Igual como lo precisan los compiladores -Jaime Lopera y Marta Inés Bernal- del ya famoso libro “La culpa es de la vaca”, los colombianos hemos aprendido, a lo largo de nuestra zozobrante historia, a no asumir la responsabilidad de lo que hacemos por más que existan pruebas contundentes. Está tan arraigada esta costumbre en el alma nacional que parece casi esotérico que alguien tenga el valor civil de reconocerlo. ¿Desde cuándo nos transformamos en una sociedad en la que nos cuesta tanto aceptar que nos equivocamos? No hay pistas históricas precisas que nos ayuden a comprender esta terrible manía de buscar culpables por doquier con tal de no admitir lo que hacemos de forma equivocada.
Solo se sabe que esta tradición -ya lo es, qué tristeza- tiene su más clara expresión en las decisiones tomadas por quienes han estado conduciendo los destinos de esta nación tan desigual e inequitativa. Basta revisar los “responsables” de la catastrófica situación que vivimos en la actualidad, en la que una porción muy reducida de la población goza de grotescos privilegios, mientras la inmensa mayoría vive en la desesperanza y la frustración.
Desde que tengo memoria, han desfilado por la escena nacional todo tipo de personajes “responsables” de lo que nos ha sucedido. En mi cabeza dan vueltas nombres y sobrenombres como Desquite, Sangrenegra, Efraín González, el comunismo -como si existiera-, Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, Pablo Escobar, las Farc, Hugo Chávez, el Eln, el castrochavismo, Cuba, Nicolás Maduro, el Foro de Sao Pablo, y más recientemente, los rusos. No importa a cuál fantasma se acuda con tal de justificar lo que nos ha pasado, lo que nos pasa y seguramente lo que nos seguirá pasando si no nos sacudimos de tanto cinismo acumulado. Siempre hay alguien culpable de nuestras desgracias nacionales.
Y si esta extravagancia es grave, es más delicado aún que se haya pregonado desde el poder y por lo mismo se haya transformado en políticas públicas para las cuales se hayan destinado ingentes recursos con tal de mantener el statu quo, en detrimento de los menos favorecidos. Al hacerlo desde las altas esferas gubernamentales y estatales, muchas generaciones de colombianos la hemos aprendido y la hemos practicado de manera cotidiana, como algo natural e inexorable.
Por ello mismo -y a lo mejor con total convicción- estos dirigentes han logrado que la sinceridad y la honestidad parecieran no hacer parte de nuestro inventario colectivo que como nacionalidad nos debería caracterizar. Es más fácil buscar el “muerto río arriba” -así sea inverosímil y estúpido- que encarar la situación incluyendo las responsabilidades que correspondan. Al no aprender a reconocer lo que se hace mal, es imposible dar el primer paso -el más importante- para encontrar las soluciones a las dificultades que tenemos en todo el territorio nacional.
Tanto gobernantes como empresarios han logrado contribuir a la formación de esa falta de carácter que nos tipifica como colombianos. Han apelado a una “política de miedo” que como los niños nos mantiene asustados frente a unas “extrañas fuerzas” que acechan nuestro bienestar y nuestra estabilidad como nación. Es impresionante lo que han logrado sembrar en el espíritu del colombiano que nos ha llevado -como individuos- a no ser íntegros y a vernos como seres recortados, sin esperanza y repletos de desconsuelo.
Y si alguien duda de este innegable hecho, para comprobarlo basta hacer una revisión de nuestra historia reciente para descubrir que como colombianos estamos llenos de reacciones temperamentales -conectadas a nuestros genes- y con poca o ninguna expresión de la fuerza interior que heredamos de nuestros ancestros indígenas. Nos hemos vueltos fatalistas porque las “fuerzas superiores” nos ganan, tienen todo el poder de no dejarnos reaccionar y así han hecho que nos instalemos en el confort que nos produce la vida que tenemos. Los recursos de otros más fuertes nos silencian y nos aquietan.
¿Hasta cuándo aprenderemos que somos dueños de nuestro propio destino? Nadie sabe. La agonía parece larga e interminable, al menos si juzgamos las reacciones del actual gobierno frente a lo que vivimos: sigue apelando al mismo argumento que ya luce gastado y sin brillo en búsqueda de mantenernos apaciguados como lo han hecho a través de generaciones enteras. Ojalá se diera cuenta que el mundo ha cambiado y que las circunstancias para tomar decisiones ya no son las mismas. El mejor camino no es seguir mirando hacia los lados en busca de responsables que solo se encuentran en la misma estructura institucional que tenemos. Es increíble. El gobierno y sus adláteres prefieren seguir viéndose el ombligo como si Colombia fuese la misma de cincuenta años atrás. No le sigamos echando la culpa a la vaca que ella solo nos trae beneficios. Al menos las nuevas ciudadanías lo han entendido así y ello, en parte, explica lo que estamos viviendo en las últimas semanas.