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Ecos del Maracanazo: Barbosa, el arquero maldito

Moacyr Barbosa, el portero de Brasil, de espaldas, impotente ante el disparo del uruguayo Schiaffino en la final del 50. Fue el primer gol de Uruguay.

Fernando Araújo Vélez

Las pancartas de la celebración ya estaban listas para colgarse por todo Río de Janeiro. Los diarios con la noticia de que Brasil había ganado la Copa del Mundo se habían impreso desde la mañana de aquel domingo, 16 de julio de 1950. Debajo de la franela blanca de la selección, los jugadores llevaban otra con letreros alusivos al título. Había fiestas preparadas por toda la ciudad, y más fiestas en São Paulo, en Belo Horizonte, en Manaos y Campinhas y Porto Alegre y Salvador de Bahía. Incluso había fiestas y borracheras en el estadio Maracaná, donde en la tarde Brasil ganaría, por fin, la copa Jules Rimet.

Pero el partido de la celebración fue el partido de la tragedia, el partido que nunca más se olvidaría y que marcaría por años y años a jugadores, hinchas, periodistas y demás. Uno de ellos, un fanático obsesivo, un apasionado sin nombre, sintió que la derrota de Brasil era su derrota, y su derrota fue tristeza, y su tristeza fue rabia, la rabia de una ilusión acuchillada. Su rabia fue odio, y su odio lo llevó a perseguir durante 50 años a un hombre, un simple arquero de fútbol al que le anotaron los goles que no podían anotarle, hasta verlo morir.

Ese hombre le dio un triste y siniestro sentido a su vida dos días después de que Brasil perdiera la final de la Copa del Mundo de 1950 ante Uruguay por 2-1. Como no podía acabar con el mundo, y menos aún con el fútbol, decidió transformarse en una sombra amenazante para Moacyr Barbosa, porque, según él, Barbosa, fundamentalmente Barbosa, había sido el responsable de la derrota pues los dos tantos uruguayos, de Schiafino y Gigghia, eran evitables, más que nada el último, el de Gigghia, un disparo cruzado, al palo que él debía cuidar, un disparo lento, manso.

“Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí”, recordaría con el tiempo Barbosa, ya como villano de la película. Alguien tenía que cargar con el rótulo.

Sereno incluso en los momentos más difíciles de su vida, temerario dentro de los campos de fútbol, agudo como pocos en sus comentarios, dios de la torcida del Vasco da Gama, creyó en un principio que el resentimiento con el que el hombre de bigotito a lo Clark Gable le mostraba y enrostraba el recorte de los diarios con los titulares del domingo fatal sería asunto de una semana a lo sumo. Sin embargo, pasaron las semanas y los meses, y el esmirriado fanático continuaba esperándolo a la salida de su casa para repetirle, cada vez con mayor sorna, el gesto y la agresión. El resentimiento del fanático no se aplacó jamás.

La suya, individual, única, pausada, constante, era, de alguna manera, la venganza de todo Brasil contra un hombre negro al que culparon de una tragedia que provocó suicidios, intentos de asesinato, depresiones eternas y culpas. Alguna vez, 40 años después de los sucesos de aquel 16 de julio, Barbosa dijo que a un criminal le daban como máxima pena 30 años y a él, por un supuesto error, lo habían condenado toda su vida a la ignominia. Se refería al señor del bigote, por supuesto, pero también a los cientos de miles de hinchas que sin escupirle le escupían, a una señora que en un mercado lo señaló para que su hijo de cinco años supiera que él había sido el hombre que hizo llorar a todo un país, Brasil, a los viejos que llenaron el Maracaná aquella tarde, a las mujeres que lo humillaron, a los periodistas que lo criticaron y a los políticos que lo olvidaron.

Porque antes del 50 Moacyr Barbosa era una especie de dios negro en Brasil, el primero de su raza en pararse bajo los tres palos de la selección. Amado, venerado, apetecido. El pueblo lo seguía adonde fuera. Le hacía pinturas, bustos de arcilla, versos. Durante el Mundial, su figura ya había llegado a la estatura de mito. Cuando salió a la cancha del Maracaná para jugar la final de la Copa, las tribunas corearon su nombre porque él era uno de los puntales del equipo que por fin ganaría un campeonato del mundo. Hubo pancartas con el Brasil campeão y su rostro, y banderas con su apellido. Hasta esa tarde, él, Barbosa, y Brasil, se habían paseado por el torneo regándolo de lujos, paredes, goles y triunfos. No obstante, tanta euforia y tanta convicción terminaron en desastre.

Brasil comenzó a jugar la final del 50 cargado de tensiones. Obdulio Varela, el capitán uruguayo, se encargó de multiplicarlas. Hablaba, les recordaba antiguas derrotas, les decía que no podrían con tantos nervios. El primer tiempo terminó cero por cero. En el segundo, Brasil encontró un gol temprano que debía relajarla, pero Varela, de nuevo, manejó el partido a su antojo. Tomó la pelota con las manos, se la guardó contra sí, le protestó el árbitro, demoró la reanudación y les dijo a sus compañeros que los brasileños estaban muertos. “Y los de afuera son de palo”, les repitió a sus compañeros, como antes de que comenzara el juego, cuando un directivo le susurró que con menos de cuatro en contra estaban cumplidos. Entonces el “Negro jefe”, hombre de los arrabales, de luchas sociales, reunió a su equipo y comentó que sólo cumplirían si salían campeones. “Los de afuera son de palo”, dijo.

Luego de la victoria, dijeron, dirían, Varela se fue a caminar por Río de Janeiro. Se metió en un bar. Vio llorar a tanta gente que sintió compasión, deseos de devolver la historia. Poco antes de morir confesaría que le hubiera gustado devolver le medalla ganada en el 50. “Los directivos nos utilizaron”, sentenciaría. Fue a él a quien le dieron la copa Jules Rimet, casi a escondidas, en un pasillo del Maracaná, porque el silencio y el dolor de los brasileños eran infinitos. Fue a él a quien abrazaron los derrotados, y fue a él a quien la Historia volvió inmortal, gloriosamente inmortal. Barbosa fue su contracara. Durante sus últimos años trabajó como cuidador del césped del Maracaná. Alguien reveló que se llevó a su casa los arcos que habían instalado antes del Mundial del 50. Habrá recordado, habrá maldecido, llorado, insultado.

 

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