Sin duda que, en uno de los factores recomendados por la Organización Mundial de la Salud como condición para la reapertura de la economía, hemos avanzado muy poco o casi nada. Parte de la sociedad colombiana ha demostrado no estar “totalmente educada, comprometida y capacitada para ajustarse a la nueva norma”.
Es increíble lo que se está viendo en las calles de las grandes ciudades y de las pequeñas poblaciones. La gente deambula por aceras y avenidas sin protección alguna, como si lo de la pandemia fuera un juego de policías y ladrones en el que los primeros buscan a los segundos y éstos luchan por no dejarse descubrir. Pareciera un desafío en el que el gato se esfuerza por alcanzar al ratón mientras el pequeño roedor se mete en sus madrigueras para no dejarse capturar. Es de no creer lo que se ha podido apreciar. Ni siquiera el sensible incremento de contagiados ni el aumento de personas fallecidas de diferentes edades y condiciones sociales, los ha persuadido. El caso del Atlántico -particularmente en Barranquilla-, es patético. Hoy, el departamento ocupa el segundo lugar en el país -después de Bogotá- y la tendencia es a que siga creciendo la cantidad de personas infectadas con el virus. Existen suficientes evidencias de la irresponsabilidad social e individual de muchas personas que siguen como si nada estuviera pasando. Diariamente circulan por las redes sociales imágenes -incluyendo videos- de ciudadanos que violan los protocolos de bioseguridad -o nunca los han tenido-, rompen la cuarentena y salen a parques y a piscinas -algunas en conjuntos residenciales- a celebrar sus jolgorios como si nada, y se movilizan de un lado a otro de cualquier manera con tal de no obedecer las disposiciones oficiales.
Y si estas circunstancias son preocupantes, lo son más cuando tales violaciones son impelidas por muchas empresas más preocupadas por retomar su ritmo de producción sin importarles lo que les pueda pasar a sus trabajadores quienes se ven obligados a hacerlo. De no obedecer las órdenes de sus patrones, perderán su empleo y con ello empeorarán su situación al quedarse sin ingresos, multiplicando aún más sus dificultades. Están en medio de una disyuntiva: se arriesgan a contraer el virus o prefieren quedarse en casa viendo a su familia pauperizar sus condiciones de vida.
Y ni qué decir de las empresas de transporte que son las que menos están contribuyendo a que la población se eduque, se comprometa, y se capacite para hacer frente a la nueva vida que nos espera. Hay que ver la aglomeración de pasajeros en los buses urbanos y en los sistemas de transporte masivo -Transmilenio, Transmetro, Transcaribe, Mio-. Ni cumplen con la norma de ocupar solo el 35% de su capacidad, ni obligan a que los pasajeros guarden la distancia que las reglas de bioseguridad recomiendan y menos aún que usen tapabocas y guantes -ni los mismos conductores los utilizan-. Es como si las condiciones laborales y de movilización no hubieran sufrido modificación alguna en estos tiempos de confinamiento obligatorio.
Es aterrador el grado de irresponsabilidad social que se ha evidenciado entre quienes pudiendo hacerlo prefieren no tener consideración alguna ni con ellos mismos, ni con el prójimo con el que cada día interactúan con motivo de sus compromisos laborales y profesionales.
Se sabe que esta situación de romper el aislamiento es muy compleja en un país en el que casi el 48% de la población trabaja y vive de la informalidad y ello los obliga a salir a la calle a rebuscarse el diario, so pena de ver a sus familias sumirse en el hambre, la desolación y la desesperanza. Es claro que ante el abandono real -por más que el gobierno cacaraquee lo contrario- en el que han estado millones de familias que, aunque han solicitado a gritos -suplicándolo, o gritándolo en las calles- se han visto obligadas a romper los controles para salir en medio de la pandemia a tratar de llevar algo de comida a sus hogares. Esta dolorosa situación hace comprensible que en estas familias algunos tengan que abandonar el hogar, pero no de la forma como lo están haciendo. Se sabe también que es posible que tampoco tengan los recursos para adquirir lo mínimo -tapabocas y guantes- pero el no guardar las distancias no tiene justificación alguna.
Por estas y por muchas razones más estamos lejos de disponer de una población “totalmente educada, comprometida y capacitada para ajustarse a la nueva norma”. Y esto es más grave aún por cuanto tampoco el gobierno nacional está cumpliendo con los otros cinco factores recomendados por la OMS: a) no está controlada la transmisión del virus, b) nuestro sistema de salud no está preparado para rastrear cada contacto, c) no se ha minimizado el riesgo de nuevos brotes entre ancianos y centros de salud, d) los lugares de trabajo ni la infraestructura esencial disponen de medidas preventivas, y e) no se ha controlado completamente la importación de nuevos casos sobre todo en las fronteras terrestres.
Como se ve, la situación es más compleja aún de lo que puede imaginarse, sobre todo porque los ciudadanos que son quienes debemos aprender a cuidarnos no lo estamos haciendo y casi estamos a merced de las fuerzas divinas que según los funcionarios gubernamentales son las que debemos invocar para que nos salvaguarden a todos.