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No hay espacios ¿o sobran delanteros?

31 de agosto de 2008. Era el debut en liga del FC Barcelona que entrenaba Pep Guardiola y habían perdido ante el recién ascendido Numancia. En declaraciones post partido, el entrenador catalán fue enfático: «No hemos respetado el juego posicional. La causa fundamental de la derrota es que nos ha faltado amplitud, hemos estrechado el campo. Hemos atacado mal. Tenemos unas normas, unas obligaciones que sabemos que debemos cumplir, pero hoy no lo hemos hecho». La lógica detrás de la consigna es de las que te hacen asentir repetidas veces cuando la escuchas o la lees: si el objetivo de un equipo que defiende es reducir el tiempo y el espacio de maniobra del equipo que tiene el balón, la forma más óptima de atacar es con amplitud, usando todo el ancho de terreno disponible a fin de que para cubrir a todos los jugadores, el equipo rival deba separar lo máximo posible a sus defensas. El propio Barcelona de Pep se convertiría en prueba viviente de la eficiencia del concepto.

No se trataba de algo innovador, pero sí de una ruptura con el paradigma vigente. La primera pregunta táctica que alguien se hizo respecto al fútbol en el siglo XIX fue cuál era la manera más adecuada de ocupar el espacio del campo para atacar y la respuesta fue la misma que los de la escuela de la que viene Guardiola. Y así se jugó al fútbol hasta mediados de la década de 1950, cuando un nuevo paradigma comenzó a sembrarse en la imaginación de la gente. El periodista argentino Dante Panzeri escribió en 1963 en contra de ello en el artículo titulado «No hay wines ¿o faltan delanteros?» en el que denunciaba el abandono de las zonas laterales del ataque como una perversión de la modernidad. El paradigma que se instaló entonces llevó, no porque fuese su objetivo, sino por desarrollo propio del mismo, a desocupar zonas del campo que antes se consideraba que debían ser ocupadas: ya atacar mejor no era una cuestión del espacio ocupado sino del espacio vacío que se podía llenar con el movimiento de alguien.

La lógica de ese nuevo paradigma también es asertiva: si el objetivo de un equipo que defiende es reducir el tiempo y el espacio de maniobra del equipo que tiene el balón, la forma más óptima de atacar es vaciar determinados espacios del campo, sobrepoblando otros a fin de que para poder cubrir mejor a los jugadores cercanos al balón, el equipo rival deba desocupar también ese espacio elegido en el que luego aparecerán uno o más jugadores propios por sorpresa y libres para atacar sin oposición.

Es decir, en la historia del fútbol, tanto la idea de atacar con amplitud total (ocupando los espacios de partida) como la de hacerlo sin ella (llegando a los espacios vacíos por los laterales) han sido consideradas en distintos momentos temporales como las más adecuadas, las más óptimas, las más vanguardistas, aun con voces discordantes. En 1993, por ejemplo, Vanderlei Luxemburgo, entonces un entrenador joven y futurista, anunciaba que los jugadores que actuaban estáticos en una banda no iban en conformidad con el fútbol contemporáneo y, sin embargo, doce años después, cuando entrenaba al Real Madrid, sus métodos eran discutidos en España precisamente por la ausencia de ese tipo de jugadores. En España iban a contracorriente por cultura arraigada de aquello que Luxemburgo y otros consideraban como el fútbol de más avanzada y el choque idiosincrásico copó el debate público sobre el rendimiento del equipo.

A partir del éxito indiscutible y legendario del Barcelona de Guardiola, el paradigma cambió y la amplitud total volvió al primer plano de lo considerado correcto en el fútbol. Más de una década después, es difícil disociar el juicio sobre lo bien o lo mal que juega un equipo, y sus causas y soluciones, de esa idea. Y ocurre que la estructura mental colectiva ha virado hacia allí. Nos es difícil entender lo que durante décadas sí se nos hizo fácil: la asimetría posicional y espacial. Que la falta de amplitud no significa renunciar a jugar también por fuera sino que hace parte de una conceptualización distinta: que no se trata de tener amplitud (espacios ocupados) sino de abrir – y por consiguiente, también de cerrar – la cancha (espacios para llegar). Que una es acto y la otra potencia y que las dos son correctas, aunque sean antagónicas, porque en el espectro del fútbol caben las dos caras de la luna.

Y sucede que, como nos es difícil volver a entenderlo, a imaginarlo así, a veces damos por óptimo cosas que quizás no lo sean para el caso específico. Como el ataque con amplitud total se estandarizó, el fútbol halló respuesta: defensas de cinco o seis jugadores, ya sea estáticas (que parten con ese número de defensores) o dinámicas (defensas de tres o de cuatro que se convierten en de cinco o de seis en la fase del juego que lo requiera). Y así, los teóricos espacios intermedios entre jugador y jugador y los teóricos duelos mano a mano que genera el ataque con amplitud simplemente no se dan o se reducen hasta el punto de que no son ventaja real. Sucedió hace unas cuantas noches en Porto, jugando dos equipos ingleses. ¿No hubiese sido un reto más difícil para el Chelsea obligarlo a defender sin ocupar los espacios que querían llenar en defensa? Menos mal hemos tenido a equipos como el Ajax para convertir lo abstracto en real.

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