It was born in England

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Un inventor en la era de la técnica

Neymar Júnior, auténtico.

Dicen que Garrincha nació de un rayo que bajó del cielo al corazón del Maracanã y que cuando se disipó la humarada, un ángel de pies torcidos empezó a driblar sobre el resplandor verde. Es la historia del futbolista brasileño que aunque tiene un padre y una madre, al fútbol emerge como un brote divino directamente sobre la hierba del estadio que decida acogerlo, una suerte de generación espontánea del mito. Es la historia de Leónidas, Heleno, Zizinho y Ademir; también la de Didí, Garrincha y Pelé; Gérson, Jairzinho, Tostão y Rivelino; Zico, Reinaldo, Falcão y Socrátes; Bebeto, Romário y Raí;  Rivaldo, Roberto Carlos y Ronaldo; Ronaldinho, Adriano y Kaká. Y es la historia de esa criatura mulata de ojos verdes, como Arthur Friedenreich, el crack original, que apareció en Vila-Belmiro envuelto en una centella, con cetro y corona, respondiendo al nombre de Neymar Júnior.

¿Por qué Brasil? ¿Por qué Neymar? ¿Por qué entonces, en 2009? Tardaron medio siglo en entenderse y demostrarlo, pero fue la nación escogida para dominar este deporte. El fútbol brasileño es expresión de ese pueblo, del sincretismo que lo parió, de los malandros que llenaron sus calles y crearon su cultura, oponiéndose a las reglas establecidas. El futbolista brasileño, independientemente de la etnia, responde a esa herencia cultural, a esa forma de ser. Y Neymar era entonces el último depositario de esa sucesión. Cuenta Betinho, el hombre que dio el primer aviso sobre su talento, que la primera vez que lo impactó no fue con un balón en los pies, sino brincando sobre la grada como si fuese «un lugar llano». Neymar, como el Gokú de Dragon Ball, no era un niño como los demás niños, sino uno bendecido con un cuerpo ágil, flexible y coordinado, hábitat fértil de un fútbol por descubrir. Recién cumplidos los diecisiete años, currutaco y sin extravagancias, debutó como profesional, jugando en los terrosos campos del Paulista. Muy lejos de ahí, en Europa, el Barcelona comenzaba a escribir las nuevas reglas del fútbol de élite, mientras Neymar restauraba viejas memorias del pasado, de atronadores dribles y salvajes patadas que se pensaban ya desterradas. Dos mundos distintos que se harían inseparables.

En esos meses de 2009 en los que el Neymar adolescente asombraba en Vila-Belmiro, el Barcelona estaba moldeando el fútbol del futuro, rompiendo con las reglas no escritas con la que se jugaba entonces. Xavi e Iniesta sí podían jugar juntos, los dos laterales podían subir al ataque a la vez, la cancha se podía abrir con extremos, se debía estar en una posición y no llegar, había que jugar al toco y me quedo y no al toco y me voy, pero, sobre todo, el balón no había que perderlo. El fútbol se había asumido siempre a sí mismo como un juego de errores, en el que perder el balón y arriesgar la posesión de pelota eran concebidas como parte intrínseca  y necesidad. Ellos cambiaron eso. No querían perderla y no lo hacían. De repente, la estadística de la posesión del balón comenzó a citarse en cualquier análisis, desde los más encopetados hasta los de bar y cervezas. ¿Cuál era el truco? Lo normal habría sido tratar de esconderlo, pero ellos eran locuaces explicándolo: el juego de posición, los triángulos, el tercer hombre, viajar juntos y la velocidad de la circulación del balón. Llevaban el mensaje a todos lados, en todas las ruedas de prensa, casi como si evangelizaran.

La victoria es seductora irresistible y el Barcelona estaba ganando como nadie. Todos querían copiarlos y el Barcelona quería que todos lo copiaran, sabedores de que para jugar así no había ninguno como ellos y necesitados de que el deporte cambiase para recibir su fútbol en sus campos… literalmente. Unida a esa política de libro abierto, el Barcelona empezó una campaña de quejas, sugerencias y reclamos en todos los estadios que pisaba. El motivo era un césped cuidado bajo los estándares de la época, pero que el Barcelona urgía a  que perfeccionaran para que el balón pudiese viajar con velocidad y sin obstáculos de guayo a guayo. Fueron tan insistentes y su discurso tan fuerte y tan atractivo que les hicieron caso y en un abrir y cerrar de ojos los estadios de Europa habían puesto un modelo de lo que debía ser el césped de un estadio de élite que parecía ciencia ficción. Pasó tan rápido que escenas de Champions League con gramados irregulares y con parches de tierra de hace apenas doce años hoy parecen pertenecer a un pasado muy, muy lejano. Y fue así que el Barcelona inauguró una nueva era en la historia del fútbol: la de la técnica. Con canchas así, la utopía de no perder el balón dejó de ser una quimera. Era posible… y no solo para ellos.

Xavi, adalid de la lucha por el césped

El estado de los campos de juego ha sido la gran revolución del fútbol del siglo XXI. Ni los cambios en los paradigmas de la preparación física ni el uso de la tecnología en la ciencia del deporte han tenido tanto impacto en cómo se juega que el mundo de posibilidades que ha abierto el impecable césped en el que ahora se juega en la élite. Antes del Barcelona, el futbolista debía enfrentarse al rival, a sí mismo, a la sociedad (los aficionados, el entorno) y a la naturaleza; ahora, ese último enemigo ha sido eliminado de la ecuación salvo casos excepcionales. Si a eso le añadimos un paradigma táctico cuya razón de ser radica en simplificar la toma de decisiones y en prefabricar rutas ofensivas para que el balón le llegue a los atacantes en situaciones de uno contra uno o de ventaja posicional o numérica, se entiende que esta década haya sido la época en la que técnica por sí misma haya marcado más diferencias en la historia audiovisual del fútbol.

Por dar un poco de perspectiva, un jugador técnico ofensivo en la década de 1990, por las condiciones del terreno y el paradigma táctico, tenía que enfrentarse constantemente a situaciones de desventaja (posicional, numérica, táctica) que minimizaban el efecto de su superior dominio de la pelota y exigían de él algo más que la ejecución de una acción técnica. Producto de ello, se les pedía que escaparan de la marca o se los condenaba por laguneros. El fútbol de esta década por sistema eliminó la necesidad de que los jugadores escapen de sus posiciones para poder recibir en ventaja y redujo la exigencia a un duelo físico-técnico entre atacantes y defensores. Estos nuevos escenarios modificaron el método de la técnica del fútbol. Cosas que antes por las circunstancias eran baladíes se volvieron esenciales: recibir el balón con la pierna más alejada, perfilar el cuerpo de determina forma, pasar el balón con determinada tensión y siempre a ras de suelo, etc. Todo para potenciar un fútbol de control, pase, control, pase, control, pase (…), control en ventaja, acción técnica desequilibrante y gol… en el que se arriesga poco (la posesión del balón), se crea poco (porque las jugadas vienen prefabricadas por la pizarra) y se castiga la rebeldía (porque contraviene con el sistema que crea ventajas).

Y ese es mundo que el fútbol enfrentó a un Neymar que nunca quiso ser así. En 2010, apenas cumplió los dieciocho años, los caballeros del dinero vinieron tocando la puerta, pero él no la abrió. Decidió ser dueño de su destino. En lugar de irse para el fútbol europeo apenas este llamó, Neymar decidió quedarse y ser rey en una Brasil anquilosada por los efectos de la Ley Bosman y en la que los gritos por los gramados perfectos no tuvieron eco. Era el mismo deporte, pero en Brasil se jugaba con otras reglas a las que Neymar se adaptó y supo dominar. Su fútbol reeditaba patadas de una violencia que se había dejado atrás hacia veinte o treinta años y tomaba los riesgos de un duende burlón. Tras un primer momento de reconocimiento de sus condiciones y del fútbol profesional, en el que Júnior abusó de su velocidad, su agilidad, su flexibilidad y potencia, inventando regates como un Garrincha redivivo, Neymar empezó a jugar en serio. Siguió aprovechando todos esos dones que el fútbol le dio a él, y por ejemplo no a Robinho, su primer maestro, pero dejó de ser un regateador. Neymar dejó claro desde sus primeros años en el Santos que él era un jugador colectivo que disfrutaba de la pared y que a partir de ella iba a edificar su juego: buscaba recibir muy abajo y entre paredes y dribblings ir abriendo huecos hasta el área rival para asistir a un compañero o sacar su disparo-látigo al segundo palo desde el pico izquierdo del área. Y había una particularidad, quizás potenciada por los latifundios que encontraba en los campos de Brasil: Neymar hacía todo eso a una velocidad de Fórmula 1, sin pensar nunca en no fallar. Neymar perdía balones y fallaba pases. Su fútbol iba a contracorriente de los nuevos manuales del fútbol europeo. Era evidente por ejemplo en su primer control: además de utilizar controles estrafalarios con el tacón o la suela del zapato porque sí, Neymar con su primer control no pensaba en no perder el balón, sino en sacar ventaja sobre su marcador. Invitaba a que se acercara mucho a él para luego rebotar la pelota en su pie, tirársela larga y en combustión ganar terreno. Messi, Silva, Iniesta u Özil controlaban la pelota al milímetro; Neymar la dejaba libre. Y se divertía y divertía. El Homo Ludens.

Neymar ha sido el líder de Brasil durante casi dos lustros.

Ese sería el futbolista que llegaría al FC Barcelona, siendo ya estrella, campeón y uno de los capitanes  de la selección brasileña. Ambicioso y sabedor del legado que representaba, Neymar había puesto desde muy pronto los ojos en Lionel Messi, hasta el punto de que se llegó a decir que intentaba imitar cosas del juego del argentino. Si era así o no es algo que no sabremos a ciencia cierta. Sí que el Neymar que llega al Barcelona era un futbolista que aunque partía desde la izquierda, jugaba sobre todo por el centro, bajaba mucho a recibir el balón en el mediocampo y aglutinaba jugadores en diagonal hacia el arco, aunque había una diferencia: Messi lo hacía viendo la portería; Neymar, aunque venenoso, lo hacía viendo el camino. Eso marcaría la diferencia de su fútbol. Mientras el argentino es un asesino, un destructor de mundos, Neymar es un creador, un alquimista, un inventor. Su esencia, que quizás también es su límite, es esa. En Barcelona, sin embargo, no había lugar para alguien así, con su adicción a la adrenalina y el riesgo, con la presencia de Xavi y Messi: tuvo que capitular su esencia, guardarla, mientras aprendía, observaba y ganaba. Cuando se creyó listo, emigró a un lugar en el que no solo podía ser rey, sino inventarse el jugador que quería ser.

Y ese futbolista es uno que contraviene todo sobre lo que se construyó el fútbol de la década. Neymar pierde balones, arriesga en cada pase, cada control, cada regate, en cualquier zona del campo. No se ata a movimientos de pizarra, sino que interpreta y busca sus propios caminos. No espera nunca, sino que busca el balón como Zico, Platini o Maradona hace cuarenta años. En ese proceso de descubrimiento, su fútbol ha mutado. Ha perdido su velocidad juvenil, también su adicción a ella. Ahora se mueve, y juega, como un centrocampista sabio, imponiendo un ritmo bajísimo, casi parado, en el que él controla cuando se cambia de marcha. Y lo hace con lo que mostró bisoño que era lo que sabía hacer: integrando a sus compañeros en el sistema de juego a partir de pases y paredes, y abriéndose así senderos para su regate demiurgo. Porque eso es lo otro: no es un Xavi, que rige los destinos de su equipo haciendo una y otra vez lo mismo, sino que su organización se parece más a la de Maradona, que no repetía jugadas. Neymar no encuentra nunca la misma solución para problemas similares. No solo ejecuta acciones técnico-físicas. Cada intervención es una nueva oportunidad para presenciar algo nunca antes visto, una invención.

La exhibición de la temporada ante la Atalanta.

Ante la Atalanta, con su precioso sistema de presión con marcas al hombres,  Neymar llevó a cabo una exhibición excesiva. El PSG, sin los tres escuderos del brasileño, Mbappé, Verratti y Di María, desde el inicio, se la jugó por un 4-3-3 en el que Neymar ejerció de falso ‘9’ y deambuló, con un marcador en la nuca todo el partido, por los rincones del campo, indicando a sus compañeros, superados por el partido, la dirección de la jugada. Una vez recibía, si no habilitaba inmediatamente a un compañero, había dos opciones: o controlaba en balón como en Brasil, dejándosela larga para empezar a regatear, o paraba el juego y empezaba su recital de orden y progreso desde las jugadas que Guardiola prohibió. Sobre todo, creaba. Regateando ya sin el ímpetu ni las piernas juveniles, pero sí con la magia de siempre, sabiendo que un pequeño quiebre, un ligero amago y un cambio de ritmo, así sea de parado a primera, era suficiente para ir dejando atrás los defensores que se apilaban sobre él imantados por su presencia. Hasta dieciséis regates de veintitrés intentados, récord histórico de parte y parte en un mismo partido de Champions League, ciento trece toques, seis disparos, cuatro ocasiones creadas, una asistencia, nueve faltas recibidas, algunas amarillas provocadas y la ilusión del campeón. Hasta hoy, la mala suerte no nos había dejado disfrutar de este Neymar dueño de su equipo en unos cuartos de final de la Champions League. Por eso, muchos no lo habían visto y preocupaba que su talento fuese a quedar impune. La espera valió la pena. Le faltan dos partidos para la gloria que le fue prometida. De hacerlo, lo haría contra todos, incluso contra un deporte que ha querido que fuese de otro modo y él se ha empecinado en ser él mismo, un rebelde en tiempos conservadores, un inventor en la era de la técnica.

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