Es tu casa. Conoces cada rincón y cada recoveco. De memoria. Sabes cuántos pasos van desde la habitación a la cocina y del comedor a la sala. Solo es cerrar los ojos y puedes sentir olores y texturas, el tacto preciso del suelo que la sostiene. Y aun así, cuando la luz se apaga caminas por ella a tientas, pensando cada paso. Buscándolos hasta con las manos como si fueses desbloqueando el espacio sumido en la penumbra, a riesgo de que si no lo haces sucumbirás en el abismo de lo desconocido. Y es tu casa.
Colombia goleó a Bolivia 3-0 en El Metropolitano alargando el suspenso de las Eliminatorias Sudamericanas más rocambolescas que se recuerden. El resultado, holgado y merecido, se dejó sentir más como un suspiro de alivio que como una celebración climácica. Colombia jugó mal, como es ya costumbre. El equipo de Rueda se plantó ante Bolivia con una alineación llena de vigor ofensivo: a Ospina lo acompañaban cuatro defensas compuestos por los dos centrales más creativos, el lateral izquierdo con más ímpetu regateador y atacante, y el lateral derecho con más recorrido ofensivo; tres mediocampistas a tres alturas bien marcadas, con Gustavo Cuéllar, el cabeza de área con más adicción al riesgo que tenemos, escoltando a Juan Guillermo Cuadrado, extremo habitual, jugando de interior en una segunda altura, y a James Rodríguez de números diez unos metros por delante; y arriba los tres Luis, Díaz, Muriel y Sinisterra.
Como era esperable por el rival, el contexto y los nombres puestos, Colombia se abalanzó sobre Bolivia en los primeros minutos, mostrándose muy superior en las sensaciones. Pero fue como una tormenta de nubes sombrías y relámpagos amenazantes que nunca termina de dejarse caer. Colombia tenía volumen de ataque, sus jugadores ocupaban espacios bien metidos en campo rival, con ratos en los que el jugador de campo más retrasado estaba allende del círculo central, y la bola era su monopolio, con Bolivia acumulando defensores acurrucados sobre su arco. Y sin embargo, Colombia era inofensiva. El equipo de Rueda se pasaba la pelota con somnolencia dubitativa de pie a pie y cuero a cuero sin que el que receptor la recibiese en mejores condiciones que el que la tenía antes. Más que un asedio era una acampada.
¿Por qué pasaba eso? La intensidad con la que el equipo se pasaba el balón era baja. Al fútbol se puede jugar de un sinfín de formas, incluido a un ritmo bajo. La clave está en que sea cual sea el ritmo al que se juegue se haga con control sobre él. Que Colombia pudiese decir: juego a un ritmo bajo, me paso la pelota lentamente, pero es un engaño. A fuego lento voy meciendo la pelota hasta que, como leona en pradera, ¡zas!, llega el momento en que acelero, rompo esquemas, te desbordo y doy un zarpazo, he aquí una ocasión de gol. No era el caso. Colombia jugaba a un ritmo lento porque no podía acelerar. Estábamos jugando a tientas, pasándonos la pelota con la pesadez de tener que buscar con las manos en la oscuridad cuál era el siguiente paso. No era que cada jugada tuviese la potencia de ser una novedad, una invención, un descubrimiento; era que cada jugada debía ser improvisada, una celebración de lo incierto, puro fútbol titubeante.
El fútbol es tanto un conjunto de jugadas relacionadas entre sí como una sucesión de jugadas independientes. En el conjunto, Colombia falló. En la sucesión, Juan Guillermo Cuadrado, que venía siendo el epítome de los problemas del equipo, se iluminó y trazó un pase como de catapulta para un Luis Díaz encendido que lo convirtió en un golazo como prestado de otro día, de otro partido. Otras dos más así y el sueño nuestro hizo combustión. Innegable e irreprochable. Emocionante. Pero sería un embeleco pensar que este fútbol nuestro no puede ser mejor, que no debe serlo, y que es una cuestión de eficacia o azar. Vayamos o no a Qatar, a este fútbol que jugamos, con estos jugadores tan brillantes, hay que prenderle las luces.
Venezuela aguarda.