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Donde termina mi nombre (Décima entrega)

* El Magazín publica la décima entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

 Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 21, 22 y 23)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

21 

A propósito, se me ocurrió que Henry era una especie de personaje, un poco distinto, un poco igual al de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Se lo dije. Su asombro no podía ser más evidente. Su madre, en una de sus últimas cartas, le había sugerido que leyera esa novela. No la había conseguido en castellano. En su lugar, a Margaret le había ido mejor en su búsqueda y ya tenía leído el ejemplar en una traducción al inglés de Emil Tacchiara. Fue con ella, entonces que no pudimos evitar los comentarios entre similitudes y diferencias. Más me sorprendió aún, la certeza de que ella tenía una visión muy particular de Los pasos…. Margaret había interpretado que el personaje, se parecía más a un latino destrozado por los efectos de un destierro obligatorio  que al curioso latinoamericano felizmente confundido en la búsqueda del buen salvaje que felizmente lo habitaba. Por otra parte, creo recordar que la intención de Carpentier además era el mandato de dejar atrás la asquerosa podredumbre que alberga la civilización en las grandes urbes. Hoy no estoy muy seguro de lo que quiso decir. Debería releerlo. Sin embargo, los dos coincidimos en una cosa: de allí -de dondequiera que alguien se va, no vuelve- no se vuelve. En realidad, decidí que fuera uno de esos espantosos errores de un mal traductor. En realidad sentí una inmensa necesidad de coincidir con ella.

El resto de los comensales eran tres parejitas de estadounidenses entre los veinte y los treinta, universitarios. Se hablaba inglés. Yo era el que menos sabía, me costaba entenderles a todos, exceptuando a los dueños de casa y su acento británico, tan amable ya  que diferencian una palabra de otra.

En cuanto la conversación tomaba un cariz un poco más profundo, más interesante, los yanquis se quedaban en babias. No dejó de asombrarme ni un minuto, la superficialidad de sus conocimientos de historia, geografía o arte, aún cuando por cortesía sólo nos refiriéramos al país de ellos. Así, terminábamos hablando los tres solos, cada noche, después que pasaba el momento de las anécdotas del día o de las de huéspedes anteriores. Todo material digerible para el público mayoritario era tema para el principio de la cena y su transcurso. Con el último bocado se levantaban de la mesa, saludaban y se iban, puesto que tampoco conocen la ceremonia de la sobremesa. Eso lo contaron ellos mismos sin ningún dejo de ironía. Ni siquiera con los años, cuando sus culos se vuelven más gordos aún, aprenden a disfrutar de los placeres de una buena charla con el estómago lleno.

Una noche, en la estaban más achispados que de costumbre, pidieron permiso para fumar un porro. Todos se unieron, aunque Henry y Margaret muy amablemente declinaron cuando les llegó el turno de la ronda. Sólo por una cuestión de cortesía y cierto pudor generacional, decliné el convite.

Uno de los muchachos, quizás el más soso de todos, que contra todo pronóstico resultó que se dedicaba a la actuación contó que él y su pareja se habían desorientado en una caminata breve antes de la cena y les preguntó a los anfitriones si alguna vez alguien se había perdido.

– Un matrimonio– comenzó a recitar Henry- hace dos años. Habían hecho la excursión previamente con Porfirio y Chapy como guías, subiendo por la selva, al mar, las siete millas otra vez por la selva, Red Frog, etcétera; la misma que ustedes hicieron ayer– aclaró. –Nos avisaron que al día siguiente repetirían el paseo, pero esa vez querían hacerlo solos. Salieron un poco más tarde de lo que nosotros sugerimos. Aún así se fueron. En algún momento perdieron las referencias en el medio del cruce de la selva. Por lo que contaron,  suponemos que fue cuando ya habían comenzado el descenso. Oscureció en un día nublado y no hubo luna ni estrellas esa noche. Se pelearon un poco entre ellos, discutiendo cuál sería la dirección correcta– y miró a Margaret, que le devolvió la sonrisa- pero después trataron de calmarse mutuamente y decidieron que ya era muy tarde, se les había acabado el agua y en esas condiciones, lo mejor sería descansar. Para sumar a su desgracia –arreció Henry– empezó a llover. Tenían mucho frío y la falta de luz era su mayor temor.

Y lo que no sabían era que estaban muy cerca de la casa de Livingstone; a quince minutos– interrumpió Margaret que llevaba ya algunos años allí y habría incorporado exitosamente la medida del tiempo para referirse al espacio,  la que a mí también cada vez me resultaba cada vez más familiar. Entonces yo le dirigí una sonrisa extranjera y cómplice.

Sí. Nosotros llamamos a Livingstone por radio entre las tres y media y las cuatro de la mañana y el viejo zorro nos dijo muy convencido: -“Si están muertos, ya no importa. Si no, pueden esperar dos horas a que amanezca y allí le pediré a los muchachos que los busquen”– Hubo carcajadas, pero otros mostraron gestos indecisos entre la risa y la desaprobación.

No tengo dudas que cada uno de nosotros, muy en su interior se pensó perdido y soportando esa misma respuesta como todo auxilio posible.

El asunto terminó, según relató Henry,  porque ellos mismos volvieron sobre sus pasos colina arriba y divisaron la casa del tal Livingstone que los atendió correctamente, les sirvió una suculenta comida y llamó a los dueños del Lodge para que los retiraran cuanto antes, porque él tenía –cosas más importantes que hacer que atender naúfragos -tal fue la palabra que usó.

¡Qué personaje!– dije en castellano dirigiéndome a Henry y Margaret también sonrió.

Ya en tono más confidencial, Henry echó el cuerpo hacia delante y miró alrededor. Si bien en el comedor no estábamos más que los huéspedes, abajo se escuchaban las conversaciones de la gente de servicio.

El hombre es muy particular. Se rumorea que es el padre de todos los indios, morenos y mestizos de la zona que tengan entre tres y cincuenta años.- dijo con una sonrisa dudosa.

¿De alguno de estos muchachos?- preguntó uno de los estadounidenses señalando hacia abajo.

Creo que de Chapy y de Porfirio.

– Pero Porfirio tiene rasgos indios y Chapy es afroamericano- insistió otro.

-Negro- corrigió Henry-  Han tenido la suerte de parecerse a sus madres. Además, si bien todos viven o han vivido bajo alguna suerte protección, él jamás ha reconocido a ninguno como su hijo legítimo. Tienen todavía mucho para heredar y todos lo aman o le temen lo suficiente para quedarse cerca y especular con su vida y su muerte.

¿De cuánto estamos hablando?- preguntó el actor.

– Mira, a nosotros nos vendió 200 hectáreas hace 10 años, después les vendió 500 hectáreas a los actuales dueños de Red Frog Beach, que es ese emprendimiento nefasto que está arrasando con toda la flora y la fauna y que limita con nuestro terreno hacia el norte. Un desastre.

– ¿Pero cuánto le queda todavía de su propiedad?

– El resto de esta isla que son aproximadamente 500 hectáreas más.

– ¿Era el dueño de todo?

– Supongo que sí- contestó Henry ensombrecido, mientras que el yanqui se frotaba la frente como redondeando números y traduciendo hectáreas a acres una vez satisfecho con el interrogatorio.

Se produjo un silencio como un cansancio y todos decidieron irse a la cama, pero antes se llevaron una fuerte dotación de agua y cacao puro, que algunos ayudábamos a pelar después de las comidas.

Yo me quedé porque sentí el acuerdo con Henry de hablar un poco más y en castellano. De abajo subía el susurro de una conversación entre Chapy y Armando, que había decidido dormir desde la primera noche en una hamaca bajo la casa principal. Nunca le insistí  para que durmiera en mi cabaña, porque yo también me sentí aliviado de no tener que jugar a la diplomacia gracias a nuestro conocimiento de las distancias entre razas y clases sociales y de sus siglos de separación exitosa.

Margaret dio algunas vueltas más supervisando la cocina y después se unió a nosotros. Me sorprendió su comprensión del castellano aunque sólo se animaba por momentos a nombrar cosas puntuales y siempre pedía disculpas por su pronunciación.

Me contaron con más detalles las intenciones de los estadounidenses que habían comprado Red Frog Beach, uno de esos holdings; sociedades muy anónimas en castellano claro y contundente, en la que se agrupan todo tipo de capitales cuyos dueños no tienen identidad, cara visible, ni intenciones de volverse públicos.

Entre otras cosas, construirían dos marinas, más de mil departamentos  y un campo de golf, para lo cual debían arrasar con buena parte de selva virgen; ni hablar de las especies en extinción como las famosas ranas rojas que daban identidad al lugar y que ya a estas alturas se habían vuelto tan escasas que ya no justificaban el nombre. Eso, entre otros horrores que Henry me mostró en un informe que ellos mismos habían mandado al Gobierno de Panamá y otras organizaciones conservacionistas, sin ninguna respuesta concreta, más que mentiras acerca de la responsabilidad social que la empresa tenía, la cantidad de nuevos puestos de trabajo que se crearían para los nativos y otra sarta insostenible de mentiras flagrantes.          

Este hombre, Livingstone, ¿sabía a quiénes les vendía?

No lo sé. Pero no creo que le haya importado mucho. Me extraña, porque nosotros le hicimos una oferta más de una vez. Aunque sólo fueran algunas hectáreas- Y continuó- Es un hombre grande y lo único que quiere es pasar económicamente holgado sus últimos años.

– ¿Es panameño?

– No. Él dice que es inglés, pero tanto conmigo y más con Margaret se niega sistemáticamente a hablar en inglés o acerca de  Inglaterra.

Henry se disculpó brevemente, porque tenía que preparar las cosas para la excursión del día siguiente. Me quedé a solas con Margaret.

Ella comenzó a soltarse de a poco dándole una entonación británica a un castellano que  parecía bailar a gusto entre sus labios. Seguía comentándome acerca del informe, pero por un momento me distraje en sus manos delicadas; sin una mancha, casi sin venas, diría y me pregunté si no era un hada que resolvía todas las tareas domésticas desde una efectiva varita. Toda ella, contra el sol y la batalla ganada, tan blanca, aún en las marcas involuntarias del escote y de las mangas. No había rastros ultravioletas en nada de ella y entonces la pensé una mariposa de la noche. Tan hermosa la vi que fue verla por primera vez. Me asusté de mi distracción en su cara y carraspeé y volví rápidamente a ella para retomar más o menos desde donde me acordaba:

Inglés o no, ¿cuánto hace que vive aquí?

¿Pardon?

No, please you excuse me–  Mi inglés fue soberanamente tonto.

Oh, sí, sí. Está aquí por años, ¿Cuántos dirías tú?- dirigiéndose a Henry que subía las escaleras nuevamente.

Otra vez adoptó un tono secreto con todo su cuerpo. –Es un tipo raro, sabes. Sé que llegó antes de la Segunda Guerra Mundial porque lo leí en el título de propiedad cuando me vendió mi parte. No, pensándolo bien me parece que el título de propiedad databa de 1941 ó 1942. En fin, no sé… No me acuerdo bien de las fechas. Una parte de la propiedad pertenecía a un fideicomiso y tuvieron que autorizar la venta de mi terreno. El caso es que, si es inglés y si la fecha es esa, tiene motivos para no querer hablar al respecto. No querrá que lo consideren un desertor.

Después la conversación derivó en mi persona. Les conté de mi búsqueda personal, asociada con el informe para el Ministerio. Deben haberme confundido con alguien importante, o, más bien, con alguien muy comprometido con una misión,  porque me recomendaron que fuera a hablar con una maestra muy buena que era isleña y que peleaba por la alfabetización de los niños, incluso encomendándose a sí misma la tarea de reclutarlos casa por casa con su propia lancha. Armando ya me había hablado acerca de ella.

– ¡¡Porfirio!!, ven aquí. ¿No llevarías al señor Bölke a la escuela para hablar con tu madre? El señor está haciendo un informe acerca de la educación en Panamá y sería muy oportuno que hablara con ella, con toda la experiencia que tiene.

Porfirio asintió con una risotada contenida, seguida por las de Henry y su mujer, un chiste que sólo yo entendería al día siguiente. Seguimos con una charla tranquila y fue entonces cuando adentrándonos en detalles de nuestras vidas, ellos me mostraron fotos de sus años en Inglaterra y en Estados Unidos. A Henry, los años le habían arrebatado un poco el cabello, pero Margaret relucía con la misma  porcelana que ahora. Su indumentaria, mucho más abrigada, no hacía más que taparla, lo que me hacía feliz porque podía verla en toda su plenitud.

Porfirio cumplió temprano la mañana siguiente. Fidelina Negrete tendría, creo, algunos años más que yo. Eso lo deduje por todo lo que había hecho en su vida, incluyendo a Porfirio, su hijo y su más rotundo fracaso. Y es que ella había podido enseñar a  cientos de niños desde que había vuelto de Panamá con su título de maestra. Sin embargo, Porfirio, fue reclutado con más éxito por un grupo de misioneros evangelistas desde muy pequeño.

-A los ocho años estaba convencido de que lo suyo era llevar la palabra de

Dios a todas partes.

Fidelina cargaba rasgos indios y negros en iguales cantidades; era más oscura que su hijo, pero también  tenía el pelo lacio. Su boca y la contextura de sus piernas fuertes delataban también a sus antepasados negros, pero en sus ojos rasgados vivía la juventud en un permanente estado de sonrisa. Hermosos en fin, tanto ella como su entusiasmo por enseñar. Se quedó a vivir en la escuela, porque si llovía demasiado no podía llegar y prefería quedarse en el lugar por si algún estudiante  sorteaba el barro y el agua y las ganas de quedarse jugando en la playa o pescando o tirado en una hamaca.

– Y siguen llegando. No me llevó tanto tiempo aprenderlo, pero cuando llegaban y les preguntaba qué habían desayunado, me decían que sólo agua caliente o café. Entonces aprendí de unos ingleses de por aquí- y su mano se movió vagamente hacia la ventana- una receta de scons. Fue irresistible. Tanto, que algunas madres comenzaron a acompañar a sus niños  y yo aprovechaba para reclutarlas también. Lo que más disfrutaban era decodificar las recetas de cocina, aunque jamás daban con el total de los ingredientes.

Me contó además, que los nuevos dueños de Red Frog Beach, se habían acercado con 10 computadoras, que ella les agradeció infinitamente, pero acto seguido les pidió que le gestionaran electricidad y agua potable para el lugar. Ellos se disculparon, pero cambiaron las computadoras por chapas, pizarrones y tizas y una biblioteca muy nutrida de libros en inglés. Ni electricidad, ni agua potable ni castellano.

Nos reímos un rato de las desgracias comunes en la educación de nuestros países y me interesé por los evangelistas. -¿Hacían ellos además una labor educativa?

-No, les enseñan de memoria. Mi hijo es capaz de recitar fragmentos de la Biblia como lo haría un juglar, con algunas variaciones- especificó- , pero la culpa de que Porfirio dejara la escuela es de su padre. Habrá oído usted del viejo Livingstone.

Me sorprendió el cariz personal que tomaba la conversación, pero decidí que ese personaje merodeaba alrededor de mí con sincronía desde hacía algunos días con una insistencia inusual y le pregunté:

– ¿Él es el padre de Porfirio?

– Lamentablemente. Yo era tan jovencita. Como con todos los demás, tampoco quiso que mi hijo asistiera a la escuela, no fuera  cosa que después de saber leer, escribir y pensar le reclamaran los derechos que le corresponde a todo hijo.

– ¿Son muchos?

Como única respuesta recibí otro gesto volador de su brazo, esta vez en todas direcciones.

– Yo creo que fui la que más le duró. Me mentía siempre. Me dejó cuando supo que estaba embarazada. Antes de eso, no es que se portara muy bien. Una vez me dijo que tenía que viajar a Panamá y se fue por tres meses y por lo que pude averiguar, sé que estuvo hasta en Suramérica. También tenía muchos amigos en Colombia. De allí vino. Es lo único cierto de todo lo que me contaba.  Nunca le creí que venía directamente de Inglaterra. Algún entrevero habrá tenido allá. Alguna que no lo iba a dejar escapar tan fácilmente. Después, nunca más volvió a viajar. Se quedó aquí, preñando a cuanta mujer se le cruzara.

– ¿No era un espía? – me animé.

Esta vez, su brazo volador se detuvo a mitad de camino. Me miró y miró a todos lados.

– Ese viejo es capaz de cualquier cosa. Eso se lo puedo jurar. A su cara afable se le sumaron mil años de repente. Se puso sombría como un pecado. De entre mil, elegí una pregunta.

– ¿Qué edad tiene el viejo?

– Más de ochenta. Y no se muere.

Debo decir que algo había en la receta de los scons de Fidelina. Eran únicos.  Los había horneado mientras charlaba conmigo. Hablamos también de las diferencias culinarias entre nuestros países y le pregunté si ella comía mamíferos. Soltó una larga carcajada y a modo de advertencia cariñosa me dijo: – Que no se le peguen costumbres que después vaya a echar de menos- al tiempo que levantaba las cejas de un modo muy significativo.

            Cuando Porfirio me llevaba de vuelta, pensé,  que además de mi bocota, los músculos involuntarios de mi cara, tan evidentemente relacionados con los afectos, empezarían a traicionarme en cualquier momento.

 

Niño con Goose. Crédito: La Loma Jungle Lodge.
Niño con Goose. Crédito: La Loma Jungle Lodge.

22

Muy animado esa mañana, me lavé los dientes y me dirigí una mirada en el minúsculo espejo del baño de mi cabaña. Tuve que hacer algunas contorsiones para mirar el estado general de mis músculos, pero lo logré. Comprobé gratamente que a mi edad me todavía acompañaba el estado físico.

Crecido en el campo, tuve que usar todo mi potencial para sobrellevar algunas situaciones de peligro relativo durante mi niñez. Las distancias eran largas en esta selva  también. Muchas veces caminaba, pero no pocas, elegía nadar para trasladarme de un lugar a otro. Allí la calma o el tumulto del mar dependen del tipo de costa, de las corrientes y otras cosas que desconozco. Baste aclarar que donde yo lo hacía, esas porciones de mar eran quietas como las de una piscina. Por otra parte,  prefería el agua a arañarme entre los manglares siempre iguales, siempre indefinidos.

El agua, si bien no el mar, fue destino ineludible en la finca. Otra clase de desafío, pero igualmente riesgoso.

Mari, hermana de Enzo era una muchachita llena de gracia y muy rubia. Eran hijos de don Alberto que respondía al estereotipo del español, -por lo que no lo he descripto antes y no lo haré ahora-  y una polaca enorme. Con mamá se llevaban muy bien y tenían un acuerdo para levantar la cosecha en la misma época y con los mismos recursos. Para entonces se contrataba a una cuadrilla, pero además, todos ayudábamos.

Doña Margarita, la polaca, tenía las pantorrillas más robustas que he visto en toda mi vida.

En el fondo de su casa tenían un filtro de piedra para el agua, en forma de tinaja. Con ese método, potabilizaban el agua y la mantenían fresca. Por mucho tiempo pensé que ella había sido el modelo para lograr la forma idéntica tallada en piedra. Había leído en más de una siesta que los grandes artistas lograban hacer desnudar a las mujeres para ser retratadas o talladas. Creo que los gemelos de Doña Margarita,  fueron la primera figura artística y de un suave erotismo sorprendido de mi infancia.

Esas mismas pantorrillas se potenciaban cada vez que ella se empinaba durante la poda. Invariablemente, las mujeres solamente usaban falda, entonces, la falda subía y aparecía una superficie extraordinariamente blanca, inmaculada, como he imaginado el pecho de una monja. No la cruzaba ni una sola vena, como si ese coloso no fuera de carne humana ni necesitara más apoyo que el del puro mármol que lo sustentaba. Era de una horrible belleza.

Mamá, en cambio, tenía unas piernas hechas en un torno avezado, pero tenían sol y tenían venas.

Algo así como una vida después, vi otras piernas de torno y de mármol. Yo, que creía que los moldes de las extremidades solamente podían pertenecer a dos clases de diosas, una tercera acechaba  mi balance estético. Como acechan las deidades: desde el fondo, impiadosas e ignorantes del poder de sus conjuros involuntarios. ¿Acaso Afrodita sabía todo el tiempo que era ella? ¿Todo el tiempo encaramada a su belleza? ¿Acaso era culpable todo el tiempo?

A Enzo y Mari, se sumaban  Nuri y Samira, hijas de un egipcio, dueño de un secadero de frutas de la zona. Eran dos hermanitas cuyos rasgos se podían definir como exóticos. Por mucho tiempo fueron para mí, las modelos en las que los ilustradores se habían inspirado para dibujar a Cleoptra y a Nefertiti. Así de contundentes, canónicas y centrales eran mis enciclopedias. Así me marcaron la diferencia entre lo bello y lo feo.

Todas estas muchachitas, sólo por bonitas, recibían de nosotros, un trato deferente. Nosotros éramos Enzo y yo. Bajo el alero del galpón guardaban un carro para sulfatar la viña. Era básicamente un aro metálico para colocar un tanque y dos guías hechas de madera de eucalipto para colocar los arneses del caballo. Las niñas tenían especial predilección por él porque se disfrazaban con ropas que mamá les prestaba y algún maquillaje robado y deliraban con el carruaje y ellas reinas que se mostraban excepcionalmente a sus súbditos; cada álamo, cada higuera cada planta de vid eran el populacho que las admiraba y aplaudía a su paso.

Enzo y yo, por supuesto éramos los lacayos o los caballos, según con qué brusquedad o delicadeza tomábamos carrera al llevar a sus majestades que más de una vez terminaban rodando calle abajo como bolsas de papa mal atadas. Ese hecho marcaba la ruptura. Ellas se volvían a sus casas con sus peinados llenos de tierra, el maquillaje rodando por las mejillas y los sueños hechos trizas de sus breves reinados. Esa era mi parte favorita. Entonces, uno de nosotros dos se subía al carro y el otro corría desaforado y a ver quién duraba más tiempo en el callejón, en las curvas, en el serrucho de la calle de polvo y piedras. Muchas veces, nuestras maniobras apuntaban al canal de riego, cuyo caudal y fuerza habían cobrado algunas víctimas. Siento todavía que la sola adrenalina me sacó de allí a pura fuerza de brazos, patadas y manotazos a las ramas de los sauces.

Agradezco todavía ese coraje aprendido a pura brazada, a tragar agua como ballena y a quedar apenas vivo, tirado en una orilla ganada a la corriente, exhausto. Entonces era cuando el terror cedía al alivio en un instante; una combinación difícil de explicar o de pensar, porque el otro ya estaba al lado preguntando- ¿Estás bien?, ¿boludo, estás bien? Entre carcajadas y susto.

Creo que Enzo se casó un par de veces pero siempre se separó. Práctica no le faltaba en tirar a la damisela de su curriculum. Yo nunca había vuelto a lograr que una sola fémina se subiera conmigo en el débil equilibrio de un carro sin asidero, de incierta estabilidad, peligroso y  de rumbo acuático.

Sin alejarme mucho de la cabaña, me senté a la sombra a esperar el avistaje de ranas rojas. La indolencia me duró poco. Se me vino a la cabeza el informe para el Ministerio; poco trabajado y  lleno de subjetividad.  No es que alguien fuera a leerlo, pero de todas maneras faltaban números y estadísticas oficiales que yo debía recolectar en la ciudad de Panamá. Lo de la momia era cada vez más ajeno, pero Binns no dejaba de involucrarme. En cada correo electrónico se reportaba conmigo. Y no, no podía irme de allí. Algo tan estúpido como cosquillas en la sangre me hacían sentir distinto y joven otra vez, a pesar de todo. Y no era mi estado atlético.

Al día siguiente Porfirio me dijo que Armando se había ido. Se aburría, pero que –cualquier día de estos- volvería a buscarme.

 -Este no es lugar para ti, español- me había dicho el día anterior.

Poco a poco empecé a darme cuenta del sentido de sus palabras. Mientras tanto,  seguía caminando cada día por el lugar; llegaba al embarcadero a las seis de la mañana y nadaba hasta llegar al más cercano, a casi dos mil metros. Descansaba y volvía por el mar. Ese día avisté delfines a lo lejos y volví con esa sensación idiota de que si uno puede ver a esos exultantes mamíferos, todavía hay alguna esperanza para la humanidad.

 La cocina de Margaret hervía de agua, de olor a café recién hecho, a manteca, a esa miel que ella misma recolectaba que tenía gusto a flores desconocidas, pero que para mí ya era familiar. Tenía unas naranjas desvaídas de color en el jugo, pero de un sabor único. Feliz, le conté de los delfines y me sonrió con dulzura. El sol le pegaba en la mitad de la cabeza, dorando sus rulos selectivamente. Cortaba algo sobre una tabla. Lo notaba por el movimiento acompasado de todo su cuerpo en ello. Ese temblor. ¿Dónde lo había visto antes? Me dirigí a sus piernas leves y blancas. Esas, esas no las había visto en ningún libro. Yo quería que ella fuera un libro de piernas abiertas para mí. Me sonrojé y sonreí y volví a mi taza, para hundir mi cara, para ahogarme y que se me pasara la estupidez a pura fuerza de cafeína.

Decidí que al día siguiente iría a visitar la cueva de los murciélagos. En eso llegaron Jason y Lauren bostezando groseramente sin taparse esas bocas tan típicamente yanquis de dientes caballunos, que guardan sin embargo alguna armonía con sus rostros de huesos enormes.

Se dirigieron a Margaret en forma monótona en un inglés recién levantado y no les presté atención. Bebí mi jugo y mi café en un rincón del salón.

De repente, escuché una risa sonora que se apagó de golpe y Margaret que les explicaba algo en voz baja y mirando al suelo. Ellos desayunaron rápido y se fueron. Entonces nos quedamos solos y a ella le brillaban los ojos sin necesidad de sol y se doblaba y reprimía la risa. Me contó que la pareja le reclamaba un tobogán que iba a dar en una piscina con delfines y que ellos estaban ansiosos por interactuar con las criaturas. La miré sorprendido.

– ¿Qué piscina?- pregunté entre todo lo que no entendía.

– Ellos se han equivocado de lugar. Sé de un lodge que ofrece eso, más cerca de la frontera con Costa Rica.

Nos reímos juntos e hicimos toda clase de comentarios irónicos, tratando ella de hablar más español que nunca, cuando vimos a los dos estúpidos arrastrando sus maletas en dirección al embarcadero. Henry los alcanzó. Aparentemente los convenció, antes de irse a Colón, de que se quedaran unos más, días más que ya tenían pagados y que pronto podrían visitar la cueva de los murciélagos; una experiencia única y seguramente inolvidable.

 

23  

Aproveché que Henry tenía que ir a isla Colón en su bote y me fui con él. Binns me debía más información. Yo me había quedado rumiando solamente la certeza del parentesco inexistente, pero había muchos cabos sueltos. Como si fuera poca cosa, hablé con él por radio y me adelantó a modo de vaguedad algo muy urticante: –algunos puntos que considero muy oscuros en la investigación– había dicho.

El tema arreciaba y se me iba de la cabeza con la misma intensidad y sin seguir ningún patrón. Por momentos me olvidaba completamente de todo y disfrutaba como si yo fuera un náufrago al que solamente le queda esperar. En realidad lo que había cambiado en mí era el objeto de la mirada.

Siempre supe que el amor es un hecho fluctuante. En la vida de cualquiera. Uno está montado a una cinta sin fin y a veces te toca de pleno y otras, solamente el borde. Mucho tiempo en el filo te lastima como una hoja de papel que corta justo en el ángulo inoportuno como el de una navaja suiza. Ahora me había tocado plena, en caída libre, en su curva más deslizante. Así, la total adrenalina no me había pasado nunca. Sin embargo, en ese momento no me daba cuenta exactamente de lo que estaba transitando.

 Sé que hay gente que muere sin pasar por ese lugar, o que pasa dos veces por el mismo lugar y no cambia nada. Vidas desde el vano de una ventana que mira desde afuera. No es que sienta lástima por esas vidas placebo. Están puestas allí para el contraste. No todos tienen el privilegio de morir de amor. La cinta, su pleno me había llegado por fin. Yo solo en la cinta. El detalle no era menor. Al menos ese era mi miedo. Ese era el conjuro y los años acobardan a los hombres que sólo han transitado las márgenes. Me estaban pasando cosas que no quiero decir con la persona menos indicada.

Tenía, en contra de mi voluntad, lo irracional de la expectativa de un niño frente a un regalo aún en su envoltorio que trata de asistir al momento eterno y evanescente de una flor cuando se abre, de que un colibrí se quede aleteando y mirándote fijamente a los ojos.

Nos juntamos en un bar cerca del puerto.

– Mira, aquí tengo el informe completo que después puedes leer. Está lleno de tecnicismos, pero, en pocas palabras tengo que decirte que las muestras realizadas en el cadáver momificado y la comparación con las tuyas eran inmejorables para el estudio.

Me habló largamente del tipo de muestras sacada de partes blandas, aún conservadas por el proceso de saponificación. Es decir, la momia, no lo era completamente, sino que las grasas, por un proceso de electrólisis se habían convertido -literalmente-  en jabón y así se habían conservado. Lo único seguro en ese Bölke era que no tenía, absolutamente, ninguna conexión conmigo. En cambio, estaba lleno de nuevos enigmas.

-La momia llevaba traje de gala –aunque maltratado- del uniforme alemán de la Primera Guerra. Por otra, parte, entre las medallas que viste, había una muy particular, con restos de un baño liviano de oro, con un círculo con una cruz adentro y la leyenda: “Für Verdienst um Glaube Sitte Heimat” hecha en alpaca. Esta leyenda cambió poco tiempo después, para justificar el cambio del material. Ya no fue dorada. No eran tiempos para gastar en eso. Es decir, las últimas fueron entregadas en 1916 .- Binns estaba realmente excitado.

 -El Pickelhaube…

– Perdón, ¿el qué?

– El casco. Solamente de gala, ya te dije, tenía el interior de cuero con los tornillos aún visibles. Era de color negro. Ese año de la muerte de Bölke, en 1916, lo cambiaron por el Stahlhelm, de acero más moderno, pero en la tumba encontraron el Pickelhaube; en el frente un águila coronada, las alas desplazadas hacia arriba. Sobre la corona del águila sobresalía una especie de medallón.

– ¿Y por qué yo no lo vi?

– No sé, los del Smithsoniano lo tendrían guardado cuando fuimos, o se lo sacaron para que viéramos solamente los restos, suponiendo que eran lo que más te interesaban a ti.

-¿Cuál es la teoría más creíble en todo esto ahora?

– Hoy hay formas de comprobar hechos, que en el momento en que enterraron el cuerpo ni siquiera sospechaban. Además nadie esperó que saliera flotando con toda la evidencia a la vista.

-Si, bueno, ¿cuál es su teoría?

-Alguien jugó sus fichas. Alguien tomó los recaudos para que se pensara que Bölke había sobrevivido al accidente y que se vino aquí y fue asesinado un año después.

 Casi sin respirar, siguió enumerando los aspectos más seguros de la investigación.  La acumulación de grasa en su abdomen y en sus nalgas, habían posibilitado la extracción de un material óptimo para el análisis. Esto se sumaba al buen estado de su dentadura para la determinación de su edad al morir, o más bien a la edad que tenía cuando fue asesinado. Me agradeció el hecho de que yo hubiera guardado estricto silencio acerca de la herida de bala.

– Sí. Es difícil determinar el calibre por  el estado del orificio de entrada. Puede haber sido .38 o .45. Pero yo me inclino por una nueve milímetros.

– Usted hizo referencia a una ejecución…

– Sí, justo en la base del cráneo, desde una distancia de ente 30 y 90 centímetros; sin orificio de salida. El de entrada en forma de pétalo. Está de más decir, que la nueve milímetros, en 1917….

– Sí, no existía. Qué romántico…

– Mire Bölke, le resultará  extraño, pero me parece que ahora justamente es cuando usted no debería abandonar la búsqueda.

– Dígame un solo argumento de peso.

– Eligio Bordas me ha dado una pista. Averiguó en el cementerio quién es el herrero que hace las cruces. Hay un viejo que vive en Bocas del Drago. Se acuerda de quién le pidió el bajorrelieve en la cruz de Oswald Bölke a principios del ‘64. No es lo habitual. Ninguna otra cruz de una tumba en tierra tiene esas características.

– ¿Sabe quién lo enterró?                  

-Exacto– dijo adivinando exactamente lo que yo pensaba-  Frank Livingstone.

-Livingstone….

-¿Lo conoce?

– Algo así.

– Bordas tiene contactos y lo está investigando a otro nivel– señalando por arriba de su cabeza con la palma de la mano.

– Otra cosa. El estudio de la dentadura es bastante seguro, pero no es concluyente, tiene un error de más menos diez años, es decir que en el momento de su muerte podría tener entre 40 y 50 de edad. Las muestras coinciden con que al hombre también le gustaba el trago. – Su sonrisa fue amarga, como la tercera cerveza que acababa de tomarme.

– Tenía cirrosis.

– ¿Y el uniforme y las condecoraciones?

– Genuinas. Originales, de Alemania, de la Primera Guerra.

– Lo de fraguar el uniforme, no sé, me parece tan torpe….

– Eso sería para ganar tiempo, desorientar, no sé en caso de de una exhumación. De hecho no deberíamos perdernos en esos detalles.

-Sí, pero justamente el asesino tenía acceso al uniforme. A ese uniforme.

– Lo que quiero decir, es que ese hombre no es ese hombre. Debemos buscar al que está detrás del uniforme.

– Es curioso, pero sigo sin saber por qué debería seguir involucrado en este caso. No tiene nada que ver conmigo.

– No se haga el distraído, mi amigo, alguien está jugando con su nombre, ¿qué le parece? La edad de ese hombre indica que temporalmente es más cercano a usted. Podría tener una relación más vinculante, si bien las pruebas dan negativas en cuanto al parentesco.

-¿Jugar con mi nombre? Si se llama juego a que alguien  lo esconda y yo malgaste toda mi  vida en seguir pistas de una falsa búsqueda del tesoro- O peor, inventando las pistas para que cuando apareciera el dolor de no tener nombre estuviera más entretenido  como durante una convalecencia. Esos juegos de cama del sarampión, de las paperas. Esos juegos que inventan las madres para entretener a sus hijos con fiebre. Excepto que el juego me llevaba la vida y yo nunca me había sanado. Y qué decirle a la dueña de mi cinta de Moebius. Me llamo no se qué, y de allí  la duda inicial como el primer silbato de un partido que nunca se jugará. ¿Haría lo posible por una vueltita más? ¿Quería bajarme solo? ¿Y la sortija después de tantas vueltas? ¿Nunca era mi turno?

¿Sería, si no, la atracción por ese cadáver, que guardaba todos sus secretos, como un fantasma que espera al huésped indicado para manifestarse? ¿Era esa mi pertenencia inevitable? Es como con los gatos que eligen al amo más allá, bastante más allá de toda lógica. A veces lo cambian con la misma ligereza, pero cuando se apoderan de tu persona, lo hacen con autoridad, como el poseedor de la pirámide. La momia me había elegido sin que nada mío se afiliara a ella. Todo indicaba la distancia, el fraude, la decepción, pero yo le pertenecía como se pertenece a una secta, a un amor no correspondido. Casi  que a causa de eso es mayor una unión pretendida, como la atracción por quienes nos rechazan;  como cuando se desea un milagro y poder robar algo hermoso de un museo; del Smithsoniano;  o de una ciudad, que podría ser Londres: una pequeña muestra; la de uno de sus habitantes. ¿Quién notaría la diferencia, o es que acaso ella, tan imprescindible para mí, lo sería también para miles de ingleses? Como si alguien, como si yo pudiera vivir sin la levedad de su cuerpo rubio y volátil.

Tenía que cerrarle la jaula, mariposa mía. O abrirla y robarla, mariposa mía.

            – Voy a pensarlo, pero estoy un poco cansado de todo esto. Y en cuanto a eso de hacerme el estúpido…

– Yo sólo le dije distraído. 

– De distraído, de  estúpido he hecho mi apostolado– le contesté mientras tomaba el último trago de cerveza caliente.

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