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Publicado el El Mal Economista (EME)

El efecto papa bomba

Por: Sara Grillo M.

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Este no es un país perdido del todo, a veces pareciera que sí, pero hay un relevo generacional que nos obliga a transformar las viejas costumbres. Ésta es la oportunidad para ser creativos,  dejar atrás todo ese historial violento y hacer una revolución pero a través de acciones positivas, que dejen una huella o un legado claro de que, efectivamente, deseamos y trabajamos por ser una mejor sociedad.

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Fuente: http://gratisography.com/

“Lo que estalló fue una papa panfletaria” dijo la policía a los medios, en relación a lo sucedido en cercanías al edificio de la DIAN en Bogotá. El mencionado panfleto iniciaba con la frase “Está más vivo que nunca el deseo de paz y justicia…” prosiguiendo con una queja extensa sobre la reforma tributaria, los beneficios a las multinacionales, la desigualdad imperante, así como un concepto de paz a criterio de los responsables de la misiva, el autodenominado Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP). Por otro lado, desde hace unos días el tema de controversia es la vuelta de los toros a La Santamaría en Bogotá, que ha despertado una ola de indignación   que llegó a generar preocupaciones sobre el orden público, que dejó heridos, enfrentamientos entre los manifestantes y la policía, y, para variar en este circo en el que vivimos, más división.

Ambas noticias me trasladaron a mis días de estudiante en la Universidad del Valle, cuando el sonido de una papa bomba, rayando el medio día por lo general, nos obligaba a abandonar el campus en medio de más estruendos, gases lacrimógenos,  uno que otro lamento por no haber podido almorzar en central, o el alivio de alguien por haberse librado de un parcial.

El primer tropel que presencié sucedió apenas un par de semanas después de iniciado el semestre. Como buena primípara el impulso inicial fue salir rauda y veloz, presa del pánico, alimentado éste último además por algunos compañeros repitentes, que no paraban de recordar lo sucedido  con Jhonny Silva años atrás. Sin embargo, tuve que frenar la huida al recordar que mi novio de entonces, también primíparo, se hallaba en algún lugar de la sede Meléndez, solo y tal vez como yo, presa del miedo. Mi plan de rescate fue reemplazado por otro más osado, menos cobarde y a todas luces más irresponsable; así que el entusiasmo de él de ser testigo de aquella experiencia tan ajena a nosotros nos llevó a quedarnos una buena parte de la tarde a presenciar ese baile entre capuchos y agentes del ESMAD.

Ida y venida, los capuchos con sus papas, bombas molotov, sus miles de trapos y pasamontañas, imponían ritmo. Luego, los agentes disparaban sus gases, lanzaban el agua, recuperando el terreno perdido en ese mini campo de batalla que era la portería vehicular de la calle 13. Pero en los recesos de aquella danza escandalosa, uno que otro “compañero” iniciaba un discurso, elocuente eso sí, para ilustrar a los espectadores el o los motivos que propiciaban aquel “acto revolucionario”. Después de varios semestres no sólo se esfumó la curiosidad morbosa de presenciar un tropel, también fue perdiendo validez el salir a colapsar el tráfico del sur de la ciudad para protestar, especialmente porque a duras penas los que estábamos dentro del campus nos enterábamos de las razones para llevar a cabo tales acciones.

Peor aún, cuando la coyuntura llevaba a que la universidad entrara en flexibilidad u anormalidad académica, y se abrían espacios para debatir posibles salidas a la crisis, o el papel que desempeñaría el alma mater en la misma; era chocante que aparecieran estos personajes, intimidando con su disfraz de combatiente, vociferando en tono militar, tal vez diciendo verdades, quizá manifestando un inconformismo justificado, pero realmente carente de coherencia al presentarse así en un escenario educativo como lo es la universidad pública.

Ahora bien, en muchas ocasiones los motivos tenían toda la validez social y política, la defensa de la educación pública, por ejemplo, siempre será una lucha digna; al igual que acompañar a las comunidades indígenas, víctimas del conflicto, en pos del reconocimiento de los derechos ancestrales sobre sus territorios; o el defender una posición crítica frente a medidas estatales, que podrían significar un detrimento del bienestar general de la población. El problema radicaba y aún lo es, en cuán efectivo resulta ser el tropel o las manifestaciones teñidas de actos violentos, a la hora de transmitir un mensaje de protesta civil. No se necesita ser un genio para dilucidar la respuesta: NO LO ES.

Uno podría pensar que se había logrado establecer, tras más de cincuenta años de conflicto, miles de muertos, muchos desaparecidos y desplazados, que la vía armada no consiguió absolutamente nada bueno para el desarrollo social, político y cultural del país. Es un hecho, no hay más qué decir al respecto, puede que sea lo único en que coincidan las diferentes corrientes ideológicas en Colombia.  Entonces ¿Por qué insistir en tales métodos? Y si se piensa en lo sucedido cerca a las instalaciones de la DIAN, ¿De verdad creen que muchos se detendrán a leer ese panfleto siquiera? Es más, si la idea era alzar una voz de inconformidad en contra de la reforma tributaria o la corrupción, ése no era el lugar para dirigir la queja, allí sólo van personas a cumplir con ciertas labores específicas, relacionadas con impuestos sí, pero ni los proponen, ni mucho menos los convierten en leyes. En cuanto a las manifestaciones en contra del toreo, ¿Era necesario ser ofensivos con los aficionados a este tipo de espectáculos? ¿Insultar u ofender refuerza lo correcto de nuestra posición? Lo dudo. Es más, eso sólo ayuda a justificar el que hayan enviado al escuadrón del ESMAD,  y con ellos, cualquier otro tipo de desmanes en pro de mantener el orden público.

Con lo anterior no quiero decir que las papas explosivas y demás, deban cambiar su destino al Congreso o la Casa de Nariño, existen muchos mecanismos de protesta pacífica, que apoyados por la influencia de las redes sociales, pueden tener un impacto mucho más relevante y sobretodo positivo en la opinión pública, lo vimos hace meses con las concentraciones masivas en la Plaza de Bolívar, las maratones de besos, abrazos o bailes, como la que se dio en días pasados en Cartagena.

No se trata de discutir el derecho a la protesta, hay razones de sobra para no estar contentos con determinadas decisiones, pero es preciso ser inteligente cuando de trasmitir ideas se trata, más en este país, tan dividido y contradictorio. Este tipo de actos violentos hacen que  el mensaje pierda relevancia, lo que queda en la conciencia colectiva es que unos vándalos hicieron de las suyas, produciendo caos, por el mero gusto de hacerlo.

Las causas o ideales, sin importar en qué consistan,  ya no pueden seguir justificando acciones violentas, ni en las calles, menos en los recintos universitarios. Desdibuja el trabajo arduo de quienes construyen país desde la academia pública por ejemplo, empezando por los mismos estudiantes, encasillados  en el estereotipo de “tira piedras”, “delincuentes” y demás adjetivos peyorativos, que se perpetúan inclusive en la vida laboral. Es hora de improvisar métodos o estrategias para demostrar cuánto hastío se puede sentir por ciertas realidades. Este no es un país perdido del todo, a veces pareciera que sí, pero hay un relevo generacional que nos obliga a transformar las viejas costumbres. Ésta es la oportunidad para ser creativos,  dejar atrás todo ese historial violento y hacer una revolución pero a través de acciones positivas, que dejen una huella o un legado claro de que, efectivamente, deseamos y trabajamos por ser una mejor sociedad.

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