¿Qué es el cuidado? ¿Qué implica cuidar? ¿Qué políticas sociales, públicas, se requieren para proteger a la sociedad? ¿Qué implicaciones tiene todo esto para las instituciones, para el Estado? Los acontecimientos que asaltan la normalidad del mundo, que lo cuestionan y lo recodifican -tal como ocurrió con la pandemia- visibiliza los desajustes sociales, los problemas, las necesidades, las carencias, e invitan a cambiar o a transformar los marcos de comprensión con los cuales leemos la realidad. Por eso, debido al Covid -19, el cuidado se ha convertido en un tema central que ha llamado la atención de sectores sociales, grupos profesionales y políticos y, por su puesto, de las ciencias médicas y las ciencias sociales en la actualidad. 

Una epistemología del cuidado

No es que el tema del cuidado sea nuevo. De hecho, en la filosofía antigua, como en las escuelas helenísticas (epicureísmo, estoicismo, etc.-.) el tema ya era común. De hecho, como mostró Pierre Hadot, el tema del cuidado era fundamental. Ese cuidado estaba ligado a la filosofía. Esta era concebida como terapéutica, medicina para el alma, como un curativo que nos permitía vivir mejor, cuidar el cuerpo, a los otros. La filosofía era una forma de vida. Por ejemplo, cuidar de sí es no preocuparnos por aquello que no podemos controlar, o ajustarnos al orden y al logos que gobierna el mundo, tal como en los estoicos; practicar la prudencia y el justo medio de las virtudes, como en Aristóteles, era clave en el campo de la ética, de la convivencia y relacionamiento con otros. Igualmente, en la filosofía del siglo XX el tema es retomado por autores como Heidegger y, de manera más significativa, por Foucault. Ahora, el asunto del cuidado no es hoy exclusivo de la filosofía, sino que su interés ya ha sido captado por la “república de los saberes” (para decirlo con Miquel Seguró) de las distintas disciplinas.

La relación del cuidado con la filosofía se patentiza en su etimología. Nos dice Darío Botero Uribe en su libro Si la naturaleza es sabia, el hombre no lo es (2005): “cuidado viene del latín cogitare, pensar. En la Edad Media cuidar significaba siempre pensar, juzgar. En los idiomas modernos el énfasis reflexivo se ha ido perdiendo y se ha acentuado, en cambio, un sentido asistencial, protector, de ayuda y de colaboración. Etimológicamente cuidar es cogitar. En los orígenes históricos cuidar era una actividad de reflexión, crítica, implicaba necesariamente conocer, discernir, establecer el ser de algo, sin duda para protegerlo, defenderlo y conservarlo”.

El tema del cuidado para saber abordarlo correctamente implica una determinada concepción de la realidad, del mundo, de las cosas, de lo englobante. Como dice el citado Botero “Lo más importante para el cuidado es entender la vida”. Pero ¿Qué significa esto? Significa entender la vida biológica y psicosocial de manera relacional. Entender por ejemplo que la vida es un circuito vital, que los sistemas ecológicos son una interrelación, que la vida proviene de la vida, que se alimenta de ella y que la naturaleza es una red vital. Ahí, dentro de esa relacionalidad el humano es un elemento más. El humano está en la vida. Este vitalismo es lo que está en las actuales ontologías relacionales: no hay sustancias autosubsistentes, autosuficientes, independientes, todo está relacionado, cada cosa es compuesta, configurada por muchas relaciones y estratos, la naturaleza es una fluidez vital, un rio de vida y de ello dependemos todos. Así lo explica el antropólogo colombiano Arturo Escobar: “Por relacionalidad me refiero al principio de la interrelación profunda entre todo lo que existe, al hecho de que nada preexiste a las relaciones que lo constituyen. La vida es interrelación e interdependencia, siempre y a todo nivel”, por eso, “todo lo vivo siempre es parte del pluriverso cambiante”. Es decir, estamos al interior de Gaia, de ese planeta vivo, donde somos un elemento más, pero donde también estamos obturando y destruyendo los circuitos vitales, cortando la sinapsis vital del mundo.

De ahí que el proyecto propio del humano, producto de su antropoiesis (producción y reproducción de la vida), tales como la ciencia, la técnica, la industria, el capitalismo, etc., se han vuelto contra la vida misma, la condición de posibilidad de todo lo demás. Es la civilización que se inflige un suicidio.

Entonces, concebir el cuidado desde esta ontología relacional, desde cierto vitalismo, exige una epistemología que cuestione los dualismos del pensamiento occidental, entre ellos, el de sujeto/objeto, individuo/sociedad, cultura/naturaleza, cuerpo/alma, entre otros. La relacionalidad implica que lo que daña el cuerpo daña la psique, la mente, nos enferma, nos perturba, intranquiliza; igualmente, que la angustia, los problemas de salud mental, la ansiedad, etc., deterioran y desgastan los cuerpos. Permite pensar también que el individuo ya está socializado, que siempre es social, que no está por fuera de las relaciones sociales y que éstas lo componen, pero, también, evidencia que el individuo influye y actúa sobre esa sociedad. Igualmente, no hay una naturaleza allá, afuera, como un Otro radical de la cultura. No. La cultura humana existe por mediaciones con la naturaleza, lo que ella es y ofrece, y en relaciones con los Otros. La cultura es producto de la acción práctica humana en el mundo. No hay historia y naturaleza: el ser humano tiene, en estricto sentido, ecohistoria.

Hoy es menos viable pensar la separación civilización/naturaleza, cultura/naturaleza. El calentamiento global afecta y consume a Gaia, a la naturaleza, la cual no es ese otro “puro”, “esencial”, “virginal”, incontaminado. La “naturaleza” está, más bien, historizada y afectada por las acciones humanas depredadoras y dañinas sobre el mundo.

Pensar el cuidado exige superar el fetichismo epistémico moderno que suele privilegiar un término de la relación. Por ejemplo, en el dualismo individuo/sociedad esta epistemología de la univocidad privilegia al término ‘individuo’. Así, se torna funcional al neoliberalismo que exalta un tipo de individuo, lo concibe como un héroe de sí mismo, sin limitaciones, superpoderoso, superhombre, a la vez que irresponsabiliza a las estructuras sociales de los daños que ocasiona. El resultado: individuos dañados psíquicamente, autoculpables, infelices, con baja estima, porque no pudieron dar respuesta al sistema de expectativas de la sociedad neoliberal actual. El cuidado excluye, por tanto, el solipsismo neoliberal, por eso implica superar esas rupturas, esos binarismos epistémicos, y exige un pensamiento más amplio, complejo, relacional, ecosistémico.    

Somos hijos del cuidado

Los humanos somos hijos de un cuidado específico, afectivo, material, intenso, extendido en el tiempo y en la extensión de nuestra piel, de nuestro cuerpo; somos constituidos por él, equipados por esa forma de protección que nos dan las madres, los padres, la comunidad, los otros. El cuidado es esa condición de posibilidad que nos permite entrar en el mundo, vivir con otros; el cuidado nos posibilita luego aprender, conocer, pensar, nos prepara y nos sostiene para ello. No hay conocer, pensar, crear, sin ese cuidado previo. De ahí que, como nos dice la filósofa Laura Quintana: Cuidar es la “necesidad de mantener la vida […] como forma de apropiarse del mundo y de reformular la existencia […] Cuidar es una actividad táctil y pasa todo el tiempo por la piel”.

Esta imagen del hijo para pensar el cuidado es valiosa, se puede asumir analógicamente. En primer lugar, porque cuidar es relacional, presupone cierta proximidad, la cercanía, la empatía afectiva frente al otro; en segundo lugar, porque de esa relacionalidad se derivan un conjunto de acciones que buscan mantener, proteger y potenciar cualitativamente la vida. Es la vida misma la que está en juego bajo el cuidado, es el existir, el vivir. Es algo que incluso está inscrito en la genética de muchos animales: se da la vida al cuidar y al proteger la vida de las crías, con tal de que sobreviva y reproduzca la especie en el tiempo. El cuidado tiene que ver, entonces, con el sentido que todos tenemos de perseverar en el ser, de auto-conservarnos.   

Cuidar implica extender ese trabajo cercano, táctil, hasta erótico, que se tiene con los cercanos, hacia los demás. Dada la relacionalidad y la interdependencia de la sociedad debemos asumir que “soy porque somos”, y, por lo tanto, que cada uno de los miembros de la sociedad, de sus ciudadanos, debe tener un derecho igual a ser cuidado. Aquí, cuidar es atender al otro, a la sociedad, es cuidar al mundo y velar por que las vidas de las gentes florezcan y den frutos pues cuando cuido la naturaleza me estoy cuidando; y el cuidado de sí, el autocuidado, exige, relacionalmente, cuidar del mundo. Es algo recíproco. Valga decir de paso, que el autocuidado, hoy desfigurado por el marketing, la moda, la cultura fitness, el consumismo, nada tiene que ver con el heroísmo individualista neoliberal. El autocuidado, bien concebido, implica una conciencia de la importancia de proteger mi cuerpo, mi psique, de tener bienestar integral. Es un cuidado corporoespiritual. No implica, de ningún modo, un acto egoísta depredador.

El cuidado es activo, se desmarca de la huida de la realidad, del exilio del mundo, y por eso lucha contra la devastación ecosistémica, el capitaloceno, la contaminación, el desastre ambiental, el posible colapso civilizatorio. Por eso, defender el cuidado es, en el actual nivel civilizatorio, una herejía, un acto rebelde que busca desestructurar y cambiar las reglas del reparto desigual de las oportunidades. La democratización del cuidado exige, entonces, marcos de cuidado nuevos, extensivos, amplios, institucionalizados.  

Hacia una política de los cuidados.

En un libro reciente de la filósofa argentina Luciana Cadahia titulado República de los cuidados. Hacia una imaginación política de futuro (Herder, 2024), se sugieren varios desplazamientos que implicaría esta “república de los cuidados”. En ese ejercicio de imaginación política, late el llamado a republicanizar los cuidados en marcos amplios de protección pública. El cuidado no es solo algo privado (autocuidado), lo vimos en la pandemia: involucra a los demás, a los coexistentes, por lo tanto, tiene que ver con la vida en común y, justo por ello, debe ser objeto de atención por parte de los comunales y también del Estado.

Es cierto que ya en el nacimiento del Estado moderno, y en los procesos mismos de estatalización, existía algo así como una política de los cuidados. En eso que Foucault llamó biopolítica, ya había una atención por la población, las enfermedades, los nacimientos, las epidemias, las muertes, etc. De hecho, el Estado cuidaba los cuerpos para hacerlos productivos, los normalizaba para adaptarlo a la nueva lógica capitalista. El cuerpo se convirtió en objeto de la biopolítica. Es el cuerpo y el sudor los que alimentan el nuevo orden estatal con sus demandas de soberanía. Desde esa época -y hasta hoy- no atender al cuidado significaba para cualquier Estado la posibilidad de que el “orden colapse”. Al respecto dice Boris Groys en su librito Filosofía del cuidado: “el requisito de estar sano es la exigencia básica y universal que se le impone al sujeto contemporáneo […] la exigencia de mantenerse sano rige sobre todos estos cuerpos por igual. Solo en la medida en que el cuerpo se mantiene sano puede su sujeto contribuir al bienestar de la sociedad – o la transformación de esta”. Entonces, la política, la posibilidad de hacer la guerra, el crecimiento económico, el funcionamiento de la división social de trabajo, la satisfacción de las necesidades alimentarias de un país…todo eso exige cuerpos sanos, requiere del cuidado. No hay vida social vivible sin los cuidados.

Por eso es por lo que en estos tiempos se debe recuperar el sentido reflexivo del cuidado y, más bien, contrarrestar la carga semántica que lo asocia al paternalismo, a la caridad. Al pensar de nuevo el mundo, al pensarlo relacionalmente, de manera vitalista, nos percatamos de que el cuidado no es una dádiva, un regalo del Estado, de las instituciones. No. El cuidado es un derecho. Debe existir un derecho al cuidado, positivizado, materializado en múltiples instituciones (¿un Ministerio del cuidado?) que cuide y proteja la vida de los niños de la calle, de huérfanos de la guerra, que garanticen su alimentación, su bienestar mental, su derecho a la salud, los últimos días de los viejos. Un marco de cuidados para proteger y potenciar la vida de todos aquellos que se quedan al margen del trabajo, del llamado desarrollo y del progreso; cuidados para todo aquel ciudadano que lo requiera: marcos de protección en salud, vivienda, educación, alimentación básica. Desde luego, esta política de los cuidados no va en contra ni es incompatible con otras apuestas sinérgicas, vitales, de comunidades que se auto-cuidan.     

Para cerrar, digamos que instaurar la república de los cuidados, como proyecto político implica, varias cosas:

1º. Reconocer y aceptar nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, al lado de la incertidumbre y nuestra finitud. La vulnerabilidad nos atraviesa, nos constituye. Dice Joan-Carles Mélich: “Somos vulnerables. Nuestros cuerpos no pueden eludir las heridas, que tal vez cicatricen pero que nunca se curan […] La vulnerabilidad forma parte de las entrañas de la condición humana, es una estructura”. Aquí es necesario prestar atención al problema de la salud mental, la depresión, y todos esos entramados afectivos sociales que se corporizan y dañan los cuerpos, para decirlo con la filósofa Laura Quintana. Digamos, también, que es necesario politizar la salud mental y así visibilizar los efectos dañinos sobre la corpo-psique que producen las estructuras sociales y el neoliberalismo, daños que se epidermizan en los sujetos.

2º. Exige deslegitimar el neoliberalismo, su lógica consumista, despilfarradora, depredadora  y anti-vital, que justamente fagocita al planeta, la naturaleza, destruyendo a Gaia.

3º. Reivindicar lo público y lo común, lo colectivo, por encima de los egoísmos corporativos que acaparan el bienestar y excluyen a la gran mayoría de ciudadanos.

4º. Desfeminizar el cuidado en el entendido de que cuidar es una actividad que puede ser realizada por todos, por las instituciones, los hombres, distintos trabajadores, asociaciones. Se trata es de incorporar las demandas del feminismo en una pretensión universalizante que amplíe la calidad de vida de las personas. De paso, esto lleva a

5º desdomesticar el cuidado, pues esta no es solo una labor realizada por la mujer en el espacio privado, doméstico, tal como se ha concebido usualmente, y como está instalado en el sentido común. El cuidado pasa a ser, más bien, una política pública de largo alcance.  

6º. Se necesita también desmedicalizar el cuidado. Es cierto que debido a la pandemia el imaginario colectivo rodó entre ciertas representaciones: desde sujetos prestadores del cuidado (camilleros, médicos, enfermeros y enfermeras), instituciones (clínicas, hospitales, instalaciones especialmente adaptadas) hasta un nivel más político y técnico (ministerios de salud, secretarías de educación, etc.), pero la política del cuidado como se plantea aquí es más extensiva y abarca otros ámbitos como la educación, la vivienda, la atención de desastres.

7º. Tener presente que el trabajo del cuidado es improductivo, es decir, no crea nuevo valor y no está directamente aplicado a la producción social en términos de Marx. Ahí están todas las actividades relacionadas con el pago de servicios profesionales al abogado, al médico, los lazos de solidaridad, “las redes de ayuda y asistencia mutua, la extensión de los saberes comunes y de los conocimientos prácticos”, pues todas estas actividades consumen el trabajo en su ejercicio, de manera total, no deja un excedente, “no pueden adquirir forma de mercancía” y “cada una tiene un valor intrínseco”, como nos dice André Gorz. De hecho, pensado desde la biopolítica, el cuidado como trabajo improductivo es el que hace posible todo el trabajo productivo y las actividades sociales como ya se indicó atrás, pues sin cuerpos sanos no hay economía.

  8º. La política del cuidado no es algo excepcional, para atender epidemias, pandemias u otros acontecimientos inesperados que pongan en riesgo la vida de las personas. Debe ser algo pensado a largo plazo, bien planificado y sostenible, plenamente institucionalizado. Hay que tener en cuenta con Cadahia que en realidad “toda actividad humana implica una dimensión afectiva y el cuidado”.

9º. Recuperar al Estado y re-estatalizarlo. La pandemia evidenció que los poderes privados no se hicieron cargo de los cuidados o de los enfermos. El andamiaje institucional, las políticas públicas, la financiación estuvieron a cargo de los Estado. Desde luego, el sector privado intervino y trabajó de la mano del Estado para poder, por ejemplo, mantener la productividad y así evitar desabastecimientos o crisis económica, pero la carga principal la tuvo el Estado. Lo que han mostrado las crisis económicas desde el 2008 y la pandemia es que el Estado sigue estando ahí, como el dinosaurio dormido, pero al que se le exige que se despierte en estos momentos de excepcionalidad. En esos casos, el mismo mercado pide una tabla de salvación y desaparece la fantasía del Estado mínimo. Esta re-estatalización significa reestructurar el Estado, no significa promover, pues, un “Estado pulpo” que lo abrace todo con sus tentáculos imposibilitando u obturando la retroalimentación positiva por parte de las organizaciones sociales, las asociaciones profesionales, las comunidades mismas.

En fin, materializar la política de los cuidados exige imaginación, creatividad, y aventuras de un pensamiento que busca otros horizontes para hacer posible la vida en el tiempo que viene. Implica pensar el colapso civilizatorio, el problema demográfico, el consumismo, el fin del trabajo debido a la automatización, la redistribución de la riqueza social; invita a pensar, igualmente, en una ecológica radical y en formas de vida distintas, alternativas. En fin, asumir optimistamente que el límite de la imaginación es el límite del mundo por venir.

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