It was born in England

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El exilio de Rodrigo, Giovani y Leandro.


<<Yo nací como enganche en las inferiores de Arsenal. Pero en el fútbol argentino cada vez se jugaba menos con enganche y por mi físico pasé a ser una mediapunta detrás del típico nueve grandote, [José Luis] Calderón, Facundo Sava, Mauro Óbolo… Era un 4-4-1-1 en el que yo me movía por todo el frente de ataque. Hasta que en San Lorenzo el Cholo [Simeone] me tiró a la banda y me dijo: «Vos vas a ir a Europa y por tu físico no te van a poner detrás de la punta, te van a poner como externo»>>. 

La cita es de la entrevista que el periodista Diego Torres le hizo a Alejandro Gómez, ‘Papu’, en la antesala del partido de Champions League ante el Valencia en 2020. Gómez, nacido en 1988 y formado en Argentina, se terminó consagrando en Italia como el mediocampista ofensivo que fue como juvenil, pero como él mismo contó, fue una travesía que lo vio desplegarse como delantero o volante exterior durante casi toda su carrera, alejado así de su mejor versión, antes de poder jugar tal y como había aprendido en inferiores.

No fue un caso aislado. Los mediocampistas ofensivos de la generación de Gómez vivieron todos situaciones similares, obligados a en algún punto de su trasvase al profesionalismo o al fútbol europeo a adaptarse a jugar más arriba o pegados a la banda: Javier Pastore (Talleres), Sebastián Blanco (Lanús), Maxi Moralez (Vélez), Nicolás Gaitán (Boca Juniors),  Ángel Di María (Rosario Central), Patricio Rodríguez (Independiente), Mauro Fórmica (Newell’s Old Boys), Pablo Piatti (Estudiantes de La Plata), Rubén Botta (Tigre), Diego Buonanotte (River Plate), Damián Escudero (Vélez Sarsfield)… y un largo etcétera, no solo de argentinos sino de jugadores sudamericanos de todos los rincones.  Para los que vinieron después, aquello no fue una transición sino una realidad recalcitrante. Ya no era la sugerencia de un entrenador interesado en el porvenir de uno de sus jugadores, sino la orden de técnicos que habían abrazado la idea de que los enganches ya hacían parte de un fútbol obsoleto.

Tenían algo de razón. El viaje que el fútbol vivió desde finales de la década 1980 y principios de la siguiente hasta fechas más recientes había, sin planearlo, erosionado el campo en el que los trequartistas vivían. Primero, porque la reorganización defensiva en zona presionante en lugar de la zona mixta o los marcajes al hombre obligaba al enganche a delimitar su zona de influencia en pro de armar una figura defensiva cuando su equipo perdía la pelota. Luego, vendría el fin de los tridentes y las parejas de atacantes y el ascenso de los delanteros solitarios que significaban que los mediocampistas ofensivos eran el segundo jugador más adelantado del equipo y se le pedía una producción ofensiva equivalente. Por último, el cambio de paradigma en la organización ofensiva que ponía en primera plana táctica al juego de posición cortó incluso más la libertad posicional y creativa de los enganches, puesto que el nuevo orden táctico necesitaba de ellos que fijasen su posición por detrás de la línea de presión y no que fuesen a buscar la pelota donde fuese que esta estuviese, que había sido la esencia de su rol en el campo durante sus años de apogeo.

Por las razones dadas, el fútbol del siglo XXI comenzó a encontrar cada vez menos necesario a los número diez en sus equipos. Aunque durante su carrera José Mourinho haya sido de los entrenadores que mejor rendimiento le sacó a mediocampistas ofensivos en la élite, en 2017 pronunció una frase lapidaria que explicaba el fenómeno: «Un número diez para mí es un ocho y medio cuando el equipo pierde el balón y el número diez es un nueve y medio cuando el equipo tiene el balón». Él tuvo el talento y el talante para sacar de sus Deco, Wesley Sneijder y Mesut Özil eso, pero no todos los entrenadores pudieron decir lo mismo. En el último decenio, el enganche casi que quedó proscrito. 

Este fin de semana, la selección Argentina se consagró campeona de América venciendo 1-0 a Brasil en el Marcanã, primer título para ellos en veintiocho años. El título fue un desahogo para la nación fútbol que es Argentina y para la autollamada vieja guardia de la selección, compuesta por Nicolás Otamendi, Sergio Agüero, Lionel Messi y Ángel Di María, que llevaba más de una década intentando romper el maleficio. Salvo el central, todos ellos jugaron como juveniles en la posición de Maradona, pero luego tuvieron que hacer sus carreras, como todos los citados antes, en la banda o la delantera.

Más jóvenes, Rodrigo De Paul (1994), Leandro Paredes (1994) y Giovani Lo Celso (1996), fueron los escuderos de Messi y Di María en la final. Los tres pueden contar una historia parecida, aunque cogiendo una carretera diferente. Enganches de formación, llegaron a Europa tras el boom del fútbol español y sus centrocampistas, cuando en el viejo continente comenzó una búsqueda por un ‘Santo Grial’ llamado Xavi Hernández. Todos querían uno. Los chicos europeos de la generación de De Paul, Paredes y Lo Celso que podrían haber sido enganches en la década de 1990 fueron retrasados en el campo para jugar de lo que Argentina conocen como número cinco o doble cinco. Thiago Alcántara (1991), Jack Wilshere (1992) o Paul Pogba (1993) vivieron eso.

El trío de argentinos también, aunque quizás la influencia directa de eso debería rastrearse hasta Andrea Pirlo, que era un fino fantasista italiano al que entre Carlo Mazzone y Carlo Ancelotti convirtieron en un regista, que es el nombre que los italianos dan a los mediocentros que desde esa posición hacen las veces de directores de juego. Pirlo marcó una época en Italia jugando por delante de la defensa y los italianos buscaron replicar el modelo hasta la extenuación: Montolivo (1984), Aquilani (1984) y Cigarini (1986) fueron los conejillos de indias antes de dar con los dos que también este fin de semana los llevaron al campeonato: Jorginho (1991) y Verratti (1992).

En el caso de los sudamericanos, el primero en dejar la diez para vestirse de cinco fue Paredes, en el Empoli. Luego lo haría Lo Celso, improvisado como mediocentro en el París. El último sería De Paul, a quien en Udinese le dieron los mandos de la mitad del campo jugando por delante de la defensa, puesto en el que jugador deslumbró en Friuli. Por sus características más dinámicas, Lo Celso y De Paul se han adaptado también a jugar de volantes internos, escoltando un mediocentro y con más llegada. Paredes, más estático, se mantuvo en su nuevo posición, siempre el más retrasado del mediocampo.

A diferencia de ‘Papu’ y compañía, su exilio no los llevó a posiciones que redujesen su influencia en los ritmos y tiempos del equipo, sino todo lo contrario: los puso en el corazón de todo. No juegan donde Alonso y Bochini, pero el fútbol les permite asumir la dirección y los mandos del equipo como a Gallardo o Aimar. Una casa distinta, pero más parecida a la de los enganches que aquella en la que vivió esa primera generación exiliada. Y la selección lo agradece: salió campeona con cinco jugadores que había formado bajo el sueño de ser Román, tres de ellos donde antes tuvo a Mascherano y llegó a jugar ‘El Chapu’ Braña. El título de la Copa América también cuenta esa historia: la del destierro de los número diez.

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