Se parece a una flor que no fue destinada para crecer en un jardín o en la hacienda El Paraíso de Efraín y María. Su naturaleza es habitar los fangos y florecer allí como metáfora sobre derrotar la adversidad. Rafael Nadal representa ese ser vivo. El español es como el grano de café verde que suelen rechazar por su amargura pero que por condescendencia de una recolectora ocasional terminó mezclado con los rojos maduros y luego en la mejor taza de tinto del mundo. La más exquisita. Él no nació para ser el mejor. Pero sus artes de combatiente doblegaron al destino.
La condición de indomable alcanzaría su tope hasta los circuitos juveniles pero sus facultades naturales sólo le hubiesen permitido ocupar un digno Top-100 en la ATP. La transición de júnior a profesional (a los 14 años) trajo consigo un cambio de técnica y una altísima dosis de preparación física que sobreexcedió la resistencia de su cuerpo. Por eso las lesiones serían sus verdugos por siempre. La tendinitis que le cerró el camino en 2005 lo acosa ahora con tozudez y amenaza con sacarlo de las pistas definitivamente. Nadal ha sido víctima de su propio tenis porque se propuso ser el mejor; Roger Federer no lo planeó: todo fue genuino.
El suizo se apuesta en el centro de la cancha, se monta en la bola con un timming perfecto, sube a la red sin despeinarse ni transpirar, cambia de ritmo a su antojo: de top spin a slice, de slice a un golpe macizo. Entre punto y punto camina con la altiveza de un alce, ni en un quinto set abandona su andar de western, su pókerface y el desparpajo de esconder su pelo detrás de las orejas, como quien subestimara el punto siguiente, el de la vida o la muerte. Su cuerpo atlético nunca le envió señales de lesiones graves: su fisiología atlética está diseñada para ser el número uno. Por eso el tipo encuentra aburrido el debate sobre el cambio del calendario y no apoya la moción liderada por el mismo Nadal, que piensa –con razón- que 18 torneos al año anticiparán su jubilación del tenis. Federer se despedirá cuando se le dé la gana.
Pero a veces la perfección aburre. En otras, lo imposible obsesiona. Y Nadal se encaprichó con un destino ajeno: ser el mejor. Y hoy es una antítesis admirable hacia ese camino. Un diestro por naturaleza que gana como zurdo por convicción. ¿A quién se le ocurre jugar con su mano menos hábil y triunfar para contarlo luego? Sólo imagine al periodista Víctor Hugo Morales narrando la jugada del 22 de junio de 1986, el eslalon de Diego Maradona en el segundo gol contra los ingleses pero por derecha: piense que usa su pierna menos hábil como bastión para eludir a Hoddle, Reid, Sansom, Butcher, Fenwick y al portero Shilton. Rafael Nadal hace jugadas de Maradona por partido de tenis y con la mano menos sensible. “¡Genio! ¡Genio! Tá tá tá tá tá…”, entonaría Morales con su voz radial.
Y lo logra con la técnica menos apropiada. Al pegar una derecha realiza un bucle heterodoxo o un semicírculo con la raqueta bastante cerca de su propia cabeza, inclinando además su cuerpo hacia atrás. Es el movimiento que todos en el circuito hacen a la carrera cuando pegan fuera del pasillo de dobles de manera incómoda. Nadal sugiere molestia con cada derecha que termina por encima de su cabeza. Es un mecanismo de defensa, dice su tío Tony. Pareciera que le importa todo menos jugar bonito porque en definitiva no fueron dones naturales sino adquiridos con la perseverancia.
Si Federer disfruta de un repertorio de tiros perfectos, Nadal juega con el corazón más grande del circuito. Si fuera un boxeador noquearía con jabs desde el piso. Si protagonizara una película de vaqueros, con el pecho le devolvería la bala a su gatillero verdugo. Nadal no entrega un punto sin pensar en las consecuencias físicas de su cuerpo: en todos los partidos camina sobre el hilo del cuchillo, por eso es una víctima de su tenis. De ahí sus calambres en ruedas de prensa, un tobillo que sólo sirve para acostumbrarse a vivir con dolor, las manos atestadas de ampollas desagradables, su aspecto eterno de luchador sufrido.
Se impuso en luchas contra su cuerpo, como cuando ganó este año Roland Garros con una molestia en el tendón rotuliano de la rodilla izquierda. Pero ahora sufre en la batalla final contra sus dolores. El síndrome de Hoffa (inflamación en su rodilla) lo obligó a ausentarse en los Olímpicos de Londres 2012, en Toronto, Cincinnati y el Abierto de Estados Unidos. Su cuerpo se está quedando de piedra estragado por viejas lesiones, como una fisura en el codo derecho al caerse en 2003, fisura de escafoides en el pie izquierdo en 2004, la aparición de la tendinitis en las rodillas y lesión en un pequeño hueso del pie izquierdo en 2005 por la que pensó en dedicarse al golf, problemas de espalda en 2006, calambres en su brazo izquierdo en 2007, lesiones prolongadas en las rodillas que han obligado retiros y recuperaciones forzadas. Su cuerpo exige descanso del tenis para siempre. Pero el tenis lo extrañará.
Y sí, el hombre tiene detractores. Los románticos lo juzgan por su estilo mecánico. Los amantes de la estética discrepaban acerca de sus bermudas y ahora simplemente por halar sus calzoncillos antes de un punto. Los admiradores del juego fino (como el de Guillermo Coria) extrañan en él una mano dúctil para volear o intentar un drop. Yo lo detesto porque mi jefe bien podría donar su rodilla izquierda si eso sirviera para que Nadal pudiera seguir jugando. Pero tras esta reflexión empiezo a entenderla. Y entonces, sin caer en una apología sino más bien apelando a un ejercicio de tolerancia, concluyo editando un aparte del texto del escritor argentino Martín Caparrós sobre Martín Palermo: Es fácil triunfar siendo Federer; lo difícil, lo meritorio, lo increíble, es ganar siendo Nadal. Nadal es un canto de esperanza, el estandarte del que triunfó a pesar de mil obstáculos. La demostración de que la perseverancia alcanza todo.