Pazifico, cultura y más

Publicado el J. Mauricio Chaves Bustos

Volver al Pacífico.

¡En el Litoral Recódito!
¡En el litoral Recóndito!

 

Por tierra, desde los Andes; por mar, desde cualquier lugar del mundo; por río, desde las entrañas mismas del territorio; por aire, desde Cali o Bogotá; volver al Pacífico siempre será un encantamiento por el enmarañado verde que se desdibuja por todos lados, en la selva y en los ríos, en el mar que evoca el origen de todas las especies; por esos cielos, de un límpido azul que atrapa y enceguece, o en ocasiones encapotados por toda gama de grises, recordándonos que es uno de los lugares del mundo más bendecido por las lluvias, esas que sus habitantes reciben con fiesta, haciendo piscinas en los improvisados charcos que se forman en las vías, divirtiéndose en las cascadas que corren presurosas por los techos de zinc de casas y edificios, riéndose a carcajadas por los toboganes que se forman en caminos y laderas, es que el agua es vida, y la vida en el territorio es una fiesta.

Mallama, “Tierra del Gualcalá y de miel”, y Ricaurte, “donde las montañas lloran”, son los municipios del pie de monte costero nariñense. Para la mayoría, estos son lugares de paso entre la costa y la sierra, sin embargo ahí se amalgama una cultura que ha propiciado gran parte de lo que es hoy el nariñense, lugar donde la marimba toma su asiento y en donde el chapil alegra las fiestas; ahí está Chambú, territorio mágico de propios y de ensueños para los colonos; ahí está La Planada, que permite reflexionar a sus propios habitantes sobre la importancia de cuidar el territorio que les da su sustento. Ahí cambia la geografía y el territorio va cobrando sus propios matices; se deja el altiplano y se inicia el recorrido por tierra de montañas cargadas de oro y de minerales que despiertan la codicia de propios y extraños, sin embargo, la gran minería no ha hecho presencia y el paisaje se torna casi idílico; cruzando la Nariz del Diablo, hasta el olor cambia, aquí huele a panela y a miel, y empiezan los montañas a manar cientos de cascadas que caen presurosas para refrescar el ambiente, alimentan al río Guiza, que se va abriendo camino mientras deja un halo de vida por donde se mueve, lugar donde los Awá refrescan su memoria para seguir forjando su destino. “Aquí no nos falta nada, esta tierra es bendita, nunca falta el platanito, la yuquita, las fruticas; el agüita parece que viniera del Paraíso, por eso es tan linda mi tierra”, expresa, una lideresa de este importante territorio, donde conviven indígenas, negros y mestizos, dedicados en su mayoría a la agricultura.

Avanzado, por esa carretera zigzagueante, se llega a Altaquer, corregimiento del municipio de Barbacoas, territorio Awá, lugar donde se conservan tradiciones milenarias que se delatan en el humo que sale de los fogones de esas hermosas casas construidas en madera, pintadas con lindos colores y en donde los ancianos departen en sus puertas, como resguardando al propio tiempo, “Yo siempre he vivido aquí, nunca me ha hecho falta nada, esta tierra tiene un aire muy sano, ese es mi mejor remedio, la comidita es muy sana. Mire ese cielo, que bonito que es”, dice un anciano sabio Awá cuando le pregunto por su pueblo. Luego está Junín, cruce donde se puede ir a Tumaco o a Barbacoas; las nubes siempre hacen presencia en este territorio, ahí se avituallan para continuar el camino, se come un delicioso pollo ahumado o un sancocho con frutos propios del territorio, pese a ser un lugar de paso, hay dos hoteles, lugar propicio para pernoctar cuando ya no se encuentra vehículo para avanzar cuando se viene de uno u otro lado y la noche avanza.

De ahí, partimos para Barbacoas, “Tierra del oro, lo hermoso son sus lindos paisajes ribereños, playas y la organización de sus veredas, además, lo más hermoso, su gente”, nos dice nuestro buen amigo Feder Angulo. Falta poco para que la vía quede totalmente pavimentada, han pasado muchas décadas para que esta importante ciudad se conecte dignamente con el centro del departamento, pero el abandono y la desidia ha sido una bandera, a pesar de que muchos políticos “importantes” han salido de esta ciudad, los más pertenecientes a una élite blanca que abandonó la ciudad cuando esta dejó de ser menos próspera para sus ambiciones. La primera imprenta, el primer vehículo, los primeros libros y los primeros pianos en Nariño llegaron a Barbacoas, gracias, no solamente a la ruta comercial que facilitaba la traída de mercancías de todas partes del mundo, sino también gracias al empuje y a la pericia de sus habitantes para volverla un verdadero emporio comercial. El Telembí sigue siendo el testigo de todos los avatares de la ciudad “mi río, es mi río señor, yo he hecho mi vida aquí, de un lado para otro, a mi la carretera me marea, el río no; si ve, señor, aquí está la comida, el negocio; aquí está todo lo que soy y lo que tengo”, dice un experimentado lanchero, de esos que rememoran la orilla no conquistada del río y el vestido y la custodia de oro de la Virgen de Atocha, de esos que en su niñez atravesó el río en su potrillo. La estatua de Mosquera, en el parque que lleva su nombre, parece ser cómplice en el silencio de los tesoros que esconde la ciudad de Santa María del Puerto de las Barbacoas, pero no solo ocultos debajo del templo, ni en las minas, sino en su gente, con un pasado a cuestas que deben rescatar para seguir perfilando un futuro próspero para esta histórica ciudad, escenario de guerras, de invasiones de piratas, de trifulcas y de balazos que destrozan quijadas.

Cruzando el río, por el ferri si se va en automóvil o en moto, o en lancha cuando el equipaje es más liviano, se toma la carretera que lleva a Magüi Payán, la verdad es que es una trocha que debería avergonzar a todos los gobernantes de Nariño, así como a sus Representantes y Senadores; pero el verdor que se divisa en el camino permite borrar las incomodidades, entonces se siente uno en el corazón de la manigua, de tal manera que ahí se vivencia la riqueza natural del territorio del Telembí. Unas cuantas calles pavimentadas, un parque que no recuerda a nadie y el infaltable templo católico, forman la ciudad. El rio Magüi es el sustento de sus habitantes, que les da alimento, comercio y minas, siendo lamentable el estado de algunos tramos debido a la explotación desmedida de sus riquezas auríferas. Pero sus habitantes deben buscar el sustento, y la minería tradicional es su más grande posibilidad, diezmada en todo el territorio por las concesiones a gran escala que un gobierno lejano sigue otorgando, más a ajenos que a propios. Es el segundo municipio más grande del departamento, después de Tumaco, y sus necesidades son proporcionales a su extensión. Sus habitantes siguen confiando en la advocación de Jesús Nazareno, por eso lo celebran con bombos y platillos en enero, “A mi el Nazareno me curó del cáncer, aunque usted no me lo crea; yo cada año lo visito con toda mi familia, que vienen de Cali, y un nieto que se pega el viaje desde Canadá. Mi mujer les prepara bala, tapao, pusandao, que es lo que más les gusta, y yo les voy guardando su charuco”, me dice un abuelo, mientras me dirijo a la sede del Consejo Comunitario La Voz de los Negros.

Partiendo de Barbacoas, río abajo, se llega al hermoso municipio de Roberto Payán, que lleva el nombre de un viejo militar de la Guerra de los Mil Días; un boquete se abre por entre el río, y al fondo se divisa el hermoso puerto que recibe a sus visitantes. Sus calles están pavimentadas y las que no, están muy bien mantenidas; el parque es una delicia para el refresco y la sede de la Administración Municipal es la mejor de toda la región, “es que aquí hubo un alcalde que hizo todo lo bueno que tiene este municipio, hizo parque, arregló los colegios, gestionó el nuevo hospital, mire lo bonito que tiene a nuestro pueblo”, me dice doña Carmen, una vendedora de pescado frito, que recoge en sus manos y en su gusto toda la tradición culinaria del Pacífico nariñense. Los jóvenes participan en todas las actividades comunales, escuchan a sus mayores, aprenden y enseñan también; son rebeldes por naturaleza, y esa rebeldía bien encauzada con seguridad les permitirá seguir embelleciendo este hermoso municipio; cerca están los pozos para ir a refrescarse, paradisiacos lugares con que los ha dotado la naturaleza, ahí se organizan los paseos y las “recochas”. Esperamos que pronto se pueda hacer realidad la carretera que comuniqué a la región del Telembí, partiendo desde Roberto Payán, para salir a la Guayacana, lo cual sería maravilloso para comercializar y acercar a sus habitantes a los servicios que presta Tumaco o, inclusive, la misma sierra, mucho más cercana desde este punto.

Tumaco es la segunda ciudad en importancia del departamento, la más grande y la más desarrollado de todo el Pacífico nariñense. Recientemente fue declarado Distrito Especial, industrial, portuario, biodiverso y ecoturístico, muchos nombres para tan grande responsabilidad, no solamente para la ciudad, sino para el Estado colombiano, que debe volcar su mirada sobre este territorio, para de ahí expandir desarrollo sostenible y pertinente a los demás municipios de la región. No basta con el título, se hace necesario impulsar industria, para de esta manera generar empleo, una calidad de vida acorde con la dignidad humana de sus habitantes y moradores, acabando de esta forma con el imperio de la coca, que tanto daño le hace a todo el territorio. He dicho que en Tumaco hay todo, pero a la vez nada: están ahí la mayoría de ONGs, se destinan grandes recursos de la cooperación internacional, la mayoría de programas benéficos tienen ahí su asiento; pero carece de acueducto y alcantarillado, la interconexión eléctrica sigue siendo pésima y la interconectividad muy mala. La Perla, sin embargo, es el núcleo de todo lo que pasa en el Pacífico nariñense. La Guayacana, uno de sus corregimientos, anuncia ya el ambiente de la región, con olor a cacao y a pescado, una hermosa recta anuncia la llegada, y en el Pindo se puede ya apreciar lo consustancial de su gente y de su geografía; tierra pródiga, sus veredas son un dechado de exuberancia, de una riqueza ancestral manifiesta en su permanente alegría, pese a todos los problemas que ahí puedan existir, “Tumaco, panita, es lo mejor, yo no la cambio por nada; aquí todos vivimos felices, hay playa, hay ríos, hay comida, ¿para qué más? El que llega aquí, no se quiere ir nunca”, dice jocosamente Manuel mientras nos tomamos una cerveza bien fría. Cabo Manglares, la Bahía de Tumaco, El Morro, son unos de sus puntos geográficos destacados, siendo la zona rural la más grande, se encuentran ahí escenarios marinos o fluviales que maravillan.

Cruzando la bahía, está Francisco Pizarro-Salahonda, ciudad histórica, porque desde la Isla de Gallo partió Pizarro a invadir el Perú; no existe, pero ahí me imaginé la línea que trazó en el suelo para ver quienes lo seguían, trece lo siguieron, conocidos desde entonces como “Los trece de la fama”, es parte de la historia que debemos asimilar para entender el contexto de todo el territorio. Ahí se consumen los mejores mariscos del mundo, o quizá obedeció al cariño y al trato amable con que fuimos recibidos en este hermoso municipio; cuando se llega, el pueblo parece una culebra que se extiende de sur a norte, con sus palafitos y sus construcciones más modernas, “cocadas, pruebe las cocadas, lleve las cocadas”, anuncia con voz queda una anciana mujer que ofrece estos productos típicos de la región. La Playa es uno de los lugares más hermosos que se puede visitar, ahí los pescadores extienden sus inmensas redes, y a determinada hora del día deben recogerlas, mostrando el tesón en un trabajo en ocasiones no tan bien recompensado. Ahí queda un colegio regentado por las monjas de la Orden de la Compañía de María, una de ellas, en un inconfundible acento paisa manifiesta: “Es que la educación lo es todo, si no hay educación, no hay progreso, no hay trabajo; por eso nosotros tratamos de brindarles la mejor educación a estas muchachas y muchachos, pero lo hacemos reconociendo lo que son, sus valores, sus tradiciones, o si no, pues no tendría ninguna gracia”.

Continuando por los esteros, saliendo de esas prominencias rocosas que acompañan Salahonda, y pasando San Juan de la Costa, se llega al municipio de Mosquera. Es quizá el municipio donde más escasa es el agua dulce, por eso la lluvia es una bendición y se celebra con fiesta. El olor a pescado frito nos conduce cerca al parque, donde una multitud se arremolina para poder tener algo de señal de internet en el punto público del Wifi. Ya casi nadie fuma en estos pueblos, atrás quedaron las ancianas y ancianas que, durante las faenas de pesca, fumaban con la colilla para adentro, para así generar más humo y espantar los mosquitos, sin embargo, un joven se me acerca y me pide el yesquero, “Huy este pueblo es buenísimo, sobre todo cuando hay fiestas, aquí se arma la parranda de lo bueno, una bailadiza y una tomadiza, pero de las buenas”, me responde cuando le pregunto sobre la vida en este municipio. Claro, la coca hace sus estragos, pero la resiliencia sigue siendo más fuerte, son pueblos donde no puede imperar más la muerte o la violencia, la paz es una necesidad y una obligación moral del Estado y de todos los colombianos, sobre todo con estos territorios tan golpeados por todo tipo de violencia.

Tomando el río Patía, se llega a Olaya Herrera-Bocas de Satinga, sorprende la dinámica que tiene la ciudad, llena de locales y de toda clase de negocios; el puerto es un parque, y ahí se divisa toda la belleza natural que rodea a Satinga, nada más ni nada menos que el parque natural Sanquianga, lugar de especies endémicas y donde crecen los manglares más altos del mundo. El llamado Canal Naranjo cambió la geografía del territorio, transformó los estuarios y ha puesto en peligro el equilibro no solamente ambiental del territorio, sino también el social, ya que obligó a emigrar a muchos de sus poblaciones rivereñas. “Este municipio es el centro de la región, aquí vienen a comerciar de otros municipios, por eso hay mucha actividad; a veces aparecen personajes extraños, tal vez de las guerrillas, de los paras, yo no sé, también los coqueros, los mafiosos, buscando principalmente a los jovencitos para que trabajen con ellos. Pero este pueblo ha mejorado mucho, había días en que no se podía ni salir al parque. Esperemos que todo mejore, por el bienestar de todos”, manifiesta abiertamente un culimocho – descendientes de europeos, endogámicos principalmente, blancos de piel y con comportamientos y costumbres de negros-, al que abordo mientras toma un café.

Continuando la navegación, tomando el río Tola, se llega al hermoso municipio de La Tola, que maravilla por el orden y disposición de sus construcciones, algunas palafíticas y la mayoría muy bien arregladas y con buenos materiales. El casco urbano es relativamente pequeño, muy bien organizado, pareciera que hay una cultura ciudadana cimentada en sus habitantes, ya que es raro ver basura en sus alrededores. Una hermosa vía, sembrada con hermosas palmeras que parecen saludar a los visitantes, paralela al río, hace mucho más agradable la panorámica, que mezcla el verde y el blanco de los techos, para formar una composición estética muy agradable. Los toleños son muy cultos, buenos anfitriones, con razón afirma Estiven Izquierdo, “La Tola es el corazón del Sanquianga, tiene hermosas playas y los mejores manglares”. Los Eperaras Siapidaras habitan también este territorio, logrando un sincretismo mágico de mitos y creencias que, mezcladas con la africanía y la hispanidad, han logrado singularizar a los habitantes del Pacífico Nariñense.

Tomando el rio Tapaje, se llega a El Charco, en donde la comunicación debe hacerse por mar o por los ríos Amarales, Iscuandé, Muchica y Sequihonda, entre otros. En el muelle nos recibe el bullicio de su gente, la música que sale de las cantinas que están cerca, y de muchos niños que toman un chapuzón para refrescarse. El pescado fresco abunda en los puestos improvisados que se ubican a la entrada del pueblo, el olor a pescado seco nos recuerda la Semana Santa, y más allá, los chontaduros y el naidi hacen que se vuelva agua nuestra boca. El caso urbano ha crecido descomunalmente en los últimos años, debido al desplazamiento de habitantes de la zona rural y de otros territorios que llegan huyendo de la guerra y del narcotráfico. En la noche, la calle principal ofrece todo tipo de comidas, desde el pescado tradicional a la llamada comida chatarra, y sus puestos siempre están llenos, al son de la salsa o de uno que otro reguetón que no falta. Prefiero ir cerca al muelle, donde una veterana me dice que me cuide, “no sea que se lo lleve el Ribiel, o aun peor la Tunda, que siempre anda por aquí buscando blanquitos, pero que ni se le aparezca el Maravelí, que se le aparece a los que se van a morir, para llevárselo en su barco con casco negro, y que pilotea el mismo demonio”, ante lo cual suelta una fuerte risotada y me aprieta la mano, como señal de amistad. Los atardeceres en El Charco son únicos, viniendo de El Mero, de visitar a la comunidad Eperara Siapidara, nos sorprende un paisaje teñido de violetas, con razón afirma Carlos Góngora: “En El Charco se resaltan los atardeceres. Nosotros le decimos Charcorro, haciendo alusión a su alegría”.

Tomando nuevamente los esteros, llegamos a Santa Bárbara de Iscuandé, el municipio más septentrional del departamento de Nariño. Sus muelles están regados por todo lo largo del pueblo, ahí nos recibe este pueblo histórico, en cuyas aguas reposan los restos de los barcos donde se dio la primera batalla naval de nuestra Independencia, no sin razón se la conoce como “La heroica del Pacífico”. Sus ricas minas de oro atrajeron a europeos y americanos, por eso fue escenario de ambiciones y de luchas, el general Tomás Cipriano de Mosquera la hizo su teatro de Marte, atrayendo a muchas familias caucanas que buscaban el oro. En la plaza principal queda el templo católico, en donde impávida nos observa la imagen de Santa Bárbara, que parece quiteña, herencia de tiempos pasados más gloriosos; así mismo, un viejo cuadro muestra a la Virgen del Carmen y a las animas, rodeada de personajes místicos, y que según la tradición local su autor es, nada más ni nada menos, que Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, el más importante pintor neogranadino durante la Colonia. Han intentado robárselo, pero ha vuelto al culto de los iscuandereños, quienes, al encenderle velas, han destruido una esquina de la parte inferior. “Aquí somos muy religiosos, nunca falta la misa, la procesión; somos un buen grupo de señoras que mantenemos la iglesia en buen estado. Ese cuadro, ojalá enviaran alguien de Bogotá para que lo restaurara y nos lo dejara como nuevo. Pero que no se lo vayan a dejar allá, eso si que no”, me dice una de las devotas, ante el asombro que me causa tal imagen.

Y así hemos vuelto al Pacífico. Es que, en verdad, nunca nos hemos ido.

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