone en las visiones institucionalistas, dominantes en el liberalismo imperante y en la ciencia política hegemónica– a las posibilidades de la acción: lo que supone actuar con otros para hacer valer una pluralidad: no una identidad multiplicada, sino la aparición de un sujeto colectivo que exige relaciones de igualdad para hacer valer una diferencia que enriquece el mundo y lo hace más común. Aquí está en juego una ontología relacional de acuerdo con la cual la existencia humana se ha ido conformando de acuerdo con condiciones emergidas que pueden dar lugar a otras, en medio de las cuales lo que somos puede ir deviniendo de la mano con cómo vamos habitando. La pluralidad, que es una marca distintiva de la humanidad, ha ido emergiendo entonces a través de experiencias, en particular, a partir de prácticas que han permitido organizar espacios compartidos, encontrar criterios para que los desacuerdos puedan aparecer y tratarse, y estabilizar instituciones que más que meramente ordenar y regular lo que es posible habrían de posibilitar distancias y relaciones para que quienes coexisten puedan reconocerse como iguales en su distinción.

Por este camino, Arendt nos dice que no hay pluralidad sin instituciones, en particular, sin derechos, pues estos generan condiciones de igualdad que no están naturalmente dadas. Pero a la vez insiste en que no hay pluralidad si las instituciones pretenden cerrar el espacio de aparición para la acción y para que puedan emerger nuevas formas de entender la igualdad. De ahí la insistencia en que la acción no puede institucionalizarse por completo, que ella ha de poder exceder siempre los canales establecidos, a través de formas de desobediencia civil que pongan de manifiesto las injusticias que puede producir un régimen establecido. Se trata de una idea fundamental en los modelos de democracia radical que vienen enfatizando la incapacidad del liberalismo, y de la democracia representativa para contrarrestar los oligopolios y los autoritarismos que se han venido instalando por doquier. Al fin y al cabo estos últimos, como nos enseñó también Arendt, han pretendido deshacerse de la contingencia para hacer valer el interés del homo oeconomicus y su pretensión de reducir la complejidad de las interacciones humanas a la racionalidad reductiva de la administración o gestión que busca hacer predecible el mundo y controlable, en pos de la integración social y de la lógica del provecho. Una aproximación que habitúa a considerar como superfluas a todas aquellas vidas de las que puede sacarse un rendimiento y que puede terminar en las peores formas de exterminio, como lo demostró el neocolonialismo europeo en África, junto a la Shoah, que Arendt puso en relación, y más recientemente el genocidio palestino, que la autora también anticipó en sus reflexiones críticas contra el Estado de Israel y los peligros de su suprematismo étnico.

Estas son algunas de las ideas de Arendt que considero más relevantes, y que han dejado una marca indeleble sobre mi trabajo, aunque este discurra por caminos que se distancian de otros de sus planteamientos centrales. Pensemos, por ejemplo, en el afán de trazar distinciones entre experiencias, que la autora desplegó para evitar que unas se sobrepusieran a otras, y cómo esto la llevó a traicionar un pensamiento más relacional, al introducir separaciones analíticas entre cuestiones que están necesariamente conectadas, como la política y la economía, el hacer y el actuar, la libertad y la necesidad, el conflicto y la violencia, la capacidad discursiva y la afectiva, el lenguaje y el cuerpo.

De hecho, Arendt pierde de vista por completo la importancia de la dimensión corporal en su comprensión de la política, y desvaloriza lo emocional, como un elemento meramente subjetivo que haría perder de vista el mundo, y la preocupación por cómo organizarlo en común. Oblitera de ese modo cómo los actores necesariamente son afectados sensorialmente por la manera en que habitan y cómo toda toma de posición y comprensión está condicionada por esta afectación que pasa por la codependencia y vulnerabilidad de sus cuerpos.

Junto a lo anterior, la autora llega a posiciones muy problemáticas acerca de la presunta incapacidad de quienes están sometidos a la necesidad (de la pobreza, del tener que dedicarse a sobrevivir) para reconocer las condiciones de dominación en las que se encuentran. Desconfía así de la potencia corporal que puede surgir en medio de y justo por la adversidad que trae consigo el padecimiento, y niega así la agencia de quienes se encuentran arrojados a la precariedad. Esto, de hecho, la conduce por momentos a formas de aristocratismo que van en contra de su afirmación de la pluralidad como una condición que requiere hacer valer la igualdad de cualquiera con cualquiera. Una afirmación que puede traducirse en lo que para Arendt era el derecho humano fundamental: el derecho a tener derechos. Un meta-derecho que le da sentido a todos los demás, y que cualquiera, según ella, debería poder exigir, cuando se le niega un trato igualitario. Así, Arendt puede volverse contra ella misma.

A fin de cuentas, como con toda gran obra, uno siempre puede dividirla, exponerla al viento del deshielo del pensar; ese que, como diría la misma autora, nos permite asumir la condición de extrañeza que caracteriza nuestro paso por el mundo. Esa condición de alteridad que nos atraviesa y que ojalá pudiéramos acoger mejor, para volver esta Tierra nuestra un lugar más habitable y hospitalario para cualquiera.

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