Tendría que ocurrir una debacle para que Colombia no clasifique al mundial de Brasil, una conspiración galáctica, que la mala suerte se cebara con el equipo. Tendría que ser una cadena de hechos desafortunados, una lección más de que el fútbol, a diferencia de las leyes, no está escrito. Quedar fuera sería como si las probabilidades le dieran una patada en los testículos a Pekerman.
Colombia está prácticamente en el mundial, pero no sabemos cuántas calamidades pueden caber en esa frase, ni cuántas mentiras en ese prácticamente.
La realidad es que hoy Colombia no está clasificada al mundial. Si lo estuviera, ya su nombre podría leerse en la página de la Fifa, como Argentina, por ejemplo, como Costa Rica. El nombre del país no aparece, pero el país celebra como siempre, orgulloso de ser feliz a pesar de las desgracias. Y la gente escribe en las redes sociales que “vamos al mundial”, que tal o cual jugador merece ser convocado por encima de tal o cual otro y ya los músicos cantan canciones al respecto. No existe la prudencia porque a pesar de la historia no hemos aprendido moralejas suficientes (Año 2000, Londrina: Brasil 9, Colombia 0. Ayy).
A la larga, la culpa la tiene el periodismo nuestro, diseñado para contagiar con su excesivo optimismo a los más reticentes. El periodismo nos dice que ya el puesto está asegurado, que la derrota contra Uruguay no fue nada, que siempre hay que ver lo positivo por encima de lo negativo porque de eso no vale la pena hablar. El periodismo también nos ha hecho crecer (literalmente, porque los periodistas de hoy son los mismos de hace 30 años) creyendo que los argentinos son los más soberbios del mundo, que somos parecidos a los brasileños y que siempre hemos tenido jugadores de talla mundial y algún ídolo de turno.
El periodismo no nos dice que mientras la selección Colombia avanzaba hacia Brasil contó con la fortuna de obtener con buenos resultados, no siempre ligados del mejor desempeño en la cancha. El equipo ha tenido partidos inmensos, pero muy flojos también. El partido de Uruguay, con todo y la derrota a cuestas, tal vez fue el mejor jugado de los últimos cuatro. Pero como sólo hay que ver lo positivo, ese partido vale cinco centavos. Los mismos que siempre faltan para el peso.
Y la gente en la calle no logra diferenciar la admiración del sentir como propio. El periodismo hace ver como un deber patrio apoyar a la selección aunque ni el 1% de la patria vaya a acompañar al equipo al mundial: en Colombia los precios andan por las nubes, como si fuera el primer mundo. Todo es especulación. Todo es caro, excepto la vida que no vale nada. Y el periodismo dice que aunque sea una nimiedad, la culpa fue de Medina o de Amaranto, o de Yepes. Dice que Teófilo jugó mal, pero de Falcao (que al menos contra Uruguay jugó peor), no se dice nada.
De pronto tengan razón. En el escenario que Colombia pierda los dos partidos que restan, los resultados hasta ahora obtenidos podrían bastar, pero no existe nada más soberbio que celebrar antes de que la competencia haya terminado, y es simple cuestión de respeto. La gente de Colombia a veces luce como ese equipo que desde el minuto 80, con un 3-0 a favor, asume el final del partido como el momento indicado para hacer veintuinas, tirar tacos, hacer globos e intentar túneles. Poco honorable resulta humillar al rival después de haberlo superado y en Colombia pensamiento y honor parecen irreconciliables.
La hinchada de Colombia mira por encima del hombro a Ecuador, a Perú, a Bolivia, a Venezuela porque es egocéntrica, y mira con reverencia a Argentina, a Brasil, a Alemania y a España porque es provinciana y acomplejada.
Por suerte hasta ahora los jugadores del equipo actual han logrado mantenerse por fuera de este ciclo nocivo, a diferencia del periodismo. Ninguno –y esto es una lección de decoro– ha sido capaz de afirmar públicamente que ya se sienten parte del mundial de Brasil.
A ellos y a Pekerman aplausos y solo una pregunta para terminar: ¿es necesario que bailen tanto?