Pocas veces en la historia colombiana la ciudadanía había tenido un nivel de decepción tan grande con un producto electoral al que compró -a través del voto- como el que estamos viviendo en el presente, sobre todo por la esperanza que se tenía de encontrar un rumbo que llevara al país hacia un futuro prometedor. No obstante que entre algunos sectores se presagiaban nubes negras en lo que vendría, jamás nadie alcanzó a imaginar el tamaño de la debacle que estamos padeciendo. Aunque no muchos nos hicimos ilusiones dada la no muy positiva experiencia de los gobiernos anteriores que siempre protegieron la misma clase social y política que nos ha gobernado durante centurias, no logramos augurar que este gobierno sería tan adverso a los intereses de las más amplias capas de la población. Es increíble.
La insólita llegada del presidente actual a conducir las riendas del país siempre produjo dudas en cuanto a su capacidad de liderazgo, pero nunca de la dimensión de lo que dolorosamente hemos descubierto en el ejercicio de sus funciones como primera autoridad de la nación. Por ser tan desconocido por la opinión, por su falta de recorrido en la administración pública, y por los intereses que representa, algunos pronosticaron que produciría una hecatombe en muchos temas que las circunstancias del país demandaban con suma urgencia. Muchos no creyeron, prefirieron dejarse asustar por el fantasma de la “venezolanización” de la sociedad y hasta predijeron que todo marcharía a las mil maravillas: artistas de cine y televisión, cantantes, periodistas, deportistas, entre otros.
Es lamentable constatar para ellos y para todos que, acercándose a los dos años de estar sentado en el solio de Bolívar, los resultados son mucho peores de los pensados, son desastrosos. La decepción surge, en primer lugar, de la gran cantidad de promesas -mentiras- que el candidato Duque hizo en campaña sabiendo que ellas solo le servían para cumplir su rol de encantador de culebras y con ello dejar boquiabiertos a quienes negándose a aceptar lo que se venía, lo veían como una muestra de la renovación de la política, y como el aspirante joven que rescataría parte de la extraviada identidad nacional.
Triste desencanto tienen ellos hoy porque las decisiones que ha tomado no han sido en función de los intereses nacionales, sino de aquellos que rodean a su partido -Centro Democrático- y a su líder quien lo eligió con todo tipo de movidas -muchas dudosas- sabiendo que sería su siervo obediente y que jamás se atrevería a llevarle la contraria. Los hechos son tan evidentes que ni los mismos copartidarios pueden negarlo.
Si en tiempos normales no tuvo claro el horizonte de lo que debía hacer -más allá del frustrante embeleco de la “economía naranja”-, mucho menos cuando la crisis del coronavirus se le apareció como la Virgen de Guadalupe al joven Juan Diego. Ahí el aguacero es peor. No solo se ha convertido en un animador de televisión -y no en un presidente que lidere la situación-, sino en un personaje que en como en el teatro de lo absurdo le habla a una audiencia que ni lo escucha y mucho menos le cree tanta palabrería junta. Parece el muñeco del ventrílocuo que sin garganta propia gesticula vocablos que por estar tan alejados de la cotidiana realidad se convierten tan solo en una mueca de espantajo inanimado y no en la voz que requiere ser escuchada y respetada. Triste.
Ni siquiera ha sido capaz de “utilizar” la pandemia como excusa para construirse una narrativa propia que lo ubique en el lado menos oscuro de la historia donde quedan registradas las ignominias y las inequidades. En lugar de aprovechar las circunstancias para unir al país en torno a una causa común, su soberbia y prepotencia infinitas -y la de sus asesores-, lo han alejado cada vez más de la misma población que lo eligió. El número de contagiados y de fallecidos son una clara muestra de lo errático que ha sido.
Y para terminar de completar este triste cuadro de cínicos y dolorosos trazos, tampoco los funcionarios que ha escogido para que lo acompañen le ayudan a salvar la papeleta. Basta mirar las salidas en falso -por decir lo menos- que día tras día tiene la vicepresidenta. Ha sido tal la profundidad de las embarradas de esta funcionaria que en el círculo inmediato que lo rodea debe existir un pavoroso miedo que esta mujer -la primera de la historia en ser vicepresidenta- abra la boca. De su elitismo sin igual solo salen palabras que demuestran el total desconocimiento que tiene de la realidad nacional.
Ni qué decir de los ministros de gabinete. Con ninguno de ellos se tiene claridad para dónde va el país. Y menos aún ha acertado al escoger los funcionarios que ha propuesto para cumplir una función trascendental para el país -caso Fiscal-. Es una verdadera tragedia para todos.
En definitiva, el presidente Iván Duque, como producto electoral, es un fiasco. Ni las promesas que hizo las ha cumplido, ni el partido que lo apoya ha logrado posicionarlo de mejor manera, y menos aún su cacareada juventud le ha servido para resolver tantas dificultades que el innegable rezago que a través del tiempo la sociedad colombiana ha acumulado. Lástima que este país es de memoria muy corta. En una democracia plena y consolidada todos sus desaciertos serían motivo suficiente para que la gente no lo vuelva a elegir ni a él, ni a su partido que tanto desencanto ha producido y seguramente seguirá produciendo.
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