El 24 de junio de 1990 en Turín
Por: Fernando Araújo Vélez
Se tomó el primer vuelo disponible desde Nápoles hacia Turín con el poco de dinero que aún le quedaba, cansado de recorrer Italia de Norte a Sur en trenes de tercera que, por otra parte, no habrían llegado jamás a tiempo.
Dejó su precario equipaje con un amigo de nombre Gabriel en el hotelucho donde el día anterior había tenido que soportar el dolor de la eliminación de Colombia ante Camerún, y se llevó su máquina portátil para enviar a su periódico, en Bogotá, las notas que pudiera conseguir, aunque lo que en realidad le importaba era poder entrar al Brasil-Argentina de octavos de final.
Maradona, claro, Maradona con el tobillo hecho una miseria pero él al fin, mágico, rebelde, místico, provocador, genio y loco, todo a la vez. “Ma-ra-do-na”, cantaba una barra quilombera de quién sabe qué rincón argentino al oriente de la Plaza de los Trenes de Turín, allí donde se encontraron brasileños y argentinos para comenzar a vivir el partido, allí donde una tarde como aquélla, 100 años atrás, un viejo filósofo –Federico Nietzsche- se abrazó a un caballo porque los caballos, decía, gritaba, sollozaba, eran más dignos que los humanos. Nunca más volvió a su juicio.
Ma-ra-do-na era lo único que se les entendía a los miles de brasileños que habían llenado la plaza. El miedo-respeto se les notaba en sus tímidas batucadas, en sus sonrisas no tan alegres, en sus silencios. De la plaza se marcharon, como todos, como el periodista de La Prensa, en un tranvía del mismo amarillo quemado de la Selección de Sebastiao Lazzaroni. A lo lejos parecían una inmensa mancha que recorría la histórica ciudad de un lado hacia el otro. En el estadio Delle Alpi ya eran La Mancha asentada en las tribunas, gritando por Brasil para quitarse el temor, aplaudiendo y reventándose las manos para eliminar la voz y la figura de un tal Diego Maradona.
Cuando Maradona salió a la cancha las tribunas se encogieron un segundo, para luego expandirse y romperse en chiflidos e insultos. Como en los tres partidos anteriores –Camerún, la Unión Soviética y Rumania- , el capitán de los argentinos concitaba todo el odio que desde la televisión y la prensa y la radio había inoculado, entre otros, Silvio Berlusconi, gran presidente y dueño del Milán, enemigo no declarado del 10 porque el 10 no sólo había llevado al mísero Nápoles a la gloria en Italia y Europa, sino que se había negado a “perder” un partido que, por apuestas oscuras, Berlusconi necesitaba que perdiera. Luego, muy luego de la Copa del Mundo, cobraría su venganza.
Maradona cantó el himno serio, como todos sus compañeros, Caniggia, Goycochea, Troglio, Sensini y Monzón, entre otros. Al terminar, debió gritar un vamos carajo con rabia, se le veía pero no se le oía. Luego fue a saludar a un puñado de hinchas celestes detrás de uno de los arcos. Instantes más tarde, gritaba de impotencia dentro del campo porque Brasil era una tromba que perdía y perdía oportunidades de gol. Los palos, Goycochea de suerte, un defensa, la mala puntería…
A los 10 minutos de aquel primer tiempo, Brasil hubiera podido ir ganando el juego 6-0. Eso le dijo Jorge Valdano al periodista de La Prensa en el palco de prensa. Eso comentó Pelé para la radio, dos metros debajo de ellos.
Pocas veces en una instancia de octavos de final, un equipo era tan superior al otro. Debió ser por eso que en un momento, minuto veintitantos, Carlos Bilardo, el técnico argentino, le gritó a uno de sus jugadores que se tirara al suelo. Había que recomponerlo todo. Entonces le hizo un gesto a su preparador, de apellido Galíndez, para que llevara agua. Galíndez llevó dos bidones. De uno tomó su equipo. Del otro, Branco, el lateral izquierdo de Brasil. Con el tiempo surgió la leyenda de que el bidón de Branco tenía somníferos. Cada vez que le preguntaron, Bilardo sonrió y se salió con una de sus evasivas respuestas. El brasileño, en un enredado español, dijo que se había sentido mal, algo mareado.
Con el tiempo, también, algunos de los argentinos contaron que en el entretiempo el vestuario parecía una sala de velorios. Nadie hablaba, nadie miraba a su vecino. Cuando el juez Joel Quiniou envió a su asistente para avisarles que debían salir para la segunda parte, Bilardo se volteó, rojo de la ira, y les dijo “no se olviden que los de amarillo son los rivales, no hay que pasarles la pelota”. Fue su única indicación. El segundo tiempo fue menos desastroso. Brasil, de todas formas, seguía buscando la victoria en medio de un ambiente que a cada minuto se oscurecía más y más. Rondaba la incertidumbre.
De pronto, sobre el minuto 81, Maradona tomó la pelota en la mitad de la cancha, y con un amague se fue hacia el arco de Taffarel. Hubo quienes recordaron el gol a Inglaterra cuatro años antes, quienes lo imploraron y quienes cruzaron los dedos para que la historia no fuera similar.
Maradona se abrió hacia su derecha, y fue el pánico de los brasileños, debió ser el pánico el que los hizo perder la compostura. Como niños de escuela se le fueron encima, pero el 10 tocó hacia el centro y dejó solo a Claudio Caniggia ante el arco rival. Valdano gritó “pegale, pegale”. Caniggia se inventó un regate, dejó a Taffarel botado en el piso, y definió con la izquierda.
Fue 1-0. Argentina eliminó a Brasil de la Copa. Pelé maldijo a Lazzaroni, Lazzaroni renunció. La tribuna se quedó en silencio un largo rato, un eterno y doloroso rato. En dos esquinas, algunos argentinos cantaban. Maradona y Ruggeri les ofrecieron sus camisetas. Luego, de vuelta en el único tren que iba hacia Roma, los mismos brasileños del Delle Alpi, del tranvía y la plaza lloraban su derrota, vestidos de amarillo, como siempre. Lo único que el periodista de La Prensa les entendió fue “Maradona”.