El siguiente es un texto muy personal que deseo compartir con ustedes.
Luego de una estancia de casi 10 meses en Barcelona, regresé en agosto de este año a Pereira mi tierra natal. La extrañaba mucho y ahora más, se ha intensificado el sentimiento de belleza que experimento con todo lo que me rodea en esta pequeña ciudad que adoro. Todos los días siento una mezcla de nostalgia y alegría por estar en este paraíso.
Una tarde, hace unos días, agotado de leer y de escribir me recosté en la cama que tengo frente al computador y al lado de un ventanal que enmarca mis amaneceres y atardeceres. Tuve una visión inmediata con una barca que reposaba sobre el agua clara.
Minutos más tarde se desató un aguacero precedido por truenos que retumbaban, como si el mundo se fuera a acabar o estuviera naciendo apenas. En la mañana un sol espléndido y en la tarde el diluvio universal. Esto es común en Pereira que como dicen «tiene aguacero propio», y en efecto era «el aguacero de las cinco».
Decidí sentarme otra vez a escribir estimulado por la imagen, el aguacero, los truenos y el recuerdo que tengo de dos cosas: una, mi visita frecuente a la playa de Barceloneta para ver el mar Mediterráneo cuando estuve allí, eso me daba paz y paciencia para regresar. Añoraba América, imaginaba las embarcaciones en dirección al caribe. De hecho a mi llegada en agosto decidí ir a Cartagena para sentir lo diferente y deliciosa que es la brisa, la gente, los colores, la comida, el caos que de alguna manera también extrañaba.
La otra cosa que recordé al escribir lo que leerán más abajo, fueron los cuadros de algunas habitaciones y pasillos de residencias, o mejor dicho, de hoteles baratos que he conocido por múltiples circunstancias que no explicaré aquí. Siempre me ha llamado la atención esos paisajes pintados con ingenuidad y rapidez, pues si no tienen valor comercial ni artístico tienen alma.
De otra parte la barca para mí tiene un valor oscuro y misterioso. Como la barca en que Leandro, el joven de la leyenda, atraviesa el mar y la neblina para rescatar a su amada encerrada en una torre. O la barca de Caronte el barquero que atraviesa el inframundo con los muertos.
Se me ocurrió titular el escrito como lo han hecho los pintores cuando nombran una obra: «naturaleza muerta con tal cosa», «paisaje con tal otra». Aquí lo dejo a su consideración.
Paisaje con barca
Cierro los ojos.
En mi sueño veo una barca,
la veo quieta,
quieta y sin bruma,
sin la espesa bruma de la tarde,
la barca está en aguas tranquilas
y lejos de la orilla,
lejos de toda orilla.
Pero la barca no está perdida
ni está olvidada,
es simplemente una barca.
La veo eso sí, como una barca
en el agua diáfana
que muestra los confines
de lo profundo,
petrificada
en una molécula triste
de medusa inmóvil.
Veo la barca
entre el reflejo de un cielo azul,
por el que viajan
lentamente las nubes.
El paisaje es en sí extraordinario,
sencillo y recurrente,
común a todas las miradas
y a todas las ensoñaciones.
Tanto que el paisaje podría ser
un cuadro en la pared de una sala,
una sala de alguna casa familiar,
o una sala de espera.
Un cuadro fijo
con un paisaje que no se desborda,
un cuadro que si acaso
se llena de polvo y telarañas,
un paisaje que pasa de moda,
un paisaje que agoniza en la memoria
cuando alguien descuelga el cuadro,
y lo guarda o lo regala.
Un regalo que vuelve a la vida
cada vez que alguien lo sueña,
y cuando quien lo sueña
quita el polvo y se sube a la barca.
Entonces al agua vibra
y se hace trizas el cielo
en su reflejo,
y las nubes desaparecen
detrás de la bruma espesa,
y los truenos hieren con furia
el profundo acero de la noche.
La barca jamás despierta.
Pereira, noviembre de 2017.