Tenis al revés

Publicado el @JuanDiegoR

La satisfacción del fraude cumplido

Peladura se llamaba el animal. Era una mula que pastaba en el campo donde los alumnos de la academia Julio Varón de Armenia solíamos trotar como forma de entrenamiento físico. Y en donde también había chivos y mucho estiércol. Cuando corríamos, por alguna razón inexplicable Peladura parecía iniciar un Big-Bang de hormonas y acto seguido nos perseguía con objetivo de copulación. El pavor con el que yo huía desarrolló en mí cierta capacidad de resistencia física porque por fortuna nunca me dejé alcanzar. Creo que alguno de mis compañeros sucumbió ante un calambre y cayó en patas de Peladura. No recuerdo bien. Pero en definitiva, los capítulos de entrenamientos fueron graciosos y cantinflescos, sobre todo uno en Pereira, años después.

Tenista al revés

Mi amigo Cristian (a quien nombro en Los alias diabólicos por su apodo Bolita) llegó a un momento en que carecía de sparrings para entrenar, porque la falta de dinero para continuar jugando causó que unos cuantos compañeros se rindieran y pasaran a mejor vida al mundo del ocio y la holgazanería. Entonces accedí a invitarlo a entrenar conmigo al Club Campestre. Allí los invitados sólo pueden ingresar dos veces al mes y un portero con ínfulas de inmortal marca rigurosamente la tarjeta de entrada. La solución en ese momento parecía muy sencilla: previendo el tema del oxígeno, parábamos 20 metros antes de la portería y el chistoso de mi amigo se tiraba en el baúl, cual bulto de papas.

Si el carro no tenía bandeja-la que no permite que se vea desde afuera el interior del maletero- lo cubríamos con una coraza de maletines, una toalla ocasional o con camisetas. Era lo de menos.

-Siga, Ramírez- me decía el portero Hernández, con un gesto de bienvenida con la mano.

Unos metros adelante no conteníamos la risa nerviosa, la de adolescentes impunes. En medio de una adrenalina genuina lográbamos evadir una autoridad para resolver un fin deportivo: entrenar. Qué va. A veces, sólo por pasarnos por la faja a Hernández.

Pero un día fuimos demasiado evidentes. Cometimos un error infantil: entré manejando el carro de Bolita, identificable para Hernández por las veces en que ingresábamos de manera legal. Esa vez mi amigo Jorge Suárez, invitado legítimo, iba a mi lado de copiloto. Una vez vimos de nuevo el gesto de bienvenida subestimamos al rival y sentimos la satisfacción del deber- o del fraude- cumplido. Yo sólo escuchaba “Coronamos, coronamos…”, un sonido disminuido y de ultratumba que provenía del baúl, donde se revolcaba Bolita al pasar por cada sobresalto o policía acostado. Pero no contábamos con que nos descubrieran infraganti mientras estuviera abriendo el maletero. Era Hernández, quien me había perseguido en su moto cual Renegado y me miró desafiante para soltarme este sermón colegial: “Muy bonito, Ramírez…”

Regañado por mis padres, ignorantes de mis pasos hasta que leyeron la carta que anunciaba mi suspensión de un mes del club, me convertí en un forastero en canchas ajenas durante ese lapso para poder entrenar. Y entonces cuando se cumplieron las dos entradas en otro club, un amigo me prestó su contraseña y yo estampé mi foto en lugar de la suya. “Bien pueda, Carlos”, me decían en recepción.

Nunca me descubrieron allí y empecé a pensar, por torpezas mentales de la edad, que tenía cara de Carlos. En definitiva pagué la suspensión y en realidad aprendí la lección. Eso sí, hace mucho pasó eso pero Hernández aún me sigue revisando el baúl.

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