El Magazín

Publicado el elmagazin

Donde termina mi nombre (Décimo segunda entrega)

* El Magazín publica la décima entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.   Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.  

Donde termina mi nombre

(Capítulos 26, 27 y 28)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

26  

Ella no solía ir a la cueva. Era el ámbito natural de Chapy, tan entusiasta del lugar, que siempre convencía a los huéspedes distraídos de visitarla. Yo no estaba distraído. Margaret tampoco.

Finalmente habían consentido quedarse unos días más. Laureen Bartles y Jason Morrow. Tengo la maldición de recordar perfectamente las cosas más estúpidas, en este caso a dos de las personas más estúpidas que he conocido en mi vida. Los recuerdo así, en bloque, los dos, nombre y apellido.

No desembarcábamos todavía y a la estúpida le dio un mareo o algo así. Con todo, bajaron y después de media hora de marcha llegamos a la boca de la cueva. Ella se puso a gimotear algo que tenía que ver con el miedo o qué me importa. Partieron de vuelta al Lodge, los estúpidos, junto a Chapy y su desilusión que se notaba en una hendidura que se le producía en el labio superior justamente en el sitio que a cualquier otra persona ante una decepción se le formaría una trompa, una saliente. Tal era el efecto de la falta de los incisivos, los de arriba.

Mi alegría no podía ser mayor, excepto por mi firme voluntad de mantenerla controlada. Hoy confieso que es tan peligrosa la alegría como los nervios y que en mí se parecen. Toman la forma de la idiotez, del discurso entrecortado o la respiración que atraviesa malamente una palabra a medio decir.

Confieso también que sé que las mujeres no nos ven; o mejor, ven en nosotros los símbolos que necesitan en ese preciso momento. Somos la representación de una necesidad que desconocemos profunda y totalmente. Desearía ser de los idiotas que creen que nos aman por lo que somos, que la candidez me durase aún en las incógnitas de una ruptura, de una retirada o en la decisión definitiva de poseer, la decisión primitiva de robar el objeto que no nos pertenece, pero que nos pertenecerá, porque sí, porque estaba allí, porque ahora me toca a mí.

En los momentos de mayor dolor es mejor mantenerse ajeno a los designios que nos marcó la mujer que ahora se marcha. Pero ahora no se iba  y yo hubiera dado todo lo que soy, lo que tengo, lo que pudiera haber sido por seguir el rol que esa mujer me había asignado. O mejor, para saber y mutar a lo que ella deseara desde entonces y para siempre.

Yo ya sabía todo esto y no podía permitirme el error de la lógica: Ella, tantos años olvidada de sí misma en la selva, yo una figura paterna o alguna imbecilidad  psicoanalítica de la peor escuela no dejaban de darme vueltas en la cabeza. No caería en esa trampa. Yo no sabía entonces, no lo sé hoy, por qué esa mujer estaba conmigo en ese instante.

El aspecto general de la entrada, un poco disimulada entre las hojas me borró las ganas de sonreírme de mi suerte momentánea. El orificio no tendría más de dos metros de diámetro, pero prometía abrirse como una gran bolsa negra. Teníamos enormes linternas, pero nos advirtieron que no ilumináramos al techo para no alborotar a los animales. Al recuerdo en mi nariz, se sumaba la humedad y contuve las arcadas con la esperanza de que mi olfato se anestesiara en breve. Inspiré con asco profundamente. Era eso o salir corriendo.

No sé cuál de todas las estupideces transmitidas por la humanidad incansable me borboteaban en la cabeza; la del decálogo del héroe o la del perfecto caballero. En realidad me sentía el primer hombre que habitó una cueva y que sólo era capaz de un gruñido, pero que ya sentía sobre sí la obligación de ser fuerte a los ojos de la hembra.

La cueva era todo lo siniestra que era. Un horror de piedra húmeda, barro y torres de mierda como estalagmitas, y ese olor quieto e insistente oradándome  como la cercanía del aliento una bestia hedionda.

Me acordé de King Kong, me sentí el tonto de Jack Driscoll, obligado a  macho alfa frente ante la bella Ann Darrow. El problema es que yo le temía seguramente más que ella, seguramente más que nadie, a los murciélagos. Temblaba como una hoja y ella lo advirtió.

– ¿Tienes frío?  -me preguntó compasiva.

– No- le dije mientras la tomaba del brazo para demostrar lo contrario y nos adentramos en la cueva. El olor era insoportable, familiar. Cada paso era una victoria, pero susurrada. Así, seguí unos cuantos metros más.

Ella resplandecía con luz propia, acordando con tantas cosas del paisaje de afuera. Esas flores brillantes y rojas y anaranjadas, esas mariposas de luz siempre brillantes, de día y de noche. Ella era con el paisaje. Pertenecía allí como cada uno de los tesoros naturales de ese paraíso. Ella era la musa de mi valentía. Me estaba sanando y yo me daba cuenta de que me estaba sanando. Los murciélagos me perdonaban en la oscuridad. Vi el perdón en sus ojos. Y yo la miraba a ella en toda la intimidad de su belleza y ella miraba a los murciélagos sólo con la aversión natural, sin más pesadez que la de acostumbrarse a ellos después de un rato. -Sólo al principio me dan temor- me confirmaba en un susurro que me apretaba la mano.

-No tengo frío. Tengo en mi mano el sentido de esta cueva. El miedo viene de la brevedad de las mariposas. De vos mariposa. De la dieta de mariposas de los murciélagos, siendo yo uno. De no tener nada para ofrecerte cuando te haya comido, Bella exótica de esta cueva. Tengo miedo de la bella de Morpheo de tu azul, de tus retinas en mis alas. Yo pobre ratón ciego que te sigo sólo por el azul destello de tus alas.

Cuando su cara de no entender nada de lo que yo decía se hizo más evidente, la besé y la dejé y volví a tomarla y a besarla y ella accedió encantada o aterrada que es lo mismo.

Diosa del sueño y de los sueños. Probablemente accedió a esa esencia de ese poema que no entendemos del todo, pero que cuando lo cerramos nos queda flotando por un momento como el olor que se escapa de las páginas de un libro viejo; del perfume que se escapa de un sueño en el justo momento en que nos despertamos; del de las sábanas limpias, de las sábanas después del amor, del  olor de los ojos de un sueño dulce, del perfume profundo y memorioso de atrás de tus orejas.

Eres…… Yo a veces me pierdo aquí- y no se refería a la cueva, ampliando la geografía con un gesto que abarcaba el Lodge, a Henry, a la selva, a las orquídeas, a la falta de Londres en la neblina de sus ojos, a los mismos huéspedes, siempre los mismos, al cansancio del cacao, a la erosión de  sus estudios, al óxido en cada clavo que sostiene su casa, a la humedad instalada en su ropa y en las fotos onduladas de todos sus amigos.

La miré con todo el amor del que soy capaz y supe del alcance posible de mi abuso, de ofrecerle un desierto y mi  Tesoro de la Juventud como todo homenaje como toda dote.

Nosotros, víctimas más o menos indolentes, ignorantes de lo complejo no sabemos nunca. Nada. Volvían estúpidos los razonamientos de las leyes de la atracción según yo. ¿Qué soñaste ratón ciego? ¿Por qué iba ser tu mariposa? Supe que ni la Biblioteca de Alejandría era suficiente para ganarme a la Mariposa. Mucho menos las solas enciclopedias de mi infancia.

La tomé sin embargo, con la única sabiduría de la fugacidad. La besé desesperado y ella casi puedo decir que se desvanecía, ¿o sólo eran sus huesos leves? ¿Me ganaría el tiempo la partida, o podía en un esfuerzo contra todas las leyes de la naturaleza y las mías detener el instante de sus ojos cerrados y  su boca abierta o la urgencia de mis pulsaciones, en el aire insuficiente de mis pulmones, en los latidos acompasados de mi erección? Se dobló mi Mariposa, como en una caída y sin embargo, sentía la resistencia de su amor arrepentido en algunos músculos fastidiados, que no están de acuerdo totalmente con sus movimientos. Quien sabe, me entregaba sólo su deseo. Era más de lo esperado. Mentira, yo esperaba todo. Tenía que acallarme. Volví al hombre profundo en mí y aplacé todas mis preguntas y me sentí en ella por todo el tiempo.

Todo ese tiempo fue mío. Fue lo que elegí que fuera cuando mi lengua la recorrió furioso en sus axilas, en la unión de su antebrazo con su ingle, la humedad nerviosa de sus dedos en el momento de buscar un refugio entre mi pelo, para aferrarse antes de la caída. Tirarle a mi vez el suyo, la nuca hacia atrás altiva y vencida. Mi ojo en la curva y hendidura, curva y hendidura, esa eternidad que recorre el espacio que media entre su boca y su mentón. El tobogán del cuello a los huesos que la unían entre sus hombros hacia los lados y se inflamaba mi aliento con la próxima estación donde me detendría como un loco sin saber si mirar o comer o vivir en sus pezones tan fuertes, tanto contraste con su piel extremadamente suave. Parecía un torso cambiado por efecto de la ausencia de luz. Sin irme de allí con la boca, la seguí con mis manos, y otra hendidura antes del vientre, tan suave, como tenso, como extraordinaria la evidencia de un eclipse que tuve que atravesar para llegar al otro lado del placer y hundir  hombre, boca, dedos, lengua en el último verso; entre sus muslos  húmedos que probé con todos mis sentidos y que empujé con toda la violencia el contraste de mi verga oleosa, vulgar y desesperada entre sus finos dedos que no la sentirían ni vulgar y sí desesperada guiándola a su sexo, el más divino desde que se creó el mundo, desde que en el mundo existiera la primera cueva creada, soñada; desde que la primera concha fue amada, desde que la primera concha fue gozada y lamida, arrebatada y violada.

Sentí que el placer me llegaba al dolor, sentí la prisión entre sus paredes que no se conformaron aunque yo ya me había rendido a  un espasmo. Entonces ella, me sacó de su adentro y con sus breves manos tomó mi verga muerta y todavía la escrutó y luego la besó en un beso leve que hizo que todavía se alzara como un acribillado que no termina de caer frente al asombro y la saña de un verdugo que no cede.

¿Debo decir que yo era el más feliz de los dos? ¿Debo decir sin embargo,  que había más plenitud en su rostro que en mi adusto ceño que ya pensaba en el día después? ¿Debo aclarar acaso -a los más descreídos, a los que nunca se animaron, a los que nunca han podido, a los que miran desde afuera, a los que sólo lo han leído en  libros-  que obligo a mi memoria cada día desde entonces a repetir la hondura de esa cueva?

Debo aclarar, a los que se conforman, que tuve y seguiré teniendo sexo cuantas veces pueda desde entonces, pero que esa será la medida de mi satisfacción. Que si hay menos lo sabré sin poder darle remedio. Que la adivino a ella y a mí  en las últimas imágenes de mí, moribundo. Que me lleve el infierno, que no podrá quitarme el calor, la tibieza de su cuerpo.

Que no hubo nada que no se sometiera a una nueva mirada; nada en mi historia que no hiciera sino confirmar y construirse alrededor de ese sexo. Que supe quién era y qué deseaba y qué podía y a qué renunciaba.

 

27

Sería la segunda taza de café  que se le helaba a Armando después de sorberlo sólo en la superficie. Me dijo que no se sorprendió cuando el hombre apreció por detrás y le hizo notar su presencia sin decirle una sola palabra.

– Te tengo un recado.

Con un gesto, Armando le indicó un taburete enclenque a su lado.

– Voy a contarte algo que seguramente sabes, pero necesito que manejemos la misma realidad, de lo contrario las cosas pueden salir  todavía peor que hasta ahora.

Armando lo miró como quien sabe que nada bueno viene a continuación. Con Bordas tenían una feliz connivencia. Ni siquiera de manera regular, el policía le pedía un poco de dinero -Para esos gastos sabes- y la mayor parte de las veces era para decirle que se estuviera quieto un temporada o de cuáles turistas tenía que alejarse.     

-Estos gringos creen que esto es Haití. Nos van a delatar con sólo andar fumando y volándose por ahí. Y si les preguntan, no tendrán miramientos en señalarte.

Después seguía todo igual, en temporadas de baja, Armando hasta había llegado a trabajar en la construcción, tan versátil era.

Pero el asunto que lo llevó a Bordas ese día a hablar con él era de muy distinta índole.

-Cuando su  madre murió, Chapy todavía no caminaba.- Armando lo miró desconcertado, si es que sus ojos podían ser más grandes- Lo han criado por allí, algún familiar, alguna negra piadosa. La cosa es que lo educaron en la superstición… ¿Has visto que nunca se mete al mar? Tiene miedo de enfermarse de pulmonía. ¡Pulmonía aquí! En fin, que también le gusta tomar de más– Y lo miró cómplice como cuando se intimida-

 Era famoso. Abría las botellas de cerveza con los dientes. Las propias y las ajenas. Bien.-Bordas se tomaba su tiempo para contar, creo que lo saboreaba o es la lengua de los viejos que se mueve inquieta en una boca de dientes ajenos.

– Le decían: -“Chapy, negro, ven con tus dienticos, ven negro, muéstrale al señor cómo abres chapas con tus dientes”, -y Chapy abría- ¿Alcanzaste a conocerlo entonces? Abrió y abrió hasta que se le cayeron. Se le fueron con la última tapa que abrieron sus dientes. Es curioso, no sé a qué responde “Chapy”, su nombre lo sabrá él y pocos más. Pero le dicen Chapy desde pequeño. Como un anticipo de su accidente, quizás. Quizás aquí todos saben todo. También sabrán de nuestros accidentes futuros. Bien, el caso es que perdió sus dientes como quien cree que pierde  el alma. Los enterró. Tiene un santuario allí, en la selva. Esos dientes son la marca registrada y los necesito. Tú me los traes y te dejamos seguir trabajando como agente turístico sin problemas.

– Nunca tuve problemas para hacerlo. ¿Tengo que parar un tiempo, como siempre?

-Ahora sí hay problemas. Ahora vas a hacer lo que te pido.

– ¿Cuándo los quiere?

Armando me contó que  se había puesto nervioso. ¿Qué tenían que ver los dientes de Chapy en todo esto? Me lo preguntó, como si en su encierro, en la tozudez de la repetición yaciera la respuesta.

-Armando, dejame pensar. Callate un poco-  Mientras trataba de usar la cabeza con un poco de lucidez, me interrumpió:

– Me has traído mala suerte, español– Que me hubiera confiado todo lo ocurrido me conmovió y  la vez me comprometía con una información que en adelante debería administrar muy bien. 

Llamé a Binns, que vino tan pronto como pudo. Empezaba a nublarse y ese calor, al que ya casi lograba acostumbrarme, me apretaba con especial saña. Sabía que en ese lugar, resueltos mis problemas que arrastraba de tanto y tan distinto tiempo, podría agradarme al punto en que la necesidad de retorno no se manifiesta.

Cuando viajo suele pasarme que cumplo un ciclo dialéctico: etapa de rechazo y de falta de orientación frente a lo desconocido; otra de enamoramiento, digo del lugar donde estoy y finalmente sé que tengo que volver y entonces llega una síntesis de la memoria de las obligaciones, que no está tan mal el departamento donde vivo, que todo me espera. Sin embargo, no encuentro un solo motivo para mi vuelta. Podría quedarme aquí. Enseñar. Ser el maestro que he olvidé. Me gusta ver en la gente ese gesto de descubrimiento; cuando algo se manifiesta en sus conciencias por primera vez, la cara del placer, la felicidad que aparece en sonrisas.

Binns me sacó de la ensoñación sin mediar su habitual gentileza en el trato. Me di cuenta de la urgencia, me di cuenta de la gravedad.

– …las fotos del asesinato de Elena Orobio.

– ¿Quién es Elena Orobio?

– Alguien a quien todavía extraño –dijo sin más explicaciones.

– Usted las quiere.

-Yo las necesito, pero no saben que las estoy buscando. Están seguros de que el viejo las guarda y quieren extorsionarlo.

– Creen que si lo acorralan con algo que yo desconozco, pero que sea contudente, Livingstone va a entregarlas.

Armando que se había mantenido casi ausente intervino: – Quieren acorralarlo con un hijo no reconocido. Con Chapy. Si lo logran, él es el heredero de todos sus bienes, aunque el viejo tuviera otros planes –y miró a Matías fijamente. -¿Saben lo que hizo el cabrón de Bordas? Los dos se miraron y Armando saboreó ser el único con la información correcta. -Le mandó al viejo una cajita por correo con los dientes de Chapy- Binns y yo nos miramos atónitos.

– He visto eso en una película- agregó al tiempo Binns buscando una salida a semejante revelación.

– Lo único que quiero es seguir trabajando. Yo vivo aquí, así es que ustedes dos tienen que arreglar este problema, que no tiene nada que ver conmigo. Ustedes traen mala suerte –insistió Armando.

 

Ciudad vieja. Acrílico de Felipe Schefer.
Ciudad vieja. Acrílico de Felipe Schefer.

28

Cada actor tiene un compromiso con la obra. Así,  cada uno sabe que sin cumplir con su parte, el juego no termina. El juego late entre jugada y jugada como un cubilete somnoliento que da innecesarias vueltas para descargarse los dados de encima. El juego sigue al reloj de arena que no fluye urgente una mañana; sí unos años tan lentos como olvidados.  En esa continuidad, no importa el tiempo de indiferencia que se toma cada historia. Un día despierta y anuncia que sigue.

El final o el principio del juego. La última serie de saques de un partido de tenis. Iguales. Van a tie-break. Parece el principio. Parece cero a cero. La inocencia del principio. La limpidez de todo posible. Pero los fenómenos han lanzado ya todas las combinaciones y determinantes. La brecha es un punto imperceptible en las dos caras de una cinta de Moebius. No hay antagonismo; la brecha es la diferencia mínima.

En ese lugar suceden los hechos.

            Los más atentos esperan siempre alertas. El resto, vive en una fortaleza tan precaria como inexistente y sostienen voluntaria e inútilmente un bunker suicida. Unos  y otros. Nadie retrocede. Todos saben que es tarde. La diferencia es cómo se enfrenta. Estar de pie, estar de frente. ¿Es algo que se elige? ¿Hay un momento en la vida?

He asistido a ese momento en las infancias de los niños. Las noblezas y las cobardías no se heredan ni se imitan ni se aprenden de los padres ni de los libros. He asistido a la epifanía de un pequeño que un día no permite que le peguen más,  también he visto el placer irreversible en un diminuto hijo de puta que sienta a un compañero de un golpe como quien sienta un precedente de por vida. Lo he visto en los ojos de todos ellos y también vi un día el horror y el resentimiento de un apaleado que no tardaría en aprender cómo se devuelven los golpes a mansalva, con la crueldad crecida, con el horror disparado en todas direcciones. Hay un odio que se amasa, un dolor que espera detrás de una reja. Son formas que aprenden a esperar.

Nunca entendí a aquellos que afirman que el devenir, la sucesión de hechos se produce por amor, por poder, por dinero o una combinación de todas ellas.

 Yo que soy la Historia, solamente diré que la venganza es el motor. Solamente coincidiré con los humanos en esto: la venganza, como un sólido mecanismo de relojería, se consuma  usando poder, amor o dinero; cuando es el  sustituto de alguno; el de todos, o el bálsamo para el dolor y el odio. Así se gesta el devenir. Móviles. Todos hemos pasado por alguno.  Más que un móvil, la venganza es la locomotora de todas las intenciones. Cuando ni del amor, ni del poder, ni del dinero se consigue nada, entonces llega el alivio casi cristiano en su concepción, de dar al atormentado el consuelo posible, el último –ese plato que se come frío- como el gazpacho, como el ceviche-  y a ver, si no se trata de un  manjar. Frío, como el champagne, como el postre. A la postre.

Juan Miguel Binns había aprendido la paciencia de los cadáveres. Podían pasar muchos años entre la muerte y su descubrimiento y sin embargo, los muertos se quedan con ganas de hablar, será la inercia, pero es difícil que un muerto se vaya sin decir lo que debía o suponía que debía decir. De allí las infinitas historias de los fantasmas, que no descansan en paz hasta encontrar un testigo de sus últimos mensajes, de la última mirada de su asesino  o del escondite del arma descansada en el limo profundo del río donde aguarda la corrosión, o el tiempo, el olvido o su opuesto, la venganza.

Lento y seguro como los efectos del alcohol, Binns sabía que había cuerpos en el mundo que lo esperaban. Algunos de ellos, incluso, vivos de momento.

¿Cuántos años llevaba desde que el gobierno de Panamá había cerrado la causa del Día de los Mártires? Al más paciente de los involucrados ahora también se le había cerrado la última puerta.

Era claro, que entre los restos de Bölke no iba a encontrar ningún indicio de dónde Oswald había escondido las fotos. Es decir, primero los yanquis habrían manipulado el cadáver, claro, luego de asesinarlo. Luego lo habría hecho el propio Livingstone, que no quería dejar ningún cabo suelto para favorecer sus negociaciones con la CIA.

Hábilmente, Livingstone había desviado la atención con el uniforme, para que pasara a ser más una paradoja histórica más digna de ser resuelta por el Museo Smithsoniano que por la policía. Los museos guardan esa vocación por la fidelidad de un crimen y,  exhaustivos, pueden pasar sus vidas alrededor del esclarecimiento de una sola muerte; una interesante. Eso no quiere decir que casi invariablemente, las conclusiones las guarden para sí.

Binns visitaba a Fidelina Negrete de tanto en tanto. La mujer era testigo de su amor por Elena y cuando el alcohol le apretaba las ganas, él recurría a ella como un devoto al santuario. Dueña de una memoria prodigiosa, Fidelina le contaba siempre lo mismo. Era su  ritual contra el olvido

-No se ría, Fidelina, ¿es cierto que ella amenazó con dejar el colegio y seguirme a Birmania? -¿Cuántas veces se lo he dicho Juan Miguel?; una sola palabra suya…..Esa palabra suya que nunca llegó a tiempo y que podría haberla salvado.

Esas historias que aunque se repiten desde siempre, la perspectiva no hace más que señalar el absurdo de un amor que se abandona. ¿Cuánto amor se deja pasar? ¿Por qué sucede que el coraje tantas veces no llega a tiempo, que no hay posibilidad de cambiar el lugar desde donde se mira? ¿Vamos a culpar al tiempo? ¿Cuánta pasión sigue de largo con alguna leve justificación, que con los años se vuelve más absurda aún?

Entonces, en la vejez, esas lágrimas de un anciano casi inmóvil en su silla saben que ahora serían diferentes. ¿Cómo no se ha de temer a la muerte si sólo se recorre la mitad del camino?

Juan Miguel Binns dejó que su deuda más dolorosa fuera Elena Orobio, devenida en alcohol. La dejó en Panamá. La dejó enseñando y era tan buena haciéndolo, porque sus estudiantes la seguían y de ella, de las cosas que decía se fíaban y si ella decía como solía llamarlos – Muchachotes. ¿Cómo quieren vivir mis muchachotes? ¿Toda la vida con los gringos de mierda exprimiéndonos el Canal?- Y ellos la seguían a las manifestaciones pacíficas y los zooners  que temblaban por un grupo de muchachotes un poco soñadores y un poco gritones que plantaban banderas panameñas en vez de cosechar bananas. ¿Quién mierda les había hecho creer que eso era suyo?; Que te quites, que te vayas, que te disparo. No se mata. Aquí no se mata nadie. Quítese señora, No me quito.

Nadie lo podía creer y por esos años Binns  recién se enteró tres meses más tarde. Seguía en Birmania ocupándose de otros muertos.

Binns sabía que las fotos del Canal que había tomado Oswald Bölke, le habían sido confiscadas o robadas tiempo atrás, pero quedaban otras. Uno de los estudiantes que había presenciado la masacre, le había confiado los negativos de la muerte de Elena, la del momento del disparo. Era una de esas fotos que gana premios en las revistas estadounidenses y que quedan como el único e icónico testimonio de miles de ejecuciones. Un niño ejecutado en Vietnam, en la tapa de Life ¿había evitado que ejecutaran a otro en Irak? ¿En Afganistán? ¿En Birmania? A todos los invisibles ejecutados, a los ignotos, a los poco célebres que recibían su balazo en la inocencia más silenciosa.

Para Binns había una sola manera. Una sola persona posible. Elena era su última carta en una vida dedicada a la desesperación, a lo fútil de haber encontrado y demostrado miles de asesinatos sin que mediara a veces una sola reacción de las naciones poderosas que se perdonan unas a otras y juegan con los cadáveres a los dados; un pozo petrolero, un yacimiento de diamantes, una gran fuente de entradas económica por la venta de armas, un pedacito de Paraíso en el Caribe.

Jamás le perdió el paso al asesino de Elena. Sabía todo de él. De su familia. De su conciencia vuelta un jardín precioso cultivado por él mismo, los sábados, buena parte de los domingos, arrancando cuidadosamente la maleza.

Demasiados crímenes en toda su vida. Si Bölke, el vivo no lo ayudaba, lo ayudaría el muerto. Un hombre rompe pactos y  es éticamente responsable por eso. En este caso, lo asistía además la convicción de que los juramentos se hacen justamente para que nada cambie. Para guardar silencio acerca de crímenes sin posibilidad de resolución. Las agencias de prensa agradecidas. Que el Smithsoniano, la Embajada de Alemania y el gobierno de Panamá estuvieran involucrados en el encubrimiento de un asesinato era una golosina imperdible.

Alguna vez, y se reía para sus adentros por la inocencia e irresponsabilidad de sus pensamientos, alguna vez alguien pagaría por su alcoholismo, alguien pagaría por quitarle a Elena, alguien tenía que pagarle por el desprecio que había recibido por parte de sus pares, peor, por parte de sus hijos cuando el alcoholismo lo dejó tirado en un Hospital cualquiera

Sin embargo, todos tienen un motivo para pensar diferente. Fidelina cursaba un cristianismo del perdón y del olvido. El de la Virgen, la madre protectora que hace cualquier cosa para que sus hijos no peleen. No peleen y menos que se maten. Ella adoraba a su amiga Elena, pero no le perdonaba que en la arenga, hubiera expuesto a esos jóvenes a morir. Es cierto, era demasiado, era inesperado, pero ella había guiado al sacrificio inútil a la porción más soñadora  de una generación.

Por otra parte, quedaban los vivos, aquellos a los que va dedicada la lección. No puedes oponerte a lo que ya existe. Las cosas son así. Aprende de ellos y no se te ocurra meter la nariz en asuntos que no te incumben. ¿Acaso no puedes seguir trabajando? ¿Acaso no estás en la escuela para estudiar?

Después, mucho después del silencio que Binns y Fidelina dedicaran para sus más íntimos pensamientos, la charla siguió su curso normal, gentil y armonioso que se mantiene entre personas civilizadas, educadas que no deben, que no pueden romper con la inercia de lo que no debe decirse. De lo que no se dice porque no es lo que se espera de uno. Lo que ni uno espera de sí mismo. En el caso de Binns, era, simplemente preguntarle a Fidelina quién tenía las fotos. Pero ni siquiera podía llegar, unir la pregunta a la sabedora de la respuesta. Así se escapan los mejores interrogatorios. Así deja de saberse lo que es fácil. Así se tornan los enigmas en piezas complejas; en una cripta inaccesible.

En el caso de Fidelina su responsabilidad era amparar al dolido. Tomar su mano, sugerirle la vuelta a la vida. A sus hijos, que lo amaban. Que estaban vivos.

“Sus scons siguen siendo los mejores”

“Los hago de memoria, Juan Miguel, de memoria.”

Comentarios