Mercadeando

Publicado el Dagoberto Páramo Morales

¿Y el lado humano?

En medio de la desesperante zozobra en la que hemos estado sumergidos por cuenta de esta pandemia que nos ha mantenido confinados y que ha puesto al descubierto la mortífera desigualdad e inequidad sociales que no hacen parte de nuestra apática institucionalidad -gubernamental y estatal- se ha hecho evidente un vergonzoso componente de nuestro ser que produce impotencia y desconsuelo: el lado inhumano anidado en nuestras conciencias y en nuestros actos.

Es increíble lo que se ha podido apreciar en términos de la indolencia que acompaña las acciones de quienes poblamos este pedazo de universo. Todas ellas son una inequívoca demostración del inmenso egoísmo que desde diferentes sectores de la sociedad se ha sembrado en nuestras atribuladas almas. Desde la misma educación primaria se nos viene cincelando en nuestro pensamiento un patético individualismo que hoy se hace inocultable y cuyas consecuencias martillan nuestra cotidianidad de una forma por demás vil e insultante. Y ni qué decir de los valores que se transmiten en las familias y que nos enseñan solo a «mirarnos nuestro propio ombligo» como si no viviéramos en un mundo repleto de desventajas para la mayoría y de privilegios para la minoría. Todo ello alimentado por el aprendizaje que tenemos en la escuela en la que nos enseñan a “saber saber” y a “saber hacer” -en una perspectiva instrumentalista de la educación- pero nunca a “saber ser” y a “saber convivir”. Es conmovedor.

No nos importa si “el otro” -el prójimo- no tiene las mínimas condiciones de subsistencia, pero nosotros sí las tenemos. Nos burlamos de ellos, los despreciamos, los tildamos de flojos, irresponsables, indisciplinados sociales, *atenidos” -como lo dijo nuestra elitista y emproblemada vicepresidenta en un acto de pusilánime cinismo-. Algunos creen que su propio “metro cuadrado es el que vivimos todos. Qué importa si el otro se desgonza del hambre y de la desnutrición sí tenemos nuestros estómagos llenos y no padecemos las angustias que implica estar sin ingresos y con una familia que necesita y que no puede salir a conseguir los recursos básicos -casi 48% en Colombia trabaja en la informalidad-. Es frustrante. Ni siquiera somos capaces de desprendernos de algo de lo que nos sobra para compartirlo con esa colosal capa de la población que se las ve a gatas para no morir. Tampoco respetamos el derecho del otro como cuando la gente no guarda la distancia social que los protocolos de bioseguridad exigen a fin de evitar la expansión de los contagios sea que seamos potenciales portadores del virus o, lo que es más insensible aún, cuando pueden ser contagiados, y al regresar a casa, contagiar al resto de su propia familia. La insensibilidad es inconmensurable. Y ¿qué tal el caso de quienes en plena pandemia deciden organizar paseos al campo -o a la finca- y fiestas con amigos y familiares sin importarles las consecuencias para el conjunto de la sociedad? ¿O que tal los que rechazan a los trabajadores de la salud por considerarlas casi tan latentes como el virus?

Esta dolorosa deshumanización también se ha reflejado en muchos sectores de la sociedad. Cuando no es el gran empresario que prefiere que sus empleados se contagien del virus antes que dejar de abultar sus cuentas bancarias, son los patrones de las casas que despiden a las empleadas domésticas para no pagarle su salario -teniendo cómo hacerlo-, cuando ellas no pueden vincularse a sus labores por cuenta del confinamiento que nos ha sido impuesto, o lo que es peor, cuando las obligan a asistir a sus trabajos sin importarles sus verdaderas condiciones de salud.

Y ni qué decir de lo que está pasando con algunas EPS que prefieren que los contagiados se mueran, -infectando a otros, claro está- antes que atenderlos con prontitud y humanismo. Todo por cuenta del balance de costo beneficio que hacen. La atención se hace pésima y por supuesto, mortal. Económicamente les es más rentable que el paciente se muera a tener que gastar recursos en hacerles las pruebas que sean necesarias o, en atenderlo de forma rigurosa y con los medicamentos que se correspondan.

La deshumanización de nuestra vida también ronda a los transportadores quienes haciendo caso omiso de las normas establecidas que ordenan un cupo máximo del 35% de la capacidad de su vehículo permiten que todo el mundo aborde, incluso, sin que estén utilizando -al menos- los cubrebocas.

Mientras tanto algunos gobernantes aprovechan la oportunidad para seguir esquilmando a la población mediante la firma de contratos presuntamente corruptos al amparo de las grandes mafias auspiciadas por los poderosos grupos enquistados en las altas esferas del poder. Otra forma de cruel deshumanización. Apropiarse de los recursos de la emergencia, más que criminal, es inmoral, sobre todo cuando éstos escasean en tantas regiones del país.

Y lo peor es que todo este espectáculo se hace ante los ojos del inocuo gobierno que ha demostrado de mil maneras que no conoce a los colombianos y por lo mismo menos puede entender la dimensión de nuestras respuestas que por civilizadas no pueden ser la del silencio y la complicidad frente al tamaño de la corrupción y violencia que desde el gobierno se impulsan de manera descarada y sin tapujos.

Duele Colombia y esta sociedad plagada de una inhumanidad que ya rebasa todo límite aceptable. ¿Hasta cuándo podremos soportar?

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