En 1991, cuando Alfio Basile fue nombrado seleccionador de Argentina luego de dos ciclos mundialistas de la albiceleste al mando de Carlos Bilardo, Menotti alabó el nombramiento con una frase que se inmortalizó: «Basile va a poner el inodoro en el baño y la heladera en la cocina». Diciendo sin decir, Menotti criticaba la tendencia de Bilardo a poner a los jugadores en la selección en puestos que no ocupaban en sus clubes. La frase hoy es usada con frecuencia para criticar a los entrenadores que cambian a jugadores de posición o se desmarcan de los perfiles más tradicionales a la hora de escoger jugadores para puestos determinados. No obstante, la tergiversación del aforismo, elocuente como todo lo que decía Menotti, ha servido para estirar el debate más allá de la frontera de lo absurdo.
Por ejemplo, en Argentina se discute la idoneidad de Leandro Paredes como volante central sobre todo basándose en su pasado como mediocampista ofensivo. Paredes, que fue utilizado por primera vez como volante central en el Empoli durante la temporada 2015-2016, lleva seis años jugando en la misma posición en la que juega en la selección. Antes de eso, Paredes había jugado tan solo 2078 minutos repartidos en 43 partidos durante cinco años en tres clubes distintos. Siempre de enganche. En su año en Empoli, jugando de número cinco según la tradición argentina, jugó 2489 minutos en 33 partidos. Su consolidación en el fútbol profesional llegó con el cambio de posición. De ahí en adelante, siguió jugando en ese puesto en Roma, Zenit, PSG y la selección, dando por bueno el sentido original de la frase de Menotti: que los jugadores de la selección jueguen en la posición en la que han destacado en sus clubes.
Más allá del caso puntual, toda la discusión ofrece un escenario interesante para hablar sobre el principio de esta: las posiciones de los jugadores. Existe cierta tendencia a pensar a los jugadores y las posiciones con las que uno los asocia como si fuesen tatuajes indelebles o las casas de Hogwarts, vínculos inexorables e inmutables. Es algo que podemos identificar desde el mismo lenguaje: se suele decir que un jugador tal es tal posición, no que juega de o en uno u otro sitio, con uno u otro rol. A lo sumo, se acepta que un jugador sea polivalente, aceptado no como que pueda jugar de varias cosas sino que pueda ser varias posiciones. Por eso, Paredes, que surge al profesionalismo siendo un adolescente que «jugaba como Riquelme», no puede ser imaginado como un volante central por aquellos que piensan así.
La realidad del fútbol sin embargo suele guiarnos a otra dirección. Los jugadores no son posiciones sino que son, perdón por la tautología, jugadores de fútbol. Las posiciones son convenciones creadas por el lenguaje para que no nos pase como en ‘Cien años de soledad’, que a las cosas había que señalarlas con el dedo. Esas convenciones son códigos cargados con una determinada información que mezcla la ubicación en el campo de un jugador, tanto en relación con sus compañeros como en relación a sus rivales, con la función básica que ejecuta ese jugador en el partido, que a su vez también tiene que ver con esa ubicación (si eres el jugador más cercano al arco rival, la lógica lleva a pensar tu rol con la finalización de las jugadas). Y nada más. Los jugadores son una amalgama de virtudes, defectos y sensibilidades que juegan de alguna de esas posiciones, dándoles vida. Puede ser que un jugador cumpla a cabalidad con la convención que dice el papel, pero también, y es quizás lo más común, que el jugador (sus virtudes, defectos y sensibilidades) se salgan de los márgenes de la convención y hagan más (o menos) de lo que está en el supuesto.
Como el fútbol se juega con orden, desde los años de formación los jugadores son puestos en posiciones en las que sus entrenadores consideran que es la que mejor les viene (a sus virtudes, defectos y sensibilidades) o en la que pueden aprender algo que les sirva. Y los jugadores, por obra de jugar en ese sitio, se habitúan al mismo, conocen el oficio y adquieren las rutinas y el punto de vista del jugador que actúa en esa posición. La relación entre los jugadores y las posiciones no es de esencia sino de hábito. No hay jugadores que tengan posiciones naturales, sino que hay jugadores que están habituados a una (o más de una) posición. Y eso, como la vida misma, es algo mutable. Un jugador se puede habituar a una nueva posición e incluso puede desaprender, en el sentido de desacostumbrarse, posiciones en las que se formó.
Del mismo modo, como el fútbol es una vía de expresión de idiosincrasia, el cómo entiende un jugador una posición por la cultura en la que aprendió a jugar puede significar que en otra, ya sea por cambio de tiempo o de lugar, no se adecue y deba cambiar de sitio, a uno que aunque sea una posición distinta tenga que ver más con los hábitos y el oficio suyo. O también puede darse el caso de que un jugador (Sus virtudes, defectos y sensibilidades) en un equipo encaje más en un puesto y en otro lo haga en uno distinto, lo que le daría sentido a la costumbre Bilardo de cambiar de posición a los jugadores que llamaba a la selección, o a decisiones como la de Menotti de poner a Kempes de volante cuando en otros equipos jugaba de delantero.
Ejemplos de esto hay multitudes. Mi favorito es el de Franco Baresi. Forjado como líbero de talento, pues muy pronto comenzó a tener protagonismo en su club y a ser llamado a la selección, Baresi se desarrolló como uno más en la maraña de buenos líberos del fútbol italiano de la década de 1980 hasta que entre Nils Liedholm y Arrigo Sacchi le cambiaron la posición y el contexto táctico, pasando de ser un líbero que jugaba en sistemas de defensa combinada a un defensor central que jugaba en defensa zonal en línea, y el jugador se convirtió en uno de los mejores del mundo, ganando el Balón de Plata en 1989 y siendo considerado en su retiro el mejor jugador de la historia en su nueva posición, una que conoció diez años después de su debut como jugador. ¿Te das cuenta, Benjamín?