Por: Ana Queiroz
“Esto es cuanto puedo conseguir por ahora: asir con fuerza dentro de mi pecho unos recuerdos incompletos que ya han palidecido y siguen palideciendo a cada instante que pasa, y escribir estas líneas con la desesperación de un hombre que va chupándose la médula con los huesos” Haruki Murakami, Tokio Blues.

Las fotos no aparecen. Se perdieron. No hay registro alguno de que Pacho, Francisco Giacometti, haya existido alguna vez. Yo misma tomé las fotos y me encargué de archivarlas en el computador. Pero las de Francisco no están.
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Salimos de un evento académico en el centro de Bogotá. Decidimos caminar por la Candelaria. De pronto un sujeto por la calle 12 con segunda, nos invitó a seguir, a mirar, a quedarnos. No lo hicimos.
Regresamos al día siguiente, era de noche y estaba lloviendo. Pensábamos ir al Teatro La Candelaria: taquilla agotada. Intenté culpar a mis amigos por la tardanza; en medio de eso, el sujeto apareció de nuevo y nos hizo la invitación pero esta vez a la casa del lado. Se trataba de un teatro alternativo donde había noche de monólogos por parte de un grupo que venía desde Ecuador. Sin embargo, seguíamos dubitativos pues justo ese día queríamos teatro y desconfiábamos de los monólogos que terminan siendo stand up comedy. Lo pensamos por unos minutos hasta que supimos que era gratis y conseguimos las entradas. Él siguió llamando nuestra atención y lo logró. Nos presentamos. Su nombre era Francisco, y para todos: Pachito.
Faltaban unos minutos para la función así que le preguntamos por alguna tienda o algún lugar para comer y no conforme con indicarnos se ofreció a acompañarnos. Donde un conocido suyo vendían empanadas con ají para el frío. Junto a la barra del lugar, Francisco Giacometti hablaba con desparpajo mientras comíamos al ritmo de su narración teatral.
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Temíamos que Pacho fuera cómplice de alguna banda de ladrones, estábamos en el centro de la capital y éramos unos provincianos inexpertos. En un comienzo caminamos siempre distantes a él, nos manteníamos a unos metros, cosa que hoy me parece increíble. Dudo de lo que pasó, si fue verdad, si no estaba bajo el efecto de algún alucinógeno o si finalmente la magia reflejada de la película Media noche en París (Woody Allen) también hacia parte de las noches bogotanas. Pero los que me acompañaban ese día, una pareja de novios y un amigo muy cercano, me recuerdan aquel episodio con el mismo escepticismo derrotado, con la convicción de que ese hombre podía sentir un pellizco.
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Con mis amigos cuchichiábamos que Pachito estaba un poco loco. Nos preguntábamos a qué se dedicaba, si era un habitante de la calle o si trabajaba para el Teatro. En medio de la conversación y de nuestras inquietudes mi amigo murmuro para nosotros- es un fantasma…- y reímos.
Mientras caminábamos, mi amiga no se pudo contener y le preguntó sin más, -Pacho, Usted a qué se dedica- él, sin dudarlo ni un segundo, respondió- En mis ratos libres soy un fantasma, a mí me mataron en…- Nos miramos, nos sonrojamos, hubo silencio; temimos, confiamos. Seguimos andando.
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Era un hombre de aproximadamente 65 años. Alto y delgado; le faltaban algunos dientes; canoso, barbado, piel blanca; aspecto similar al Quijote, pero sin caballo ni armadura, donde nosotros resultamos ser sus Sanchos por esa noche; jean, chaqueta y botas; voz firme, fuerte, con aires de acento costeño; iris azules como la llama corta del gas, que reflejaban la nobleza de su mirada, dirigida justo a nuestros ojos, en una ciudad donde todos las esquivan.
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Salimos del teatro satisfechos, fue un monólogo impecable, rompió con los prejuicios que teníamos. Así que muy agradecidos con Pachito lo fuimos a buscar para despedirnos y como resultó ser el personaje de nuestra noche, le pedimos una foto. Felices con nuestras fotos, el apretón de mano y el abrazo. Afuera esperando por algún taxi, sale de nuevo Pacho y nos dice – aquí nunca van a encontrar un taxi, bajemos hasta la séptima, los acompaño, yo voy saliendo-. Entre emocionados y confundidos, decidimos caminar con cautela una vez más.
Nos empezó hablar sobre la candelaria, sus casas viejas, su arquitectura, y su vida.
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Estaba en Bogotá hace 50 años. Vivía en una pensión con su hermana que sufría de trastornos de bipolaridad y sobrevivía con lo que el diario le pudiera dar. Tenía amigos que le regalaban pan, otros sopa, algunos frutas y era una especie de promocionador ambulante del teatro. El centro era su parte favorita de la ciudad (agradecía al alcalde de entonces por revitalizarlo), conocía sus historias y sus anécdotas.
Perteneció a las juventudes comunistas. Fue el mejor ICFES de su colegio, con el que pudo haber sido becado en cualquier facultad de medicina de las universidades más prestigiosas del norte del país. Sin embargo, decidió venir a Bogotá con el propósito de estudiar en la universidad Nacional de Colombia. Su padre fue sindicalista y amigo cercano de Jorge Eliecer Gaitan con el que compartió destino, pues detrás de la figura del gran caudillo había más personajes intentando cambiar la historia del país, entre ellos el pequeño Francisco y su padre. Creía en el poder de las multitudes y se cagaba en Santos, Uribe, Pastrana, Gaviria, Samper y todo politiquero que ha jodido el país.
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En cada paso, en cada esquina; un acontecimiento, un disparo, una bala; una muerte, una vida.
La primera estación fue la universidad autónoma de Colombia, donde quedaba la antigua clínica central, lugar al que fue llevado Gaitán el día de su muerte, día del bogotazo, hecho que rompió la cotidianidad. Entramos: una estatuilla, un escalofrío. Continuando por la Calle 10, hicimos una parada en el museo militar. Pacho nos habló sobre los tanques y aviones de guerra que se podían divisar a través de las rejas y que fueron usados en las guerras contra Alemanía y Perú, en las que Colombia tiró la piedra y escondió la mano.
Bajando, Pacho seguía saludando a sus amigos de la calle, les regalaba abrazos, sonrisas, les pregunta por sus familia, por cómo estaban y les daba de su comida; especialmente a un hombre afro al que acogió entre sus brazos después de indagar por su jornada, le dio toda su comida y le dijo que lo vería luego en la pensión; rotos que son foco de redadas policíacas y en los que no se puede vivir en paz. Ya íbamos en la 10 con quinta y nos detuvimos en la Casa de Rafael Pombo. Nos contó que su interior era como estar en un cuento del autor. En seguida nos encontramos con el palacio de San Carlos, lugar en que pudo haber sido asesinado Simón Bolívar de no ser por aquel balcón que lo llevó a la casa de Manuelita Saenz. Al frente, el teatro Colón, de los más prestigiosos y antiguos de Bogotá, y contiguo a éste el hogar de Manuelita, la amante de todos, la libertadora del libertador.
Calle 12 con carrera tercera, las luces naranjas y las sombras nos acompañaban; esquina donde se ubica el temido conjunto residencial Calle de sol. Sus inquilinos no duran mucho tiempo allí y los vigilantes que son conocidos de Pacho le manifestaron que allí asustan y se siente algo raro en las noches, Francisco nos explicó que al momento de construirlo se encontraron restos de humanos, esos que fueron asesinados, torturados y callados durante el bogotazo y que, antes de ser convertido en un lugar residencial, funcionó un monasterio y luego el servicio de inteligencia colombiano; arquitectura gótica que adorna una ciudad, siendo cómplice de la crueldad. Se empezaba a asomar la imponente plaza de Bolívar, no sin antes detenernos en la esquina del colegio San Bartolomé. Comenta Pacho –Aquí forman a los animales de este país – con su mano indicó hacia el lado (Congreso de la república) – y ahí trabajan los animales que forman – . Ya estando en la mitad de la plaza, nos hace comentarios sobre la alcaldía, mientras en la fachada del Palacio de Liévano había una pancarta gigante que decía “igualdad para todos”. En cuanto nos acercábamos al Palacio de Justicia su voz se hacía más tenue hasta guardar silencio por un momento.
Tomamos la séptima y avanzamos hasta el edificio de El Tiempo. Avenida Jiménez. Habló sobre la arquitectura de esos edificios y especialmente se refirió a la de algunos ministerios que quisieron imitar el Wall Street, como el de Hacienda ubicado una cuadra más allá. Sorprendentemente recordó que somos estudiantes de derecho y empezó a hablar de temas jurídicos y filosóficos. Platón, Aristóteles, Rousseau; nos motivó a que podemos hacer un cambio así sea mínimo en la sociedad y nosotros solo suspiramos. Nos movimos, Calle 14 con 7ª, y nos detuvimos al frente del Banco de la República donde se supone está el tesoro del país. Habla sobre los grabados que hay en la fachada del edificio, los cuales hacen honor a la cultura campesina, agricultora e indígena de la nación; – ellos, son el verdadero tesoro de la nación – concluye.
Interrumpimos la marcha. Era tarde, debíamos regresar. Queríamos quedarnos toda la noche, que siguiera inventando, recordando o narrando acontecimientos, con esa frescura y credibilidad como si moverse en el tiempo dependiera del ritmo y lucidez de las palabras entrelazadas. Él quería seguir con su único propósito, contar historias y ser escuchado, tener compañía. Nos despedimos, hicimos un intercambio de números celulares, tomamos un taxi. Miramos atrás. Su imagen se fue desvaneciendo a la vez que el carro avanzaba.
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Hay retratos del viaje, no los de él. Su número celular nos lleva directo a buzón. Quizá, en medio de alguna torpeza o un virus, no hice el procedimiento adecuado. Número equivocado. Cuántas hipótesis. De la que más sospecho: que la ciencia ha sido derrotada por un fantasma.
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Ahora solo van y vienen los ripios del recuerdo, los comienzos del olvido.