Tenis al revés

Publicado el @JuanDiegoR

El tenis y los Beatles me enloquecieron

Después de que el tenis me dejara, nada podía resultarme más frustrante. Y, al mismo tiempo, comencé a sentir pena por pedirles dinero prestado a mis padres, porque ya suficiente inversión había demandado el tenis por tantos años. Por eso creía necesario ahorrar de cualquier manera y un día, cuando mi amiga Luisa Pinilla me ofreció el puesto de “estatua de Beatle” para adornar un evento empresarial, acepté. “Ya no fui tenista profesional, qué más da: disfracémonos de Paul McCartney”.

DOCU_GRUPO Novak Djokovic

Faltaba media hora para que llegaran los clientes a quienes debía divertir con mi poca elocuencia. Antes, me colgaron el bajo y me indicaron que cada dos minutos los cuatro que representábamos los Beattles debíamos movernos sutilmente y volver al estado de piedra. Como los que pintan sus caras y fingen ser estatuas en los semáforos.

La exposición al sol y al ridículo incrementaban al mismo tiempo. El hombre disfrazado de Michael Jackson, en la tarima de la derecha, y las mujeres que imitaban las Pussy Cats, en la de la izquierda, sudaban por bailar. Nosotros, por usar traje en medio del calor del mediodía en Bogotá. En mi condición de estatua, no pude resguardarme en una hora y sólo hasta entonces me di cuenta de que mis dedos sangraban porque no controlé la fuerza con que debía bajar mi mano y provocar el sutil sonido del bajo. Embriagado por una fiebre de insolado e inconforme con los $70.000 de recompensa elegí el peor camino: triplicar lo que me había costado hasta unas gotas de sangre. Y lo conseguiría cuatro horas después en un casino al norte de Bogotá. Sólo que casi me cuesta la vida.

Mi cansancio debía ser reparado. Siempre fue así. Si salía eliminado en las primeras rondas, me dedicaba por completo a las cartas y me consolaba en el regreso a casa con los artículos deportivos y el dinero que les ganaba a mis amigos. Pero esta vez no hubo espacio para respirar demasiado ni para la reflexión. Gracias al calor interno y la cara enrojecida entré al casino en el peor estado de un apostador: necesitado y con rabia. Y así no hay oxígeno ni estrategias ni paciencia para poder vencer a un sistema que por naturaleza nunca pierde.

Por eso, 15 minutos después de ingresar, los $70.000 habían desaparecido y me encontraba jugando ya la última moneda de $5.000. Dos cartas bajas no me devolvieron la esperanza y me desesperé. Un poco más. Puse las manos en cada lado de mi cabeza, decidí silenciar mi alrededor, no vi el juego de los demás y pedí cartas con indiferencia. Con esa resignación tenística de un recibidor cuyo rival saca para el partido, con esa desesperanza de quien pierde por más de dos quiebres.  

Mientras el tallador lanzó cinco cartas, no me detuve a estudiar ni su juego ni el mío, no escuché las advertencias de mi amigo Juan David Pulgarín ni los murmullos que suscitaba mi actitud alrededor de la mesa. Ni siquiera vi las cartas del jugador que se sentaba justo al lado: le habían lanzado dos ases y abrió dos juegos para apostar en cada uno más de $150.000. Me pudieron haber lanzado las dos figuras que él necesitaba para ganar más de $700.000, me pudo haber increpado por irresponsable, pudo haberme golpeado, como pasa y pasará en estos sitios en donde los hombres se extravían en sí mismos. No ocurrió eso porque mi desespero le ganó al sistema. Pero sin quererlo. 

Quemé cinco cartas por debajo de nueve y al superar los 21, levanté la cabeza y entonces sí adquirí consciencia de la realidad: mi vecino respiraba grandes bocanadas y giraba su cabeza en señal de desaprobación. No alcanzó a dirigirme una palabra cuando destaparon esas dos figuras necesarias, esas que no hubieran podido salirle sin mi afán e inconsciencia. Tanto sufrieron quienes presenciaron la ronda completa que todos festejaron, incluyendo a mi amigo, que lo había perdido todo hacía unas rondas. También festejó el tallador, que tal vez temió por mí.

Mi vecino, el del mostacho grueso, las gafas de piloto y la apariencia de mafioso, sólo sonrió y deslizó muchas monedas hacia mi puesto como recompensa a mi brutalidad.

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