Se declaraba marxista, aunque había leído desde Bakunin hasta Popper. Devoraba todo libro que caía en sus manos, desde Dune hasta Plataforma. Odiaba Amelie, o más bien todas las modernas y hiptsers que habían visto Amelie. -“Amor burgués, amor burgués” gritaba cuando estaba borracha. Por Johnny Depp se hubiera hecho americana, por el Che hubiera matado. Se deprimía con Silvio, soñaba con Aute, bailaba como pocas, sonreía como ninguna y creía en la Revolución, que vendría en forma de aguacero para limpiarlo todo
Yo le decía que eso de la Revolución en forma de aguacero me recordaba al Antiguo Testamento. Me recordaba al Diluvio Universal, que vino a acabar con la maldad de los hombres y a regenerar la tierra. A veces se reía, a veces me insultaba. A mí me daba igual, estaba loco por ella. La quería todas las noches y la extrañaba todos los días.
Creía en la lucha de clases como motor de la historia, la justicia social y la división social del trabajo. Tenía más dudas sobre dictadura del proletariado, los conceptos de hegemonía de Gramsci y la multitud de Negri.
Quedaba en los bares con sus camaradas. «El fetichismo de las mercancías es el pilar en esta etapa del capitalismo» era su frase preferida para iniciar cualquier debate. Yo no comprendía nada de lo que decía, pese a que había leído algo de filosofía. Sólo contemplaba impávido aquellas discusiones que se alargaban horas y horas entre cañas y tapas. Tampoco necesitaba mucho más, la verdad. Verla rasgarse la voz y defender las más variopintas teorías acerca Lenin, Sartre o Foucault era más que suficiente: esa forma de gesticular, los silencios entrecortados y las soluciones a las contradicciones del marxismo a través de la dialéctica de la cerveza llenaban y colmaban mis aspiraciones e instintos.
Estaba en contra del culto al cuerpo, pero nunca le conocí ningún hombre feo. Y más más guapas eran las mujeres que llevaba del brazo. Llevaba faldas ceñidas, en ocasiones, sombrero, aunque tiraba al suelo tan querida prenda cuando íbamos por la Gran Vía. Veía a los modernos desfilar por semejante pasarela y después miraba su silueta reflejada en los escaparates. Eran iguales. A continuación despachaba su sombrero camino del suelo. Después me lo pedía y prometía no volver a hacerlo. Formaba parte del juego.
Madrid era su ciudad, la amaba y odiaba a partes iguales. Deambulaba por el Barrio las Letras, vagueaba en Tribunal y trasnochaba en Lavapíes. Recordaba donde estaban todos los bares y cómo se llamaban. Conocía todos los garitos clandestinos, esos tugurios que echaban el cierre y donde la gente se quedaba dentro hasta el día siguiente. Con ella, las noches siempre eran una nueva aventura, un sueño que no querías terminar.

Carecía de maldad, pero expropiaba copas y acababa con la propiedad privada cuando llegaban las tres de la noche. Sí salías con ella, tenías una cita con la lucha de clases todos los fines de semana. A partir de las tres, cuándo no quedaba nada en el monedero, el proletariado tomaba las mercancías y los medios de producción a través de una expropiación ah hoc de las bebidas de la parroquía. Alguna vez la vieron los burgueses adinerados robar sus copas, pero era tan guapa y amable que terminaban por dársela. Ella decía que eran las contradicciones del sistema, pero yo estaba seguro que no era más que querían coger con ella.
Por extrañas razones que desconozco, se cansó de mí. Encontró a un tipo distinto y que creía realmente en la Revolución. Quizás yo era un revisionista aburguesado o demasiado convencional. Si te digo la verdad, no lo sé. Sólo sé que me dejó tirado y pasé los peores meses de mi vida pensando cómo diablos me podía haber enamorado de una mujer como aquella. Después, la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucha sentido.
El otro día la vi en el Rastro. Vendía periódicos de “Guardia roja” o alguna de esas vainas. En portada, anunciaba que la Revolución iba a llegar de un momento a otro. Pasé de largo y seguí caminando.