Rumbo a Sudáfrica 2010

Publicado el mundial2010

Luis Monti, el antihéroe del 30

luismonti_250El futbolista que Mussolini eligió para ganar la Copa

Por: Fernando Araújo Vélez

Eran cientos de miedos los que lo desbordaban, mil y un millón de angustias que lo doblegaban y paralizaban. Luis Monti escuchaba las palabras que sus compañeros repetían, especies de himnos con tintes de motivación, pero no entendía nada. Que sólo era cuestión de salir a la cancha y jugar como siempre, que los de afuera no existían, que no se quebrara, que se jugaban un lugar en la Historia. Las frases eran como palabras vacías para él que se le mezclaban con el rostro de su madre, con sus años de niño desenfadado, barrio y milonga, con la muerte. La tarde del 30 de julio de 1930 Monti fue una sombra de sí mismo, un hombre al que le habían robado las ganas de jugar al fútbol, que era como decir la inocencia, la pasión, la alegría.

luismonti_560

Su tragedia había comenzado a escribirse tres horas antes con el sobre que un botones había arrojado por debajo de su habitación en el Hotel de Santa Lucía, Montevideo, Uruguay, sede de la selección Argentina en la Copa del Mundo.  Monti leyó su contendido dos, tres cinco veces, incrédulo, asustado, tembloroso. Dejó caer el papel, se botó en la cama, y 30 minutos más tarde escuchó a su compañero Alfredo Paternoster decirle, gritarle que ya se iban para el estadio. En 10 minutos se vistió de gala y bajó al lobby, demacrado. De alguna manera, revivió allí las asiduas visitas de Carlos Gardel, las voces de aliento de algunos hinchas que habían cruzado el Río de la Plata para acompañar a su equipo y las reiteradas ocasiones en las que había prometido tomarse venganza de la derrota ante Uruguay en la final de los Olímpicos de 1928.

Cuando el bus que transportaba a la delegación arribó al estadio, uno de sus vecinos, nunca recordó quién, le dijo que la construcción de aquella mole había costado un millón y medio de dólares, y que lo habían hecho en sólo seis meses. Él respondió levantando los hombros. Sus preocupaciones eran otras. Hacia las dos de la tarde, ya dentro del vestuario, poco antes de vestirse con el uniforme azul celeste y blanco de Argentina, Monti salió a uno de los pasillos que conducían a las tribunas. Buscaba, desesperado, a alguno de los directivos del equipo. Cuando lo encontró le dijo que él no estaba en condiciones de jugar, que había varios muchachos muy buenos que lo podían reemplazar, que lo excluyera del team, que era por el bien de todos. “No lo vuelva a repetir”, dijo el tipo.

Una hora más tarde, Monti ingresaba a la cancha del Centenario. Lideraba la fila de su selección, que en minutos nada más enfrentaría a Uruguay por la primera copa del mundo en la historia, la Jules Rimet. Quince mil argentinos lo ovacionaban. Setenta mil uruguayos lo silbaban. Entre ellos, camuflados, dos italianos hacían cábalas sobre lo que tendrían que hacer, porque si Uruguay ganaba, Monti aceptaría con facilidad la oferta que le habían hecho por escrito, pero si perdía, él o su madre tendrían que morir según las  instrucciones que les habían impartido desde Italia. Por ello celebraron el primer gol celeste, obra de Dorado, al minuto 15. Y por ello, también, maldijeron el empate de Carlos Peucelle y el triunfo transitorio de los argentinos, gol de Guillermo Stábile, porque ni a ellos ni a nadie les agradaba matar.

Habían llegado a Montevideo varios meses antes para cumplir una misión especial que les asignaron en Roma en enero de aquel año. Sus nombres reales eran Luciano Benetti y Marco Scaglia, agentes secretos de las camisas negras del duce, Benito Mussolini. La primera parte de su tarea era amenazar de muerte al futbolista Luis Monti y a su familia. La segunda, impedir que Argentina obtuviera la Copa del Mundo. En ningún momento les dijeron por qué. Ellos tampoco preguntaron. Esas cosas jamás se preguntaban. Simplemente actuaron, camuflándose entre los uruguayos, indagando, presionando. Diecinueve años después Scaglia escribió algo parecido a sus memorias, un librito que tituló memorias de un agente fascista. Allí contó que las órdenes habían salido de las oficinas de Benito Mussolini , quien necesitaba que Italia ganara la Copa que se iba a jugar en 1934 en su país.

Para ganarla requería de un jugador  que le manejara los ritmos a la azurra, que le imprimiera carácter. Sus informantes lo convencieron de que el hombre era Luis Monti, campeón en Argentina con Huracán y San Lorenzo en 1921, 1923, 1924 y 1927, y medalla de plata en la Olimpíada del 28 con la Selección.  Sin embargo, si Monti obtenía la Copa del Mundo del 30 se transformaría en una especie de Dios. Sería poco menos que imposible convencerlo para que emigrara.

Al final del primer tiempo de la final, con la derrota parcial a cuestas, Uruguay era un nudo de nervios, recriminaciones, insultos y lamentos. Argentina era sólo silencio, silencio y miedo. En un camerino, la gritería se cambió por ánimo. En el otro, el silencio le dio paso al dolor, y luego, al pánico. Monti se sentó contra una esquina, Paternoster, a su lado. Más allá se fueron dejando caer Stábile, Varallo, Arico Suárez. De repente el mutismo se rompió en mil pedazos. “Mejor que perdamos de una buena vez. Si no, aquí morimos todos”, dijo Peucele. Monti lloró. Varallo exclamó que tenía la pierna rota. Cinco minutos después aquel remedo de equipo salió a la cancha, y en la cancha, como pudo, perdió 4-2 la final (Cea, Iriarte y Castro anotaron los goles uruguayos).

Pasados algunos días, Monti era la víctima preferida de periodistas y fanáticos. Por él Argentina había caído. Por él y su negligencia, decían. Por él y su poca entrega, repetían. La vida se le había caído al capitán. Por eso, no tuvo que pensarlo mucho cuando los agentes de antes le ofrecieron un contrato por cinco mil dólares mensuales en Italia, el automóvil que eligiera y una casa. Firmó que sí y fue jugador de la Juventus, primero, y luego de la Lazio, el cuadro de Mussolini. Cuando llegó, a finales del 30, estaba pasado de peso, lento, sin reacción, pero entrenó casi que con un fusil enfrente y bajó 10 kilos en 20 días. Entonces demostró lo que podía hacer dentro de un campo de fútbol, y cuatro años más tarde, de acuerdo con los planes del Duce, llevó a Italia al título del mundo, pero esa fue otra historia. Ni más ni menos cruel.  Sólo otra historia.

Comentarios