Pelota literaria

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MARADONA

Tenía 7 años cuando supe por primera vez de Diego Maradona a través de su lámina que estampé en el album de España’82. Desde aquel momento acompañé su vida: algo que suele pasar con nuestros referentes del fútbol. Seguirlos en sus equipos y campeonatos; celebrar sus goles, o llorar sus derrotas; leer de ellos, disfrutarlos con su selección nacional en varias Copas del Mundo;  opinar sobre lo que no sabemos pero que todos hablan de aquellas vidas remotas que parecen tan cercanas y propias de nuestro barrio.

Su muerte en «paz», lo despidió del mundo en el día de mi cumpleaños. No se aún si su partida me llenó de tristeza, o por el contrario honró mi fecha con la huella imborrable del día en que subió al cielo por segunda vez.

La primera fue aquel 22 de junio de 1986. Esa tarde soleada en el Azteca, Diego tuvo la actuación más descomunal de un jugador en un Mundial hasta hoy. Pude seguir el partido en la casa de mis abuelos, ví todo en directo y no lograba dimensionar semejante momento. Su doblete contra Inglaterra en el que recibió una «mano de Dios” en el primer gol, y descosió a los fundadores del fútbol en el segundo. “Lo mejor de mi vida”, describió tiempo después el capitán y genio albiceleste.

“Gracias Dios por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por esta Argentina dos, Inglaterra cero», narró Víctor Hugo Morales quien lo acompañó con su garganta desde la cabina de radio durante aquel galope artístico, y definición quirúrgica  con la que el dios vestido de diez, sentenció a Inglaterra y dio una revancha inmensa a toda Argentina.

De manera precaria la fascinación por el jugador y las preguntas por el hombre nunca acabarían. Seguir en aquellos años su trayectoria en Nápoles donde revolucionó a la ciudad y alteró las jerarquías del calcio era difícil con la distancia de los hechos y el sensacionalismo mediático. Goles y escándalos; famas, y miserias, un existir de blancos y negros en una ciudad pintada de azul cada ocho días. Nada fácil para digerir desde Colombia.

Sólo cuando visité Nápoles en 2010 entendí bajo muchas perspectivas lo que había hecho aquella divinidad humana en ese pedazo de Italia. Allí llegó a un equipo que peleaba el descenso y lo guió al campeonato por primera vez en su historia. “Africanos, las pelotas” escribió Maradona para sintetizar el sentimiento, y reivindicar esa, su inigualable hazaña.

Nunca imaginamos que la cumbre de su gloria con la que cambió la historia del fútbol, pasó con México’86 y con ese Nápoles de los ochenta. En 1990, su tobillo no funcionó, y su cabeza vivió revuelta ante ese maremoto futbolístico y social que era Italia: a pesar de  algunos destellos en esa Copa como pase aquel pase a Caniggia para despedir a Brasil, y eliminar a los italianos en una semifinal, nada fue igual.

Vendrían retos como el Sevilla o la vuelta a casa. Más aún ese intento rocambolesco por estar en Estados Unidos’94 luego de aplaudir a Colombia en el Monumental tras el 0-5 en la fase eliminatoria y terminar convocado de urgencia por Basile para un repechaje contra Australia. 

Estuve muy cerca de Maradona en aquella Copa -la primera a la que asistí- y a pesar de que él inició con aquel gol y grito a Grecia, y un abrazo a los nigerianos en pleno vestuario antes de la siguiente victoria, el ídolo terminó en desgracia con un “positivo” que la jerarquía humana quizo infligirle al rey de la pelota en el mundo. Decía que estuve, porque aquel cruce posible en octavos de Colombia vs Argentina nunca se dio y a pesar de que Argentina pasó a jugar contra Rumania, ya Maradona estaba con lodo en el alma y dando vueltas en el fango planetario.

“Me cortaron las piernas», dijo desde el fondo de su resquebrajado espíritu. Desde entonces su vida se alejó cada vez más de los campos; su talento sobrenatural pudimos disfrutarlo en pequeñas dosis de virtud opuestas a los torrentes químicos que su cuerpo le demandó. Con su retiro del juego, asistimos a su decadencia. Siempre listos para descalificar sus pasos y esperar sumarnos a las hordas de jueces, puristas y santurrones que lo veían como un despropósito.

Nada importó a Maradona para quien su historia ya estaba escrita, y el paso del tiempo sólo le daba espacio para reivindicar a los de abajo frente a unas élites hipócritas que una vez vieron el tamaño de su desafío, decidieron decapitarlo.

Si en su pie izquierdo estaba su fantasía, en su brazo estaba su rebeldía. Allí tatuó el nombre de su compatriota Ernesto Ché Guevara, su ídolo y a la persona que siempre quizo conocer; nada más ni nada menos que el ídolo del dios.

Hoy Maradona ya no está. Sus videos, libros, y láminas las mantengo en mi biblioteca; sigo lleno de preguntas sobre su existencia, pero de admiración ante su fantasía. Estoy seguro que su nombre perdurará no sólo como uno de los mejores jugadores de fútbol del planeta, si no como uno de los revolucionarios más grandes con una pelota en la cancha y con dos pelotas fuera de ella.

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