Lio Messi no es un pecho frío. Se va con rabia, dolor y una brutal resaca, pero con toda la gloria. No es un término feliz como lo venden las películas, y sueñan los menores de edad; muchas veces, la vida no tiene finales felices, y siempre todo acaba en la muerte.
Esa muerte la ha dado con estocadas milimétricas, un impresentable como Bartomeou desde 2015. No a Messi, si no a un club que Messi hizo más grande y un club que hizo más grande a Messi. Cuando era un chaval refugiado en su talento y sin dinero, aparecieron seres humanos que en una servilleta creyeron en su futuro. Messi y su entorno hicieron su parte, el club hizo la otra.
Todo funcionó con un chico de Rosario en Cataluña entrenándose en La Masía soñando con lo impensable. Allí, Argentina era un vago recuerdo en la melancolía de su abuela, el acento de sus padres y hermanos, el sabor de un suculento asado.
El vínculo: club-ser humano, creció. Messi se topó como pocos, con un momento vital del equipo -un hasta entonces club, casi-catastrofista- , Xavi, Fabregas, Piqué, Iniesta, todos deambulaban en su juventud, internos en un sitio soñando con goles y epopeyas nunca antes vistas.
El chico de Rosario, hermano de Rodrigo e hijo de Jorge, creció y escaló posiciones. Llamó la atención de todos, subió como espuma y llegó al equipo de Frank Rijkaard. Con Ronaldinho, -revulsivo volcánico del club en esas épocas-, un once que apenas soñaba con protagonismo en Europa en 2004 con una Copa de Europa en casi seis décadas, empezó a tocar las estrellas.
Ví a Messi por primera vez en una televisión en San Antonio, Texas. Un colega, hermano, contradictoriamente hincha del Espanyol, dejó la rabia y me recomendó ver al chaval de Rosario que hacía todo diferente. Mi amistad con él creció, mi idolatría al ochentero argentino nunca se detuvo.
Pep Guardiola lo cuidó, lo guió, lo potenció. Ambos hicieron al club más grande y desafiaron a la institución, con talento y humanidad.
Desde entonces he visto el fútbol a través de Messi. Sí, por sus títulos, copas y triunfos, pero más por su infancia, por el hacernos a todos vulnerables en lo grande pero aún mejor en lo pequeño. Como dice Javier Marías: “El futbol es la recuperación semanal de la infancia”, y Messi es su mejor artífice. Juega para llevarnos a jugar en aquel césped donde nos enamoramos del balón y nuestra vida siempre fue casi lo más feliz.
Infantes tras una pelota, con la simpleza de querer ganar, de gozar. Nadie habla de liderazgo cuando se ve tanta calidad, arte y belleza. Ahí radica ese liderazgo, en la esencia. No es Cruyff, ni Beckenbauer, ni Maradona, o Maldini u otros tantos. El no grita en los micrófonos, ni en las fiestas, ni hace política, sólo juega fútbol: corre, ríe, hace goles, suda, llora…en un mundo que quiere líderes en un campo de fútbol pero tarda en encontrarlos o vive extraviado de ellos en todos los quehaceres humanos del hoy, 2020.
Messi no se va queriendo irse. Se va, denigrando irse. Todo lo ganó en Barcelona. Su familia se hizo con el olor del Mediterráneo y sus piernas crecieron con el aceite de oliva; pero se va queriendo ser adulto cuando nunca dejo de ser niño. Siendo adulto es leal a unos gritos que no le suenan, a un amigo como Suárez, a ciertos valores, a una crítica contra el club que le dio y le quitó; se va llorando como un niño que tocó el cielo catalán y ese mismo lo quemó infernalmente.
Le quedan un par de años para intentar hacer algo diferente. Tal vez consiga más copas, títulos, fama; eso no es lo que su niño quiere. Por el contrario, añora cierta placidez, muchos apapachos y un club que lo abrace, como lo quizo al principio el Barca, y por muchos años… pero que dejó de cuidarlo y terminó utilizándolo hasta exprimirle su mayoría, acabarle su niñez y volverlo un simple adulto aburrido, cansado y colérico. Un Messi, lleno de ansias por hacer goles, de besar copas, pero lejano a una cuna que no es la suya, y así sonreir o llorar sin raíces, sin música, sin sentido.