El fútbol se mezcló tanto con el respeto, el miedo y la competitividad acomplejada que sobre el césped del Bernabéu se formó una masa pastosa y extremadamente divertida. Más que en Madrid, el partido pareció jugarse en Los Ángeles, creado en la mente del guionista mejor pagado en todo Hollywood a la redonda. El Atlético levantó la Copa del Rey eligiendo con mimo tiempo y espacio: en el hogar del Real Madrid, catorce años después de su última victoria contra los blancos.
El Atlético jugó por la hazaña porque tampoco tenía otra opción. Agarró el partido sin hacer caso de sus remilgos y bailó con él, muy de cerca para que no se escapara. Ni siquiera la aparición del chico más guapo del bar con su gol tempranero consiguió alejarlo. Un tanto que no acabó con la ilusión rojiblanca ni aguó la noche, que guardaba una buena historia con un final misterioso próximo a revelarse.
El enfrentamiento fue intenso y sentimental, un intercambio de carreras enmarcadas en cadenas de errores. Más que un partido fue un oleaje, y los colchoneros supieron disfrutar de la navegación. Jugando ambos equipos a la velocidad y la inconsistencia, gran parte de la batalla se ganó en el centro del campo. Allí, el eje Mario-Gabi-Koke barrió con firmeza y sobriedad a un grupo formando por el intrascendente Khedira, un Alonso renqueante y un gran pero insuficiente Modric.
Comparando líneas, el Atlético fue mejor. Ambos equipos estuvieron firmes atrás, en especial los laterales Filipe y Coentrao. El enorme partido del portugués no encontró respuesta en la banda de Essien, que contemplaba absorto el firmamento de la noche madrileña. Por arriba, solo Cristiano Ronaldo apareció entre los blancos. Por la parte contraria, la mandíbula hambrienta de Diego Costa y un chispazo genial de Falcao fueron suficientes para acabar de desnivelar la balanza. En las porterías, matemático: Courtois salvó dos y Diego López una.
A pesar de todo lo dicho, lo cierto es que como en la mayoría de los casos, pudo ganar cualquiera. Por tres ocasiones el Madrid envío el balón al poste, transformando por arte de magia instantánea decepción propia en júbilo ajeno. Así, la rueda se fue poniendo poco a poco en marcha hasta que Miranda lo certificó con un excelente testarazo. A partir de ahí y mientras el fútbol se apagaba, la llama de la épica crecía hasta acabar en un estallido rojiblanco que prendió fuego a todas las esquinas del Bernabéu, con respetable y futbolistas dentro, creando una escena como esta Copa misma: atlética, de Madrid e irrepetible.
Jaime Santirso