-Batalla de Barbacoas, 1 de junio de 1824-

Como suele suceder en un país donde la historia está asida desde el centro de la nación y desde las capitales de los departamentos, pasó desapercibido el bicentenario de la batalla de Barbacoas, ocurrido un 1 de junio de 1824, lugar en donde Tomás Cipriano de Mosquera sería herido, siendo conocido entonces con el remoquete de “mascachochas”, escenario final del cruento y retrógrado Agustín Agualongo, figura adornada con los lauros de la falsedad antes que con el tamiz de la objetividad, como bien anotaría el historiador Jaime Gutiérrez Ramos.

Mosquera descendía de una de las familias más linajudas del Gran Cauca, habían acumulado una gran fortuna fruto de las minas que poseían y de los extensos terrenos para cultivos y ganadería que habían obtenido merced a favorecimientos hechos a la corona española. Pese a ello, a temprana edad tomó el camino de servir a la causa patriota, ganándose el favor de Bolívar, quien lo ascendió a teniente coronel y a nombró jefe civil y militar de la provincia de Buenaventura, cuya capital era Iscuandé, un escenario que conocía perfectamente en razón a las propiedades familiares que ahí se asentaban, inclusive hoy un municipio de la costa nariñense lleva su apellido en su honor.

Agualongo provenía de las masas populares pastusas, algunos dicen que era indígena, otros que era un mestizo, lo cierto es que los historiadores han tratado de blanquear su figura para darle tintes heroicos desde su propio origen, aludiendo que fue pintor al óleo, que se divorció de su esposa y que, además, fue ascendido a General de los Ejércitos del Rey de España. Todo esto en contravía de los oficios y limitantes propias a quienes estaban por debajo de la rancia élite pastusa, inclusive algunos investigadores afirman que fue pintor de brocha gorda, que el divorcio era imposible para alguien de su rango y que al ostentar un cargo militar tal alto debería reposar el acta de nombramiento en algún archivo, cosa que hasta el momento no aparece.

El acta de inscripción como soldado raso en las milicias de Pasto es suficiente para tener un perfil suyo, además del inicio tardío en el ejercicio militar, mayor de 30 años, para detener la avanzada de los Quiteños en 1811. Lo que es innegable es su sagacidad para moverse en medio de esa élite y lograr ascender al grado de coronel, de imponer a costa de muchas vidas el capricho de mantenerse en la convicción de una corona que ningún merecimiento le había hecho a la ciudad de Pasto, ya que ni fue sede episcopal, ni se creó universidad, ni mucho menos casa de moneda, que era lo que se le pedía.

Mosquera había sido decano de Bolívar a su paso hacia el sur, se había ganado su confianza, sobre todo porque con seguridad su familia dio importantes aportes económicos a la causa de la Independencia, de tal manera que sus ascensos fueron rápidos y sin mayor pericia fue enviado para recoger y proteger el oro que salía de Barbacoas para el Ejército del Sur. Para entonces ya había acaecido la terrible navidad nefanda en 1822, Agualongo había sido vencido por Bolívar en Ibarra y sin más salidas emprendió la huída hacia Barbacoas para apropiarse del oro, salir hacia Tumaco y de ahí encontrarse con las goletas españolas y peruanas.

El propio Mosquera en el informe que dirige al Comandante General del Departamento del Cauca muestra cuales eran las intenciones de Agualongo: tomarse Barbacoas y dejar ahí como gobernador a Francisco Angulo, negro; ponerse en comunicación con Calzón y Canchala que estaban en Los Pastos, recordemos que el primero fue el que fusiló a la ninfa mártir Josefina Obando; que Toro volviera al Valle del Patía y los pueblos de Taminango y alrededores; mientras que Agualongo “debía poner en insurrección a los cantones de Tumaco, Esmeraldas, y Costa de la Buenaventura para ponerse en comunicación con los corsarios, recibir auxilios del Perú y emprender sobre el resto del departamento del Cauca obstruyendo de tal modo las comunicaciones de Su Excelencia el Libertador, por mar y por tierra.” (AGN. Sección: República. Fondo: Secretaría de Guerra y Marina. Tomo: 43. Folio:690 Folio: 690r).

Después de ser vencido en El Calvario, Agualongo y un grueso de militares realistas se dirigen por el río Telembí hacia Barbacoas. Para entonces el ejército patriota, al mando del inexperto Mosquera, se prepara para la terrible emboscada que haría Agualongo y la cual sabían de antemano, inclusive prometió la libertad a los esclavos que se aventuraran a detener la avanzada realista, logrando vencer a algunos de ellos. El 1 de junio las fuerzas pastusas llegan a la ciudad, inclusive el soldado Martínez, del batallón Aragón, le asienta un tiro en la cara al comandante caucano, destrozándole la mandíbula inferior, atravesándole la lengua, lo que lo obligó a ceder el mando al coronel Parra. Agualongo, al verse imposibilitado de tomar el cuantioso tesoro, ordena incendiar la ciudad, huyendo e internándose en la selva con su ejército diezmado, quienes serán perseguidos, muchos de ellos atrapados y fusilados en el acto.

En parte que da Agualongo a la Comandancia General de Armas del Cauca, anota: “tuve a bien el retirarme con el honor que acostumbran las tropas militares, sin haber perdido más que diez hombres entre paisanos y tropa nuestra, pero para esto tuvo que volverse en cenizas todo el pueblo” (AGN. Sección: República. Fondo: Secretaría de Guerra y Marina. Tomo: 43. Folio: 689). Triste suerte la de la ciudad de Barbacoas, sobre todo porque algunos historiadores han querido mostrar al ejército patriota como monstruoso, lleno de masones e infieles que no respetaban absolutamente nada, luchando casi que contra un ejército realista formado por “monjas de la caridad” en donde el rosario y la templanza eran sus consignas; no es así, ambos ejércitos cometieron exabruptos que marcaron a nuestros territorios, tales como la nefanda noche del 24 de diciembre de 1822 por parte de los patriotas, la retoma a sangre y fuego de Los Pastos por parte de Agualongo, Boves y Merchancano en 1823 y el terrible incendio de Barbacoas por parte de los realistas pastusos el 1 de junio de 1824, entre muchos otros más.

Mosquera reconoce el valor de los barbacoanos y el apoyo que recibió de estos para resistir a los realistas, “Con todo como hallase yo un apoyo en el patriotismo y decisión de las gentes de la ciudad, me esforcé a resistir la invasión, según lo puntualizo en otros oficios, y salvar al pueblo del degüello que le amenazaba. El entusiasmo de todos los hombres que tuve a mi devoción es inexplicable”, insistiendo en mostrar como la ciudad quedó incendiado, perdiendo ricos y pobres todas sus propiedades, hasta el punto de pedir ayuda para remediar la miseria en que quedaron sus habitantes: “Lo cierto es que los más vieron con serenidad arder sus hogares, sus propiedades, y cuanto tenían de lujo y comodidad, y sin desprenderse de las armas prefirieron la destrucción del enemigo, a la salvación de sus intereses. Han quedado reducidos a la última indigencia en tal estado, que hay personas que no tienen otro alojamiento que el cuartel, en el que resida sin otro recurso que el pequeño lugar que les toca para dormir a la intemperie. Yo faltaría a mi deber sino lo informase a vuestra señoría suplicándole se digne elevar esta noticia al Supremo Gobierno de la Nación para que se atienda con la conmiseración que se merece esta porción de infelices adictos al gobierno de la República, recomendándolos con todo el interés a que se han hecho acreedores” (AGN. Sección: República. Fondo: Secretaría de Guerra y Marina. Tomo: 43. Folio: 691 Folio: 691r).

Diezmado el ejército realista, algunos regresan a Pasto y otros se dirigen al río Mayo, entre estos Agualongo, quien sería atrapado el 24 de junio por su excompañero de armas, el ahora coronel patriota José María Obando, quien sería conducido a Popayán y fusilado el 13 de julio de 1824.

Barbacoas enfrentaría muchas otras batallas, principalmente la del olvido por parte del Estado central, del gobierno departamental, así como el saqueo de sus minas que enriqueció y sigue enriqueciendo más a foráneos que a propios, lugar donde nació una casta política que no ha sabido responder a su comunidad. Barbacoas, en oro y leyendas cantada.

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