El Mal Economista

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Así fue cómo un economista terminó empelotándose con Spencer Tunick

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Es todo un reto preguntarles a sus amigos, y en especial a sus amigas, si se quieren empelotar con usted. No crea que la parte de encuerarse es la única complicada.

Por: Fernando Cárdenas

@FerCardenas

Hace más o menos un mes, más por pendejo que por cualquier otra cosa, le escribí a un amigo de la universidad para decirle “usted no es capaz de empelotarse en público”. Cinco minutos después me mandó una captura de pantalla de su celular, en la que el Museo de Arte Moderno de Bogotá le  agradecía por inscribirse al evento de Spencer Tunick. Por bocón me tocó, como dirían los gringos, “put my penis where my mouth is” (algo así como sustentar mi hablamierdismo mostrando el pipí) y así empezó el mes de anticipación.

Ya estando ambos inscritos nos dispusimos entones a la etapa del reclutamiento, a mirar qué otro amigo se le medía. Dos nos dijeron que iban y luego se desaparecieron sin dejar más rastro, una más estaba firme pero se tuvo que retractar por petición de un tercero importante, otra nos sacó la excusa de que “va a hacer mucho frío” (lo cual claramente le iba a perjudicar más las estadísticas a ella que a nosotros… hágame el favor), otros les dio pena que los vieran los jefes en las fotos del periódico, y al final, quedamos otra vez los dos solos.

Es todo un reto preguntarles a sus amigos, y en especial a sus amigas, si se quieren empelotar con usted. No crea que la parte de encuerarse es la única complicada. Uno pregunta muy inocentemente, pero espera que el mensaje no llegue al otro lado y se escuche algo así como “hola, te quiero ver en bola”. La verdad es que uno solo quiere compañeros, porque quiere validación de que la decisión que tomó no es tan idiota como parece.

En esas me puse a hablar con una amiga de la vida, que por cosas del destino terminó trabajando en mi oficina, y ella, bien cool que es, opinó lo mismo y se le midió. Una semana después, mientras almorzaba con mi mejor amigo-hermano-cuasi siamés, le conté que me iba a empelotar y me respondió “no me lo va a creer, yo también me inscribí esta mañana”. Después un amigo inglés (el de la columna de Tinder) dijo que se le medía al plan también y así nació el combo de los cinco personajes más valientes de Bogotá. Al final el combo terminó siendo de tres porque mi amiga firme la mandaron de trabajo a Neiva y a mi amigo de la universidad le llegó la familia de sorpresa desde Cali (serán perdonados cuando me gasten un Combo Corral); pero los tres firmes, y no me refiero a firmes de esa manera, no sea cochino, fuimos a empelotarnos.

El plan original era meternos un fiestón desmedido y luego salir para la Plaza de Bolivar, pero por cuestiones logísticas decidimos dormir y mejor llevar un carro, mi twingazo modelo 2003 que era el de menos probabilidad de perder un espejo a manos de un ex habitante del Bronx madrugador/trasnochador.

Hicimos ruta de recogida empezando a eso de las 2:45 de la madrugada. Llegamos y parqueamos de forma sorpresivamente sencilla, dejamos celulares, billeteras, llaves, pudores y sensatez en el vehículo, y expectantes bajamos a pie desde la 4ta con 12 hasta la 7ma con 11, donde nos encontramos una fila de tres cuadras para entrar. Resignados a que íbamos a tener que chupar frio en fila, sin plata para canelazo salvador, nos paramos y empezamos a discutir sobre el compromiso que mostraba todo el mundo con la cuestión. En este punto la cosa ya no era de si lo hacíamos o no, ya todos teníamos claro que íbamos con toda: la cosa no era más que orgullo puro.

Cuando llegamos a la esquina de la carrera octava un tipo en la esquina nos advirtió que la otra entrada, la del lado de la alcaldía, estaba más desocupada. Fuimos a verificar y efectivamente, diez minutos después estábamos adentro. Eran ya las 4:15 de la mañana, aprovechamos para orinar en los baños portátiles y nos sentamos cobijados por la luz que dejó prendida algún funcionario de la alcaldía en su oficina. En este punto el tiempo solo se aceleró.

Volví a mirar el reloj y ya eran las 4:45. Nos corrieron las cintas, nos dijeron que marcáramos las bolsas que nos habían dado para guardar la ropa con nombre y cédula, y nos pidieron sentarnos. Quince minutos después salió el hombre de la hora, quien nos dio las instrucciones del caso y nos advirtió dos cosas: que había gente mayor y por lo mismo debíamos tratar de que todo fuera lo más rápido posible para que nadie tuviera problemas por el frio, y que teníamos que esperar a que saliera el sol. El sol, en una mañana bogotana despejada como pocas, cumplió la cita y a las 5:30 a.m. ya estaba asomando. Y así como así, sin más ni más, nos dijeron que ya no era necesaria la ropa.

El que le diga que empelotarse en público es normal y es fácil probablemente le está mintiendo. Yo opté por la velocidad para salir del trámite, pero con cada movimiento sentía que tal vez yo no debía estar ahí. Ya encuerado, y sufriendo el efecto “quesito pera” propiciado por la temperatura ambiente sobre mi miembro estilo kosher levanté la cara y vi a todo el mundo igual que yo. Marcas de bronceado por todo lado, tatuajes por montones, y genitales por doquier. Fue en ese momento que me vi enfrentado con mi mayor miedo de frente (viene la confesión profunda del día): El miedo a ser absolutamente vulnerable, sin mi ropa, sin mis chistes malos, sin mi familia, sin nada entre yo y los demás.

Mis amigos estaban conmigo, pero hoy confieso que estuve a nada de llorar… respiré, enfrenté el miedo, y a pavonearse por ahí se dijo. Mucha gente le va a contar lo lindo que es el cuerpo humano, y que todos somos iguales, pero para los que íbamos más por curiosidad que por arte el principio de la experiencia fue incómodo, lleno de comparación, de tratar de no ver a las mujeres de frente  para que no se sintieran incómodas, y de tratar de superar la forma como el frio nos jugaba una mala pasada en cuestión de imagen.

Si va a participar en una de estas fotos sepa que la gente tiene las mismas preocupaciones que usted, por lo que la mayoría de las personas son supremamente cuidadosas de no tocar a nadie más. A mí me tocaron dos personas, uno que se cayó y no tuvo la culpa, y otro que me tocó el hombro para tomar distancia. No más. Los bogotanos fueron sorpresivamente respetuosos, y juntos alentamos a la señora de tercera edad que se montó en una de las tablas, como si fuera el más peleado gol de la sele.

Todo pasó rápido, aunque en total estuvimos cuarenta minutos descubiertos. Hablé con más personas, y siempre que hablamos nos miramos a los ojos, como si la ropa estuviera puesta. Sinceramente puedo decir que uno está más pendiente de que vieja está buena cuando tiene ropa puesta, cuando todas se la quitan ese pensamiento ni se aparece. Después de un par de tomas dijeron que todas las mujeres tenían que ir hacia las escaleras del congreso, y que nosotros ya podíamos irnos. Yo salí corriendo de primero a buscar la ropa, nunca perdí la noción de que si me la robaban me iba a tocar caminar empeloto hasta el carro, que no iba a poder abrir.

Ya cuando llegué a mi casa me busqué en las fotos de los medios de comunicación y me encontré en varias. La verdad no me gusta cómo me veo en las fotos, apenas las vi sentí que tenía  que volver a sacar la bicicleta e intensificar la ida al gimnasio. ¿Estoy inseguro de mi cuerpo? Sí, como todos, hay cosas por mejorar, pero normalmente me gusta cómo me veo, y hasta me gusta jugar a hacer poses en los espejos para ver mis mejores ángulos (que no captaron los medios).

Luego entré al baño para bañarme, me vi al espejo y me gustó como me veía otra vez. Creo que la mayoría de los que fueron cumplieron sus propósitos, pero yo francamente no lo repetiría. La logística fue impecable, el frío tolerable, y cuando alguien me dice que me vio en las fotos me río y ya (de hecho me han hecho un par de comentarios positivos sobre mi retaguardia, que son tomados con absoluto agradecimiento); pero más que arrepentirme creo que es una cosa de una vez. De tener una historia para contar, de esa vez que me empeloté en público.

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