Foto: Robert Satizábal

Subiendo el río Sanquianga, pasando por los esteros, que son el sistema circulatorio del territorio Pacífico, se llega al rio La Tola, sus aguas verdes y encantadas fueron las mismas que vieron los indígenas emberá Aristóbulo Meporreina Charuma, a quien apodaban Tolo, y su esposa, quien subía y bajaba el río buscando alimentos e intercambiando productos con los afrodescendientes que llegaron de Guapi y Timbiquí, a inicios del siglo XX, huyendo de la Guerra de los Mil Días. Cuando pasaba la mujer en sus correrías, decían a voz en cuello “Ahí va la Tola”, y así se denominó el municipio, hermoso trasegar de un territorio donde conviven todos y en donde se reconoce el papel fundamental de la mujer como forjadora de la humanidad.

Esas aguas fueron también testigos, no mudos, del trasegar de los españoles que venían tras el oro del Inca, por aquí anduvieron, pero la naturaleza no les permitió adentrarse más allá de los esteros, por eso prefirieron seguir su curso y avanzar hacia Salahonda. Y es que aquí la naturaleza es pródiga, no se equivocó Aurelio Arturo al decir que en Nariño el verde es de todos los colores, quizá su nana negra le narró también el verdor tras de la montaña, la historia de ríos y selvas que se adentran por los países de Colombia.

El municipio está organizado en 6 consejos comunitarios y 1 resguardo indígena, esto demuestra la importancia de un trabajo mancomunado entre afrodescendientes e indígenas del pueblo Eperara Siapidara, conviven en ese territorio que ha acogido a unos y a otros y que desde sus orígenes los ha invitado a la comunión y al diálogo, saben que es necesario mantener los nexos para convivir en paz en una zona que les es común.

Llegar a La Tola es todo un encantamiento, un hermoso pueblo que se extiende a lo largo del río, el muelle saltadero siempre recibe con música y algarabía, y las vías, algunas pavimentadas, conducen a un pueblo donde sus casas están bien construidas, llenas de color y de alegría; la calle principal y el pequeño parque dan muestras del interés por cuidar lo propio, no se ve basura y todo tiene una armonía que encanta.

Pertenece a la región Sanquianga, poco a poco los pobladores asumen la importancia de ello, saben que lo que boten al río o al mar puede perjudicarlos, la disminución de los sistemas ambientales perjudica la producción pesquera y agrícola, por eso cada vez más se respeta y se cuida el entorno ambiental. Ahí se yerguen hermosas las palmas de naidi, les relato a algunos pobladores como mi abuela nos preparaba el palmito, un manjar que llegaba a la sierra desde estos territorios, me comentan que también ellos lo comían, pero que ahora prefieren ver crecer a las palmeras, ya que su consumo implicaba cortarla por entero, por eso llegó casi a desaparecer. Hoy, gracias a ese sentimiento de pertenencia y de cuidado medioambiental, se prefiere consumir el fruto de naidi y no su tallo.

En la madrugada salen los toleños a pescar, llevan en sus potrillos y en sus lanchas los implementos necesarios, siempre festivos, no pueden faltar las sonrisas y las carcajadas que irrumpen los sonidos que llegan de esa vorágine verde que está por todos lados en el municipio. Otros se dedican al cultivo de la caña, el arroz y el cacao, son productos que abastecen al municipio y otros pocos para intercambiar en El Charco o en Olaya Herrera, esto garantiza en parte la soberanía alimentaria, aunque hace falta un centro de acopio que permita mejorar las condiciones para almacenaje de sus productos.

Y así como hay casas hermosamente dispuestas, también están las desaliñadas construcciones que han debido hacer improvisadamente los desplazados que llegan de las veredas huyéndole a la barbarie. Muchos de sus jóvenes son cerebros fugados, debieron salir para no ser asesinados; los que vuelven, lo hacen por amor a su territorio, venciendo los miedos porque saben que hay que ganarle la guerra a la intolerancia con palabras y con acciones; muchos nos dan ejemplo con sus profesiones y sus maestrías, vuelven al territorio empeñados en saber que tienen una riqueza humana y natural inigualables que deben ser abordadas con tino para que las futuras generaciones puedan seguir disfrutando de ellas.

Y nuevamente la lluvia, infaltable en el Pacífico, vuelve a acompañar casi diariamente las faenas, se almacena como un tesoro, ya que ahí no hay acueducto ni alcantarillado, se recurre también a pozos y a las casas aguateras para abastecerse de ella. Parece una contradicción, ya que siendo una de las zonas pluviales más importantes del planeta y en donde los ríos corren a granel, no haya posibilidad de consumirla. La Tola, como todos estos municipios, siguen siendo víctimas del oportunismo político, y cuyas promesas han copado las expectativas de sus pobladores.

El municipio es mayoritariamente rural, es ahí donde está la madera, el pescado, la concha, la piangua, por eso su vida y sus costumbres son campesinas; aún tienen esa fuerza que emana de todos sus poros, utilizada para trabajar bajo sus propios tiempos y sus lógicas, para vencer el temor y rescatar a niños que fueron reclutados para la guerra, para demostrar que no es un territorio únicamente para el narcotráfico, ahí la vida pulsa por existir.

Las playas de Amarales, Mulatos y Vigia son un escenario de encantamiento, lugar de avistamiento de especies marinas y de aves; San Antonio de La Mar, Caleño, Pangamosa, son hermosas veredas que permiten divisar la grandiosidad del parque Sanquianga; San Juan Pampón, un territorio ancestral donde habitan los Eperara Siapidara, con sus tradiciones milenarias y donde es posible admirar los collares y manillas que elaboran preciosamente sus mujeres. Todo un territorio de encantamiento, donde la calma del camino nos muestra la prodigiosidad de una naturaleza que, pese a todos los abruptos por nosotros cometidos, sigue siendo inmensamente verde.

Antes de ser municipio, el corregimiento recibió el nombre de Sofonías Yacup, en recuerdo de ese guapireño que se atrevió a narrar las dolencias del pueblo negro en el Litoral Recóndito, y que se atrevió también a irrumpir en los escenarios políticos con propuestas que buscaban el beneficio de su región, reconocía su origen y lo transido de su territorio, por eso dice sin despecho: “Por esas tierras silenciosas y por esos mares tranquilos pasearon aventureros y piratas de distintas nacionalidades sus sórdidas codicias y sus furores, y los hombres de tez negra importados del África, para el laboreo de las minas, dejaron en ellos sus dolores y sus esperanzas junto a las tristezas del indio avasallado”.

Por eso en La Tola, como en todo el territorio, se alza la voz como un grito de reclamo por toda la desidia departamental y estatal; las mujeres, los jóvenes, las víctimas toleñas, no pierden oportunidad para mostrar todo lo bueno y bello que hay en su territorio, así como para denunciar sus necesidades, pocas veces atendidas. El cuidado que tienen por su pueblo es una muestra fehaciente de su resiliencia, pero a la vez de una muestra en la acción, su capacidad para hacer mucho con lo poco que tienen.

Por sus ríos siguen subiendo y bajando las Tolas llevando sus penas y sus alegrías; ahí siguen sus hombres, negros e indios, pescando y viviendo con alegría su territorio; ahí siguen los ecos de la naturaleza, las voces de Yacup y de Moncho el Poeta de La tola, que desde la distancia del tiempo y el espacio siguen enamorados de este territorio de encantos.

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