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EL ESPIRITU MAGICO DE LAS LIGAS

Pep Guardiola es tricampeón de Inglaterra. Logró con el Manchester City una proeza: levantar todas las copas del suelo inglés como nadie nunca lo hizo. Barcelona se proclamó campeón de España hace tres semanas y le ganó la Liga al Madrid con 19 puntos de diferencia, y así parece normal la anormalidad. El Ajax celebró su corona en Holanda después de un lustro de no levantar un trofeo. La Juventus en Italia brindó hace un mes con su quinto «scudetto» consecutivo. El Bayern Munich dio respiro a su eterno rival el Borussia Dortmund hasta la última fecha, pero al final dijo una vez más: soy el rey de Alemania.

Para el mundo resultadista, sofisticado y globalizado, todos estos éxitos son incompletos, imperfectos, no valen, no suman, no existen. Ninguno de estos equipos logró ser Campeón de Europa. Otro año perdido. Otro “fracaso”.

El concepto europeo del fútbol hoy por hoy pareciera abolir a las naciones, a las tribus locales y ser una negación del origen en lo pequeño. Cuando nos iniciamos en el fútbol no tenemos equipo, hacemos este con los amigos del barrio, del colegio, de la aldea. Ponemos cualquier nombre a nuestra camiseta; lo importante es  construir un órgano colectivo, y lograr la victoria. Colores, nombres y etiquetas carecen inicialmente de sentido.

Un triunfo en un partido de la calle para un niño de seis años jugando con su padre y eludiendo con una gambeta a su abuelo es el partido, y a la vez, el campeonato más grande del mundo. Ese día hay que disfrutar el juego y ganar. El pequeño sueña y habla de aquel momento por toda una semana, por un mes, quizás por el resto de la vida.

Al crecer y conectarnos con la élite del fútbol toda esa infancia y sustancia queda en entredicho. Sólo vale que nuestro equipo sea campeón de Europa, que los técnicos levanten la orejona, que nuestro club tenga una Champions para presumir más en ríos de arrogancia. Ligas, Copitas y un largo etcétera de torneos pasan al olvido, al ostracismo, al desinterés y la pérdida del mérito en el triunfo, en la victoria de ese tan hoy extraviado, colectivo.

Muy criticable todo ello.

Ganar una Liga o Torneo Nacional para cualquier equipo y millones de aficionados es la meta principal año tras año. Muchos llevan más de un siglo sobreviviendo en tan bello anhelo, algunos presumen de una estrella en la camiseta, otros añoran glorias pretéritas que no volvieron a ocurrir en tiempos presentes, y los más poderosos ya no ponen más estrellas ligueras a una camiseta que no tiene más espacio para ellas.

Ganar una Liga donde sea y por quien sea tiene su mérito, muchos méritos: es un extraordinario éxito. Dirán muchos que el dinero compra las ligas aduciendo a casos repetidos como el PSG en Francia; no estarán de acuerdo con ello en Leicester, menos aún el Atlético. Las Ligas son el torneo que permite conectarnos con quién somos y de dónde venimos.  Muchos equipos juegan la Liga con el único aliciente anual de ganar el clásico de la provincia, otros con la sublime aspiración de mantener la categoría, algunos más con pensar en la clasificación a torneos transfronterizos. Todos al fin y al cabo, con una quimera en la fecha uno: poder ser campeones en diez meses.

Ganar una Liga es el triunfo de un colectivo sobre otros 17, 19, o 21 equipos, dependiendo de cada país. Es el resultado de un trabajo sistemático que mezcla literariamente el objetivo claro, lo radical del inesperado, la visita de las lesiones, la pérdida o ganancia de los momentos, el espíritu gregario, la sensatez del liderazgo, y la comunión de un club, cada partido y el sentimiento diario de una afición que sube y baja como la marea del océano.

El triunfo de cada equipo en su liga respectiva es más importante que cualquier Copa de Europa, porque reivindica el proceso, atesora la esencia local y mantiene al fútbol en espíritu democrático donde 200 -20 países en diez Ligas de Europa- pueden ser campeones, y nos devuelve el espíritu  infantil de que todos los partidos son importantes y no sólo la vuelta en cuartos o la semifinal fuera de casa en una noche de Champions.

Más celebración que la final de Europa, es para muchos en Vigo disfrutar de la salvación, para el Aston Villa creer que el regreso a la Premier es posible en unos cuantos días; o en Mónaco, apretar los dientes para que el Principado siga con equipo en una Liga menospreciada fuera de las fronteras de Francia. Más celebración es que el Atalanta está de nuevo entre los grandes de Italia, y que el Leipzig se consolida como un equipo de relevancia y alternancia para los alemanes.

Mejor celebración es que miles de aficionados de equipos como el: Osasuna, Palermo, Metz, Hamburgo y Sheffield United, cantaron más que nadie el gol que les permite regresar a una Liga para soñar con triunfar en ella.  Europa no dice nada para ellos, pero sí dice mucho su espíritu infantil, tribal y colectivo.

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