Los profesores Esther-Juliana Vargas y Maximiliano Prada, de la Universidad Pedagógica Nacional y miembros de la Sociedad Colombiana de Filosofía, reflexionan en “Filosofía y coyuntura” sobre la ausencia del derecho a la Filosofía en la actual Ley Estatutaria de Educación que cursa en el Congreso de la República, a la vez que ponen de presente la necesidad de la disciplina para la vida cotidiana, la sociedad y la democracia.

“La filosofía debería incluirse dentro de los derechos humanos, y todo el mundo tendría derecho a ella”.

José Saramago.

Con extrañeza, encontramos que en la redacción actual de la Ley Estatutaria en Educación se omite el derecho a la filosofía para todos y todas. ¿Debe extrañarnos esta omisión? ¿Por qué la filosofía debería ser un derecho?

La filosofía es una parte constitutiva del acervo cultural que las generaciones presentes tenemos el deber de legar a las que vienen. Con ese legado no solamente estamos ofreciendo a “los nuevos” en la sociedad —a los niños, las niñas y jóvenes— un cuerpo de contenidos disciplinares que hacen parte de las clases escolares; junto con ello, la filosofía constituye un horizonte abierto para cualificar el pensamiento, la crítica y la argumentación; para ponerle palabras y conceptos a preguntas vitales que, siendo o no filósofos profesionales, nos hacemos a lo largo de la existencia; a la vez, para lograr comprensiones globales, críticas y activas del mundo que nos rodea, del mundo que habitamos hoy y que exige el despliegue de toda nuestra capacidad de pensar y actuar; mundo que, a su turno, buscamos transformar para legar a las nuevas generaciones un entorno más comprometido con la justicia y el cuidado del medio ambiente.

Preguntar, pensar el mundo en el que vivimos, ocuparnos de sus fundamentos y fines no puede ser un lujo reservado solo para un grupo de expertos. ¡No! Justamente, una de las garantías democráticas consiste en que cada quien tenga las condiciones para asumir las riendas de la existencia propia y de la vida colectiva. Por ello, todos los ciudadanos y ciudadanas debemos tener derecho a la filosofía, así como tenemos derecho al arte, a la ciencia, a las humanidades, a la tecnología; en suma, a las formas de la construcción y goce de una vida digna. Hacernos responsables de nosotros mismos y del mundo en que vivimos es de una tarea de todos, pero, además, es algo que nunca concluye, que implica una construcción permanente, por ello, el goce del derecho a la filosofía se debe garantizar desde las edades tempranas de formación, hasta la vida adulta. Esta garantía puede o no conducir a los sujetos al destino de la vida profesional como “filósofas o filósofos”. Pero la filosofía no es sólo para ser profesionalmente filósofas o filósofos: es para construirnos como sujetos activos en la vida democrática.

El derecho a la filosofía se manifiesta de dos formas, como explica Derrida: tenemos derecho a acceder a los contenidos y a las formas de pensamiento que ofrece la filosofía como una cosa a la que podemos ir directamente (en otras palabras: “ir derecho hacia la filosofía”); con lo cual, en efecto, debemos “des-sacralizar” la filosofía como cosa de expertos y entenderla como cosa de todas las personas. En efecto, todos, con o sin formación filosófica, en distintos momentos de la vida y frente a muchas situaciones, hacemos preguntas y reflexiones filosóficas o construimos comprensiones sobre el mundo, la vida personal, el bien, la justicia, etc.

Ahora bien, el desarrollo de esas preguntas tiene, como cualquier disciplina, sus propias lógicas internas; su despliegue implica emprender un camino, un esfuerzo; implica una cualificación. Y ello requiere, a su turno, que haya condiciones de posibilidad, que estén dadas para todas las personas; requiere formación filosófica. A esto se refiere un segundo sentido del derecho a la filosofía. Derecho como forma jurídica, como forma institucional, como despliegue de una infraestructura normativa e institucional de garantía del derecho, gracias a la cual todo ciudadano pueda ir hacia la filosofía (en el primer sentido) de manera cualificada. Con ello, se aseguran las condiciones del cultivo de la filosofía que se merecen tanto la disciplina misma como, sobre todo, el ciudadano que está “yendo derecho hacia” la filosofía.

De esta argumentación derivamos, entonces, la exigencia de que el derecho a la filosofía quede incluido explícitamente en la Ley Estatuaria a la educación. El derecho debe ser explícito; no se garantiza el derecho si en la forma jurídica la filosofía queda diluida en otros saberes o capacidades o si el potencial de la filosofía queda reducido a algunos de los aspectos que ella desarrolla.

Vale la pena recordar que como nación habíamos comprendido la necesidad de la filosofía para todos y todas. Por ello, tanto en la Ley 115 de 1994 como en la Ley 30 de 1992 encontramos a la filosofía como parte de los contenidos a los que los jóvenes debían acceder en la Educación Media y en la Educación Superior. Más aún, el desarrollo mismo de la filosofía y su enseñanza en el territorio nacional mostraban que era necesario ampliar el rango de educación filosófica, incluyéndola también en la Educación Básica, a la vez que fortalecer su presencia en la educación técnica y tecnológica. De allí que el desarrollo progresivo de tal comprensión debía derivar en el reconocimiento del derecho. Sin embargo, la redacción actual de la Ley Estatutaria reversa esta conquista. Eliminar a la filosofía de la Ley Estatutaria no sólo va en contra de la formación integral que supone la apertura del mundo para las niñas, los niños y jóvenes por vía de la filosofía, sino que haría a la reforma regresiva y contraria, lógicamente, al principio de progresividad en materia de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (DESCA).

Podemos tomar prestadas las palabras de Derrida nuevamente: “Lejos de contentarse por no poner obstáculos al ejercicio del derecho (…), el Estado debe también intervenir activamente para hacer posible el ejercicio del derecho a y preparar las condiciones favorables a ello” (Privilegio o del derecho a la filosofía). La intervención activa que pide el autor ya había estado consagrada en las leyes educativas precedentes en nuestro país; ¿por qué dar pasos atrás en nuestras conquistas culturales?

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