En la Antigua Grecia las Olimpiadas se crearon con el más puro sentido amateur, por el simple amor al arte, despojadas de todo afán de lucro y con la meta de competir y medirse con otros, lo que significaba en esa cultura una parte del desarrollo íntegro del individuo. Los campeones eran coronados con un ramo de olivo, honrados, y escalaban a una dimensión sobrenatural, divina.
Con los Juegos Olímpicos modernos organizados justamente en Grecia en 1896 llegaba otra forma de competir. Nacía una nueva era. Aunque los deportistas no eran profesionales y se mantenía el espíritu olímpico original, a pesar de los procesos de industrialización y de los nuevos modelos productivos que emergían en la sociedad, el deporte ya estaba atascado, indefectiblemente, en un remolino que, con el paso del tiempo, sería más y más vertiginoso.
Los tiempos han cambiado. Más de 100 años después el deporte mutó a espectáculo, a negocio. Se ha profesionalizado de una forma impresionante. Y con el deporte, la vida en el mundo, un mundo individualista, caótico, egoísta, tenso, excluyente, con los valores patas arriba, selvático en el que sobrevive el más fuerte.
Y los deportistas, aunque no lo parezcan o creamos lo contrario, son parte de ese mundo. Son seres humanos como usted y como yo. Personas que parecemos libres pero que estamos limitadas por la tradición y la cultura. Los casos del nadador Michael Phelps, la tenista Noami Osaka, la basquetbolista Liz Cambage o la gimnasta Simone Biles, por nombrar los más resonantes, desnudan esa realidad. Nos hacen reflexionar sobre el carácter humano del deportista, aunque les exijamos como a robots; sobre su fragilidad y vulnerabilidad, aunque creamos que no circula sangre en sus venas; sobre su alma, de la que creemos no laten emociones a borbotones.
Naomi se aislaba del mundo, antes de cada partido, con sus auriculares bien puestos y música a tope. Era su forma de silenciarse a sí misma, de acallar lo que padecía interiormente. En mayo pasado en Roland Garros confesó que venía sufriendo estrés social y depresión. Favorita a la medalla de oro en Tokio perdió en tercera ronda. Biles, un diamante en la gimnasia, aterrizó como la máxima figura a Japón, con aspiraciones firmes de subirse a lo más alto del podio. Sin embargo se retiró de las justas en la fase final de sus competencias. “Debo hacer lo que es bueno para mí y concentrarme en mi salud mental. Desde que entro al tapiz, estoy yo sola con mi cabeza, tratando con demonios en mi cabeza”, declaró
Biles sufre de TDAH (Trastorno de déficit de atención por hiperactividad). Fue abusaba sexualmente, como cientos de gimnastas federadas en Estados Unidos, por el médico Larry Nassar. Su madre, adicta a las drogas y al alcohol, no pudo hacerse cargo de ella y de sus tres hermano. Fueron criados por sus abuelos. Phelps, el máximo campeón olímpico y quien encarnó en la piscina el poder de un tiburón, recuperado de la adicción al alcohol y a las drogas, luego de Londres 2012 tuvo depresión e ideas suicidas. “Llevamos mucho peso sobre nuestros hombros, y es un desafío, especialmente cuando tenemos las luces sobre nosotros y todas estas expectativas están encima de nosotros”, dijo Phelps en unas declaraciones en solidaridad con la decisión de Biles.
Más rápido, más alto, más fuerte. Los campeones olímpicos en la Antigua Grecia y hoy le rinden tributo al eslogan. Aunque los coronados en esa época y los de la actualidad, vaya si son diferentes. Sus motivaciones, las exigencias y las demandas, los miedos y las presiones en forma de fantasmas que deben enfrentar y que se suman a sus rivales de carne y hueso. “Gravita sobre mí testa la maldición del laurel”, dice el Alma fuerte.
El 35% de los atletas de élite en algún momento de sus carreras experimentan ansiedad, depresión o abuso de sustancias, o trastornos alimenticios. La salud se manifiesta en lo físico, pero también, en este mundo “chambón y jodido” como lo describió Eduardo Galeano, es mental, cultural, psicológico y social. Hoy la mayoría de deportes del programa olímpico son profesionales.
De manera paradojal, desde hace algunas décadas las noticias destacadas de los Juegos Olímpicos son los logros de los atletas amateurs, como la flamante medalla de oro en ciclismo de ruta de la austriaca Anna Kiesenhofer en Tokio.
En juego además del éxito impostor –y del fracaso en la otra orilla–, altísimas cifras económicas que las marcas invierten en los deportistas top y estímulos económicos de los gobiernos que ofrecen por ganar medallas, abonan en la tensión y en la vorágine, especialmente en países en desarrollo como Colombia, en donde el trabajo del deportista es poco valorado y ganar un título mundial o una medalla es la llave que abre el sueño de tener casa propia.
Cada cuatro años los récords corren los límites humanos. La evolución en la preparación y el entrenamiento y el avance de la ciencia y la tecnología cumplen su papel. Las confesiones de los atletas como Biles o como Osaka corren un velo histórico y que era necesario -la más saludable medalla-, plantan límites, delimitan una ética de lo verdaderamente importante, y revelan los demonios, acaso para comenzar a exorcizarlos, en un mundo que los sufre y los alimenta.
📷 Reuters