Mercadeando

Publicado el Dagoberto Páramo Morales

No son los venezolanos, somos los colombianos

Quienes hemos tenido la oportunidad -quizás, el privilegio- de residir en un país extranjero de manera voluntaria o no, sabemos lo que se siente cuando una nacionalidad ha sido estigmatizada tanto por sus habitantes como por las autoridades responsables de conservar el bienestar ciudadano. Muchos de nosotros sentimos en carne propia el rechazo o la acusación en el momento en que nuestro pasaporte -de color verde- era sinónimo de maledicencia y sobre todo cuando éramos -aún lo somos, pero en menor intensidad- vistos como gente peligrosa de la que sus habitantes nativos tenían que cuidarse para evitar una catástrofe personal. Dolía saber que los colombianos hacíamos parte de esa población paria a la que había que mirar con desconfianza y recelo -aún lo somos, pero en menor escala- porque veían en cada uno de nosotros un delincuente en potencia y sobre todo, un narcotraficante que solo portaba perversas intenciones en su actuar.

Por eso es insultante y doloroso el camino escogido por algunos compatriotas que aupados por las autoridades nacionales y locales -particularmente la alcaldesa Claudia López-, decidieron ver en cada venezolano un delincuente que como dice la Cantata Santa María de Iquique -del grupo Quilapayún- del que hay que “cuidarse de tanta bestia”. Es absolutamente incomprensible que desde el poder se tengan los hígados para establecer una política pública que incentive la discriminación y el racismo sin importar ni la legislación internacional que los protege y menos aún el humanismo que se requiere en la interacción social que a diario se hace realidad. Es insultante tanto cinismo que recorre los verdaderos intereses que estos politiqueros de profesión destilan en cada decisión, en sus gestos, en sus “defensas acérrimas” de lo que es nuestro, en su descaro. Es inconmensurable su incapacidad para dimensionar lo que significa vivir en otro país, desterrado por las buenas o por las malas, alejado de su terruño, extrañando el universo que les es propio, distanciados del universo en que se han educado -ellos y sus familias-, tratando de adaptarse a un entorno que, aunque similar, es culturalmente distinto, luchando desesperadamente por construir una vida futura para cada uno y su reducido círculo familiar; sufriendo. Macondiana la actitud de estos dirigentes a quienes se les llena la boca responsabilizando a toda una nacionalidad de la inseguridad que ellos mismos han producido por la miseria y la pobreza en las que han sumido a los colombianos desde hace siglos y que hoy ya no puedan tapar con discursos e insulsas peroratas.

¿A quién se le ocurre organizar un comando de inmigración para perseguir a los venezolanos cuando la mayoría -como los colombianos en el exterior- son gente trabajadora, y cumplidora de su deber de forma creativa y responsable? ¿De dónde acá todos los inmigrantes venezolanos son una plaga de delincuentes a los que hay que perseguir como sea cuando las mismas cifras oficiales muestran que la mayor cantidad de delitos son cometidos por colombianos que viven en las más duras condiciones de marginalidad y abandono? ¿Por qué razón poner en la mira de cada autoridad policial a un grupo de personas cuyo único delito es haber tenido que abandonar su tierra por motivos por todos conocidos?

Aunque puede haber muchas razones para este exabrupto social y humano, no hay duda que una de ellas es su ceguera política, nacida en su burdo desespero por reconquistar un electorado que han perdido y que ya no les cree su banal palabrería por la serie de torpezas cometidas. Tratar de poner el foco de la atención ciudadana en horizontes que se supone les ayudará a recuperar las cifras de popularidad y credibilidad extraviadas entre las promesas hechas en campaña y las frustraciones que han producido por las decisiones tomadas, les ha parecido el camino más seguro para alcanzar sus torvos propósitos. Se equivocan. Este deliberado intento por culpar a otros de su propia ineptitud implica no solo aumentar los niveles de xenofobia, sino y lo más importante y peligroso, llenar el espíritu del colombiano de infundados miedos y odios que en nada contribuyen a la paz y a la concordia en las que todos queremos vivir. Las consecuencias ya todos las conocemos.

Nada justifica condenar por anticipado a una población inmigrante que, voluntariamente o no, ha tenido que abandonar sus vecindades, sus amigos, su entorno más cercano para tener que abrazar otro mundo en el cual tratar de darle forma a sus propios sueños. Ya estamos cansados que nuestros dirigentes  recurran al miedo como estrategia política electoral para seguir instalados en el poder a punta de ficticias amenazas que solo les sirven para lo que todos conocemos: continuar disfrutando del erario y de sus inequitativas prerrogativas.

Digamos no a la xenofobia construida en medio de los más ruines intentos politiqueros. No, simplemente, no. Solo esto nos faltaba.

 

 

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