No hace mucho terminé con la lectura del número 23 de la Revista Granta En Español «Los mejores narradores jóvenes en español». Fue una experiencia confusa e interesante, pero sobre todo reveladora. Aquí mis impresiones.
La lista de «Los mejores narradores jóvenes en español» la viene haciendo Granta desde el 2011, es decir, desde hace diez años. Aparecen, pues, cada decenio, dos ediciones: una con los textos en español y otra con traducciones al inglés. De la primera selección (Granta en Español 11), que leí y disfruté en su momento, salieron nombres como Santiago Roncagliolo, Andrés Felipe Solano, Andrés Neuman y Patricio Pron, que ya hoy han demostrado sin dificultad por qué aparecieron allí.
Esta segunda lista tiene muchas cosas nuevas: son veinticinco las autoras y autores seleccionados, en lugar de los veintidós de la primera publicación. Hay muchas más mujeres, aunque, quizá, aún no demasiadas, y se percibe un espectro más amplio de la geografía continental.
Me impresionó, desde el principio, la variedad de trayectorias y de perfiles, sobre todo considerando que son todos menores de treinta y cinco años. Así, pues, hay quienes llevan un prontuario de premios y publicaciones que a veces parece inverosímil. Cristina Morales, por ejemplo, la última reseñada del volumen, tiene ya entre sus distinciones un Premio Herralde, y otros ya han publicado (varias veces, incluso) con sellos de prestigio como Anagrama y Seix Barral, mientras que otros han recurrido a antologías y plataformas de autopublicación.
Ahora, en cuanto a lo literario, no todo me pareció brillante. La presencia de algunas piezas no es sólo incómoda sino, a veces, desafortunada considerando, de nuevo, que hay tantos talentos por fuera de la órbita de la revista. Hoy me interesa hablar, sin embargo, de los textos que me gustaron.
A pesar de que, en muchos sentidos, coincido con la opinión de Hernán Vera Álvarez de que esta selección “tiene omisiones imperdonables y la presencia desproporcionada de los epicentros culturales de siempre”, me parece que hay en ella grandes talentos que merecen ser exaltados.
Las piezas, por ejemplo, de Michel Nieva (Argentina) «El niño dengue» y Mateo García Elizondo (México) «Cápsula», que podrían clasificarse bajo el rótulo de “ciencia ficción”, me parecen ejercicios literarios de un gran vuelo imaginativo, escritos con una prosa potente y sencilla, textos visionarios que pueden entusiasmar a lectores no familiarizados con el género, como es mi caso, por ejemplo. Ambos me dejaron pensando, sospechando cómo la “ciencia ficción” se está convirtiendo, en América Latina —donde no es tan popular— en uno de los canales de reflexión más dinámicos de la región, no sólo sobre el presente, sino también sobre el futuro.
Los textos de Miluska Benavides (Perú) «Reinos» y José Adiak Montoya (Nicaragua) «Rasgos de Limbert» me parecieron, por otro lado, fragmentos bellísimos de un serio realismo —el primero— y de una delicada apuesta por lo simbólico-religioso—el segundo—, unidos por un afán de (re)significación sobre el territorio y sus problemas históricos y contemporáneos. Hay un ellos un gran poder de evocación e imágenes logradas y duraderas.
Los de Carlos Fonseca (Costa Rica), «Ruinas al revés» y Carlos Manuel Álvarez (Cuba) «Cerezos sin flor», están hechos de un tejido misterioso y envolvente. A través de vivencias simples, como encontrarse documentos en cajas traspapeladas o comer cerezas de supermercado frente a un televisor, ambos autores se sumergen en temas tan diversos como la emigración, el amor y los sueños con una mezcla de modestia y elegancia. De Fonseca, en particular, no me sorprende que haya publicado, tan joven, ya dos veces con Anagrama. Su prosa es medida, sugestiva y, a la vez, muy inteligente. Desde ya me atrevería a decir que le espera una gran carrera como escritor.
Me pareció encontrar algo de Rulfo en «Días de ruina», de Aniela Rodríguez (México), quizá por el color de la trama y el ejercicio de voces, de polifonía que permite esa segunda persona tan bien construida, pero es apenas un viento, para nada una sombra. También en esta historia, durísima, hay como un afán de regresar al principio, de ver los problemas continentales directamente a los ojos. Muy recomendable.
En una línea similar, pero mirando al mismo tiempo hacia el pasado y el presente más inmediato, disfruté especialmente de «Una historia del mar», de Diego Zúñiga (Chile) y «Wanjala», de Estanislao Medina Huesca (Guinea Ecuatorial). Dos piezas dinámicas, sutilmente políticas, honestas, que pueden hablar de temas como la dictadura de Pinochet, la corrupción institucional, la precariedad y la pesca submarina sin perder el equilibrio.
El camino de Andrea Abreu (España) en «Mi nuevo yo» y Dainerys Machado Vento (Cuba) en «El color del globo» es, por otro lado, el humor, que es, me parece, uno de los ejes temáticos de toda la lista, pero que cobra en estos dos relatos un papel protagónico. La ironía, la sátira de las dos historias, —que en Abreu se mezclan con un crudo, apasionado realismo— se ejerce, al mismo tiempo, con ligereza y soberanía. A Abreu, sobre todo, por su voz, por su apuesta canaria, tan sonora y local, le auguro cosas buenas.
Y cierro esta lista con una de mis piezas preferidas: «Juancho, baile», del paisano José Ardila (Colombia). Un cuento que vale por la fuerza de su narrativa y el manejo soberbio, divertido, del lenguaje, pero también por su tema, que es la crueldad de los niños, y, en especial, por lo que en toda ella hay de promesa y anticipación de talento y novedad. Entiendo que, ahora mismo, se encuentra preparando una novela. Desde ya, sin tener idea de su forma o su nombre, me permito incluirla en mi lista de lectura.
Hasta aquí mis impresiones como lector, mi selección sobre la selección que hizo Granta. Pasarán otros diez años antes de que aparezca un nuevo número, pero antes, con seguridad, habrá noticias, grandes noticias, sobre estos elegidos.
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