It was born in England

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Del fútbol y negocios

En 1885, la Football Association de Inglaterra asumió una realidad: había futbolistas profesionales por todo menos por contrato jugando en sus competiciones. No tenía sentido ignorarlo, así que ese año decidió permitir el profesionalismo de forma oficial, para descontento de sus pares de Escocia, que terminaron dando el paso cinco años después. En 1886, el Arsenal Football Club que hoy conocemos fue fundado en Londres y en 1893, tras convertirse en un equipo profesional, pasó a ser una sociedad de responsabilidad limitada. Treinta años después, asentados como un equipo sin mayor ambición deportiva en la élite de la pirámide inglesa, pero con cierto abolengo, el dueño del club, un desarrollador inmobiliario de Londres de nombre Harry Norris, se decidió a cambiar eso. No por nada había invertido una fortuna de la época para la construcción de Highbury.

Para llevar a cabo su visión deportiva, Norris contrató al ya entonces exitoso entrenador Herbert Chapman y juntos idearon un plan de cinco años con el objetivo de posicionar al Arsenal como el «Newcastle del sur», siendo el Newcastle United el mejor equipo de Inglaterra en aquellos años. La inversión no paró, llegando incluso el Arsenal a romper el récord de dinero de traspaso por un jugador en 1928 cuando contrataron a David Jack. La inyección de dinero y el duro trabajo de Chapman y los jugadores dio frutos, y el Arsenal pasó a ser el equipo dominante de Inglaterra en la década de 1930, con las familias Hill-Wood y Bracewell-Smith dueñas del equipo.

Al mismo tiempo, en Italia, Edoardo Agnelli, dueño de la FIAT, se hizo con el control de la Juventus de Turín y, como había hecho Norris con el Arsenal, empezó a poner dinero en el club con el afán de convertirlo en el equipo líder del país. Dentro de la inversión, Agnelli remodeló el Stadio Corso Marsiglia en el que la Juventus jugaba sus partidos, profesionalizó al equipo y modificó toda la estructura a imagen y semejanza de la empresa madre. Con la contratación de Carlo Carcano, la ambición de Agnelli se materializó y la Juventus se convirtió en el equipo más ganador de Italia en la década de 1930.

Sirvan estos dos ejemplos y todas las circunstancias que los atravesaron para dejar en claro algo: el fútbol, incluso desde el siglo XIX, generó dividendos económicos directos e indirectos y por eso atrajo a gente poderosa a que invirtiese en él, trayendo consigo la obtención de logros deportivos y más ingresos, directo e indirectos. Es algo que ha estado ligado al fútbol desde prácticamente sus inicios y desde mitad del siglo XX fue norma y no excepción en todos lados. Plata y fútbol, fútbol y plata.

LA SUPERLIGA

La Superliga (por ahora europea) no es un proyecto nuevo. No lo es ni en su forma actual ni en otras empresas parecidas como la Copa de Ferias ni es una idea que solo haya sobrepasado las mentes europeas, puesto que en Sudamerica la Supercopa João Havelange y las Copas Merconorte y Mercosur siguieron un ideario parecido, aunque fracasaran.

Se trataba de competiciones que, como la Superliga, partían de la idea de hacer competir a los mejores equipos posibles directamente entre ellos en un torneo cerrado, buscando que con ello el interés generado por los inéditos o poco frecuentes choques entre clubes atractivos diera réditos económicos sin par. Todas esas competiciones fracasaron una vez la novedad menguó y/o el encanto de torneos paralelos y abiertos fuese claramente superior, como si el mismo fútbol fuese regulador de sí mismo.

¿Por qué eso? Porque el éxito del fútbol, según describieron los economistas Stefan Szymanski y Andrew Zimbalist, especialistas en economía deportiva, estaba basado en la posibilidad que tiene un equipo cualquiera de adueñarse de un destino que no es suyo. De que, en un momento dado, un club cualquiera pueda ganarle a otro con mayores recursos. La posibilidad de que existan los cuentos de hadas. La posibilidad, al fin y al cabo, de soñar. En el fútbol, eso está sustentado principalmente en dos cosas: una, su sistema abierto de descensos, ascensos y clasificaciones por mérito deportivo; y otra, en que es un deporte de marcadores bajos, lo que aumenta la probabilidad de que los underdogs puedan en un día cualquiera ganar un partido que no deberían.

La popularidad del fútbol a nivel global fue construida por la facilidad de imitación del juego, pero también por la unicidad de su sistema interno, que genera emociones e historias que los deportes americanos, con sus sistemas cerrados y grandes marcadores, no. Quizás es por esto que los intentos de adaptar competiciones de ese tipo al fútbol han terminado fracasando. Luego de la novedad, no quedaba nada.

¿Significa esto que la Superliga fracasará eventualmente? Es difícil de anticipar. Por un lado, porque esta vez la idea busca eliminar la rivalidad: no habrá una Copa de Europa para la Copa de Ferias ni una Copa Libertadores para la Mercosur, Merconorte o Supercopa. La Superliga reemplazaría la Champions y un Manchester City versus Real Madrid solo tendría cabida en ella.

Por otro, esta vez los motivos de creación de la Superliga son ligeramente distintos. Detrás está la idea de un negocio que dé más plata, como también lo estuvo detrás de  la creación torneos como la Champions League, pero también una necesidad: el fútbol ha dejado de ser atractivo para consumidores que tienen un abanico de opciones de entretenimiento gigante, que incluye canales de streaming y videojuegos. El fútbol comenzó a competir contra Marvel y los consumidores, suficientes para que se sienta el golpe, han elegido a Ironman. Lo han hecho porque la pirámide del fútbol se ha comido a sí misma: creó una brecha competitiva muchas veces insalvable que al tiempo disminuye esa posibilidad de soñar y hace que baje el interés de un calendario sobrecargado de partidos que nadie quiere ver.

Pero también lo han hecho porque el consumidor potencial del fútbol ha cambiado. Tanto en su demografía, pues el fútbol se expandió consciente de que lo hacía a lugares en los que no es tradición y en los que su sistema resulta chocante, como en sus hábitos de consumo, pues los hábitos de consumo de las nuevas generaciones es distinto al de las más grandes. Lo dijo Pablo Aimar: «fuimos la última generación que vio partidos completos».

Y esto, que es algo de lo que son conscientes las cabezas dirigentes detrás de toda esta movida, es por donde la Superliga puede alcanzar su mayor grado de perversión. No es solo el que sea una competición elitista, pues ese tipo de competiciones suelen ser a la larga un mal negocio y fracasar. Es que esos dirigentes, sean capaces de decírselo al espejo o no, lo saben. Un modelo de coto cerrado es bueno y deseable porque genera una estabilidad financiera que el modelo abierto y basado en méritos deportivos no. Por eso los equipos de los deportes americanos no quiebran y sigue ganando plata aunque no ganen nunca y solo pierdan.

Sin embargo, ese tipo de estructuras no se llevan muy bien con el fútbol porque es un deporte que basa su éxito en todo lo que las competiciones cerradas no permiten y porque, como deporte, sin ese añadido, no es el tipo de entretenimiento ideal, que sí pueden llegar a ser el baloncesto, el hockey, el fútbol americano e incluso el béisbol. Es un deporte aburrido. Y si el modelo es deseable a nivel financiero para ese puñado de clubes de élite económica, que no deportiva, pero el fútbol y su ritmo interno no… este último es susceptible de ser cambiado para poder adaptarse a la plata.

No es nuevo. De hecho, es posible que determinados cambios en el reglamento que ocurrieron en la década de 1990 hayan estado orientados a ser más atractivos para los mercados nacientes de la América anglosajona y Asia; no obstante, aquellos fueron cambios ínfimos que no apuntaron a modificar las regulaciones propias del juego. Los cambios que se podrían venir para poder moldear al fútbol a la nueva era de consumidores y al sistema cerrado de competición sí: eliminar de plano los empates, como se intentó en la MLS de los noventa; cambiar la temporalidad, reduciéndola o dividiéndola en partes más pequeñas, como el baloncesto; acabar con el valor unitario de los goles, convirtiéndolos en puntos diversificados según el tipo de anotación; cambiar las dimensiones del campo para generar partidos más frenéticos que den menos tiempo a distraerse; cambiar el número de jugadores en el campo, o incluso eliminar a los porteros; etc. Una sucesión de cambios dirigidos a crear un fútbol distinto, con más emociones gratuitas y continuas, menos exigente en atención, más vendible a nivel comercial, en el que ocurran más cosas divertidas. 

Todo eso es válido, por supuesto. Pero llegado a este punto también habría que preguntarse si aquello seguiría siendo fútbol. Una cosa es una cosa hasta que deja de ser esa cosa y entonces pasa a ser otra cosa. Es difícil trazar el límite. Pero alcanzado cierto umbral, sería reconocible que aquello que era fútbol ya no lo es. Sería otra cosa, más rentable, seguro, pero otra. Después de todo, el fútbol solo tiene 160 años de haberse inventado. Menos de eso de tener la forma y la sustancia que tiene hoy. ¿Por qué reducir las utilidades por algo tan joven, tan ligero? Como lanzadera, habiendo obtenido una popularidad global, el fútbol a la Superliga le servirá; cuando por su propia esencia el éxito de esta se agote, ya no más.  Y de estas lluvias, aquellos lodos.

Todavía se puede evitar.

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