Su madre conducía un Swift vinotino en medio de un diluvio. Nos dirigíamos a la academia de su padre, a las afueras de Armenia. Su mamá Sandra, como decía, trataba de mantener el carro en línea a pesar del piso resbaloso y del parabrisas empañado. Julio Varón, fundador y entrenador de esa academia, era el copiloto y atrás estaba él, Juancho. Sus bondades eran tan evidentes que nadie le decía Juan David, pero pasaba por inexpresivo y retraído en ese entonces, a la edad de 12 años. Yo estaba sentado a la izquierda de él, junto a una ventana. En la otra se ubicaba Zamira y Juan José compartía el centro con Juancho. Faltaba poco para el accidente.
En una línea recta, a unos tres kilómetros de llegar a las canchas, apenas pudimos ver cómo un camión que venía en sentido contrario frenó en seco para no golpear al carro de adelante que disminuyó su velocidad sin explicación. Las llantas contra el pavimento mojado sonaron como un monoplaza contra el peralte y el camión se disponía a embestirnos. Los frenos del Swift sucumbieron, las llantas patinaron unos 15 metros y nos estrellamos contra el costado derecho de la mula.
Antes del accidente, a Juancho y a mí sólo nos unía una amistad heredada de la hermandad entre nuestros padres. Pero, en rigor, nos conocíamos más como rivales en la cancha, en donde me impresionaban su talento increíble y sus episodios de rabia jugando al tenis (quebraba raquetas al ritmo de Gastón Gaudio). Nunca conocí su punto débil, salvo el carácter en la pista que le otorgaron la reputación –equívoca– de pendenciero.
Pero la imagen que vi después del choque cambió mi percepción por siempre. Terminó por estrechar una amistad que sólo la muerte ha separado nueve años después. El camión no nos cayó encima, aunque tambaleó, pero Juan José quedó inconsciente. Zamira sollozaba y Juancho, aunque golpeado, abrazaba a su mamá por la espalda mientras lloraba a gritos y le preguntaba si se encontraba bien. Sólo que lo repetía tan rápido que ni siquiera permitía una respuesta, como si pensara que su mamá había muerto; pero en realidad sólo se quejaba de un dolor en el pecho y se sorprendía por la reacción del mayor de sus dos hijos.
Entonces dimensioné la esencia de esa familia, la unión y el cariño entre sí. Los padres administraban la academia que durante muchos años fue nuestro hogar (y sigue siendo el de otros niños) y Juancho entrenaba allí porque el tenis, antes que un pasatiempo, siempre lo consideró como una profesión. Desde entonces conocí su lado más humano, empecé a notar que la familia era su prioridad en una edad en la que los amigos son más divertidos. La vida tendría que mantenerlos juntos por mucho tiempo, pensé.
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Esas bondades –que eran el reflejo de sus papás– se volvieron populares entre todos los de nuestra generación. Al menos para mí. Lo único cuestionable era su mal carácter en la cancha, pero eso sólo afectaba a Julio y a Sandra, quienes debían reponerle las raquetas rotas. Por lo demás, parecía que Juancho era el amigo de todos, el que respondía con sonrisas tímidas, el que no ofendía a nadie y a las mujeres las trataba con una gentileza inusual para alguien de su edad (o de estos tiempos). Era un modelo a pequeña escala de su padre Julio, a quien muchos consideramos –todavía– como un papá y un ejemplo a seguir, porque su transición de recogebolas a entrenador y profesional fue difícil, pero nunca le arrebató la humildad. En consecuencia, todos queríamos a su hijo por dos virtudes que hasta el domingo pasado, el último día de su vida, nos mostró sin esforzarse: la lealtad y la nobleza.
La noticia de su muerte trágica se difundió como virus porque, interpreto yo, quienes lo conocimos sentíamos la necesidad colectiva de reclamar un abuso de la vida. Amigos del tenis nos volvimos a hablar después de mucho tiempo, porque teníamos que encontrar complicidad sobre un sinsentido de la naturaleza. Paradójicamente, un camión que se interpuso entre su moto y la vía anticipó su adiós. Al menos eso sé y no pretendo corroborar la información, pues no quiero seguir imaginándome el accidente ni su rostro antes y después de chocar. Prefiero recordarlo como ese niño que vestía una camiseta en la que se podía leer Academia Agassi y sostenía una Wilson amarilla. En mi mente retendré por siempre la imagen con la que ilustro esta semblanza de un hombre que sin ser famoso, su muerte nos dejó un vacío a demasiadas personas.
Nunca olvidaré su nobleza, Juanchito.