Papeles Desordenados

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Escribir desde la orilla: una entrevista con Óscar Collazos

Collazos tiene un rostro que pareciera poder expresar todas las emociones posibles. Es ancho y tiene una mirada cansada de haber conocido la vida y el mundo. Su labor periodística y literaria le han valido merecida admiración y respeto.Nació en Bahía Solano, en el Pacífico, ha viajado y permanecido en Europa. Hoy vive en Cartagena, a las orillas del mar.

Recientemente estuvo en Cúcuta, en el marco de la VIII Fiesta Del Libro, conversando sobre su obra y su vida. En su último día en la ciudad, aproveché para hablar con él.

Usted nace en Bahía Solano, un pueblo pequeño a la costa del Pacífico ¿Cómo influye un espacio así en la vida de un escritor?

Al principio no influye demasiado, pues viví en Bahía Solano sólo hasta los siete años. Cuando comencé a escribir, importó más la experiencia de Buenaventura, donde viví hasta los 20. La intensidad de un puerto, de una ciudad grande, se convirtió en el foco de mis primeras experiencias.
Yo pienso que con el tiempo uno reubica los lugares que tienen algún significado, casi siempre después de haberlos dejado atrás. A veces vuelvo al recuerdo del lugar donde nací. Todavía yo recuerdo Bahía Solano como una foto: una aldea con dos líneas de casas, dos montañas y el mar en frente.

¿Habría una razón por la que en materia artística, y más concretamente literaria, se tiende siempre a regresar a los orígenes?

No es un acto deliberado, yo diría que es una especie de ejercicio natural de la memoria. Se me ocurre que las razones son instintivas, hay dichos que lo confirman: ‘La cabra tira pal’monte’, por ejemplo. La tendencia a regresar es inevitable en los hombres. Octavio Paz dice una frase que parece un mal chiste: ‘uno se va para volver’.
La memoria de un escritor es memoria, fundamentalmente, pero también es lenguaje. Y con esa misma memoria, volvemos.

Usted ha viajado mucho ¿Qué tan importantes pueden ser los viajes respecto a la creación en literatura?

Sí, he viajado durante toda mi vida: Berlín, París, Praga, Moscú, Marruecos, Barcelona, ahora Cartagena; pero en principio los viajes no son tema literario.
Recuerdo una taberna en Praga al pie del puente Carlos, recuerdo haber estado todo un día encima de la nieve en la plaza roja en Moscú, recuerdo haber caminado por horas y horas a la deriva por un París en primavera; y son sin embargo memorias que se almacenan.
Hay gente que dice que viajar proporciona variedad en temas literarios. Yo creo que los temas son lo de menos: un escritor puede ser bueno con sólo un manojo de ellos. Especialmente cuando son obsesivos.
Lo que otorgan los viajes es la oportunidad de ver el mundo hacia atrás desde una ventana mucho más grande. Las ventanas locales son pequeñas. A medida que uno se va alejando esa ventana se ensancha, creando un efecto de lente, como un gran angular. Viajar me sirvió para volver y encontrarme con un país que me interesaba literariamente.

Mencionaba usted una palabra clave: la obsesión. Si uno observa las obras de ciertos clásicos, éstos parecieran apropiarse de ciertas imágenes. Esa apropiación responde a fuerzas definitivas. Ejemplo: Borges tuvo laberintos, tigres, espejos; Cortázar tuvo rayuelas, escaleras, tuvo el azar; García Márquez tuvo gitanos, mariposas amarillas, pescaditos de oro… ¿Cuáles serían sus imágenes?

Yo sería la última persona en advertirlo. Esa es una tarea del lector y de la buena crítica; identificar esas obsesiones y comprenderlas es descifrar al autor y a su literatura.
En mi caso, para responder a la pregunta, ha habido algún estudio sobre mi obra. Si lo recuerdo, frecuento terrenos como la sexualidad, la relación entre la libertad y el amor y la autoridad, con cierta recurrencia.

¿Qué tan importante es la obsesión en un escritor? ¿Hace falta que la obsesión esté presente para que una obra valga la pena, siquiera para su propio autor?

Es necesario. No solamente la presencia de la obsesión, sino también la certeza de que la convicción que mueve esos hilos sea lo más rigurosa posible. Es necesario estar obsesionado en ser escritor, es necesario estar obsesionado con determinados temas que están en el fondo del ser; a pesar de que esas obsesiones sean incluso problemáticas, pues desembocan en inseguridades, en miedos, en terribles incertidumbres.
A veces es el lector quien se encarga de saldar esas dudas; no hablemos del éxito, pero cuando hay lectores que encuentran en la obra del autor cierto estremecimiento, yo diría que entonces ya hay algo que cierra el ciclo. Lo recompensa.
No se puede ser un autor de fines de semana. Durante mucho tiempo los malos escritores de América Latina fueron así: trabajaban en la burocracia o el comercio, y un día sacaban tiempo para escribir. No. Debe ser a la inversa: Hay que sacar un ratico para ganarse la vida y todo el tiempo para escribir.

Hacer ficción y hacer periodismo son casi que ejercicios opuestos ¿Cómo mantener el equilibrio?

Allí habría que definir ciertos límites. Saber en qué medida interfieren o se retroalimentan el uno al otro. Hay casos ejemplares: la práctica del periodismo en un escritor como Hemingway por lo menos, no alteró para nada la naturaleza de su obra. García Márquez nunca dejó de ser periodista y bien se sabe que su trabajo en ficción es uno de los más puros de la literatura universal. Te podría citar muchos otros casos en que esa relación fue fructífera.
Yo no sé quién dijo que el periodismo mata al escritor; pero seguramente se refería a malos escritores.
Supongo que la respuesta es que se debe mantener la línea. El problema es que no habría normas para decir cómo se viola o cómo se respeta, pues eso ya responde a la sensibilidad de quien escribe.
Yo hago esencialmente columnas de opinión. He hecho entrevistas, crónicas, reportajes ocasionales. Pero la actitud con la que me siento a hacer un cuento no es por supuesto la misma con la que me siento a escribir una columna. Hay una especie de dispositivo que diferencia esas actividades.
A mí en particular el periodismo me ha servido para alimentar ciertos aspectos de la literatura. Por lo menos, si yo no hubiese tenido el acercamiento al conflicto del narcotráfico y la violencia, si no me hubiese visto obligado a investigar sobre ello, como periodista, probablemente nunca hubiera escrito una novela como ‘Señor Sombra’. Una parte del periodismo me alimenta la literatura, en cuanto a la actitud ante la realidad.
El día en que yo no puedo saber qué está pasando en Colombia, aunque no pase nada o pase poco, me siento indefenso, siento que me falta algo. Tengo que estar anclado a la realidad, y es extraño porque en Colombia la realidad pareciera repetirse de forma insidiosa; pero lo necesito.

¿Cómo fue su relación en París con Christiane Rochefort?

A ver, eso fue muy bonito. Fue algo que se resolvió azarosamente, como muchas otras cosas en mi vida. Rochefort era una novelista a quien yo admiraba mucho. Para entonces había leído dos libros de ella.
Un día aparece Carlos Duplat, el director de teatro, que estaba estudiando en París con una beca de la UNESCO, y me dice: -Oiga ¿a usted le gustaría darle clases de español a una escritora francesa? Yo no tengo tiempo. Paga bien y es una señora muy chévere. Todo esto en 1968.
Yo le pregunté el nombre. –Christiane Rochefort, me dijo él. Yo acepté encantado. Más tarde me puse una cita con ella. La experiencia fue en exceso gratificante: El hecho de sentarme con ella durante cuatro horas todas las mañanas en su casa, rodeados de gatos, a tratar de enseñarle español; hablar y relacionarme con una escritora que estaba ya consagrada.
Fue una relación entrañable. Creo que ella me veía como un muchacho desvalido. Tenía apenas 25 años. Tanto así que me preguntó donde vivía. Para entonces yo dormía en la casa de un amigo, en una colchoneta. Christiane respondió a eso que tenía un pequeño estudio con agua caliente, calefacción y una cama, y me dio la llave. Me dijo que me quedara hasta cuando quisiera, y así lo hice.
En dos o tres ocasiones quiso llevarme a acompañarla en su vida social. Recuerdo una vez que me llevó a un café muy popular en París. Nos sentamos, ella vio a alguien, a una mujer. Luego la escuché saludando: -¡Simone, Simone, bonjour!
Resulta que Simone de Beauvoir estaba en una mesa cercana. Christiane sabía cuánto admiraba yo la obra de ella. Beauvoir nos invitó a tomar un café. Le dije que ella y Jean Paul Sartre eran muy leídos en América Latina, pero ella no encontraba las razones para creerlo. Le expliqué, por supuesto, el peso de sus libros en estas tierras.

Grandes artistas del siglo XX frecuentaron París por esos años ¿Conoció a alguien más?

A algunos simplemente los veía. Luego conocí a varios de ellos. Recuerdo que en 1968, inmediatamente después de las protestas de Mayo, estaba en un café con Alfredo Bryce Echenique. Él miró a través de la calle, se detuvo quizá un segundo y me dijo: – Mira, ahí va Julio. Yo recuerdo haber visto a una persona muy alta. Supe entonces que Cortázar vivía a dos cuadras de esa calle. Alfredo me sugirió que lo visitáramos, pero siempre fui un hombre tímido con respecto a mis admiraciones.
Hace unos meses, en New York, hacía un día esplendido. También era el mes de Mayo. Mi mujer me acompañaba en una cafetería. Vi pasar a un hombre que se me hizo conocido. Pregunté en voz alta –¿Ese no es no es Paul Auster, el que va ahí? En efecto era él, pero tampoco me atreví a saludarlo, ya sabes.
A Cortázar terminé conociéndolo por casualidad. En enero de 1969 me invitaron como jurado al premio Casa de las Américas, en Cuba. Él hacía de jurado en novela y yo en cuento. Fue ahí cuando nos encontramos. Ya en Agosto de ese mismo año se produjo ese intercambio de ensayos en la revista Marcha, sobre la revolución en la literatura y la literatura en la revolución.
Después mi relación con él fue mayor. En dos ocasiones estando en La Habana, fui a París. Nos vimos; me invitó a cenar. Yo le llevaba una carta de Lezama Lima, quien le pedía medicinas especiales para el asma que no podía conseguir en Cuba. Julio y yo fuimos entonces a buscar los inhaladores que él necesitaba. Compró una gran cantidad y yo se las llevé a Lezama, cuando regresé a Cuba.
Luego, cuando comencé a vivir en Barcelona e iba con cierta frecuencia a París, siempre nos veíamos.

¿Fueron amigos?

Yo creo que fuimos amigos, y esa certeza quizá la tengo porque algunos de sus textos póstumos hablan muy amistosamente de nosotros.

Son bellos esos lazos. Gente llena de grandeza…

Sí, son estimulantes. Tengo recuerdos felices con Gabo, Eliseo Diego, Fina García Marruz, José Agustín Goytisolo. Alguna vez cociné para Günter Grass, en Berlín. Fui traductor de una de las novelas de Marguerite Duras. Ha sido estimulante en muchos sentidos, pero no es para sentarse a llorar de la emoción.
Hace poco estuve ordenando fotos viejas que me trajo mi hija, que vive en Londres, y encontré algunas entrañables, de hace ya 43 años. Hay una muy bonita donde estoy con Alejo Carpentier y Angel Rama. En otra con Fernando Retamar, con Nicolás Guillén.

¿Por qué Cartagena?

No lo sé muy bien. Yo viví en Bogotá después de mi regreso de Barcelona, unos 7 años, pero la ciudad entró en una fase de agresividad y yo entré en una fase de estrés terrible. Tuve que descansar y lo hice en Cartagena. Me gustó, me fascinó la ciudad aunque ya la conocía; comparada con el vértigo que ofrecía Bogotá, yo encontraba en Cartagena un lento ritmo de vida. Me reencontré con el mar de mi infancia. Fíjate cómo me voy justificando respecto a las preguntas anteriores. Y bien, regresé a Bogotá, arreglé mis asuntos y me quedé en Cartagena.
Me convertí en un admirador y un crítico. Es una ciudad que se mueve entre la belleza y el horror, llena de terribles contrastes.

¿Cómo recuerda a García Márquez? ¿Ha vuelto a saber de él?

Creo que ya sabemos cómo está, aunque cueste imaginárselo.
Puedo contarte una anécdota: yo escribí una pequeña novela sobre el olvido, ‘La laguna más profunda’, y la primera inspiración para escribir un relato sobre el tema me la dio el propio Gabo en un gran homenaje que le hicieron en Cartagena en 2007.
La idea era escribir una pequeña nota con la teoría de que el olvido era una forma de felicidad, porque lo primero que se olvidaba eran las normas de comportamiento social, y por lo tanto el olvido representaba una forma de libertad superior.
En realidad a mí me maravillaba ver a Gabo en reuniones sociales haciendo cosas que normalmente antes no hacía.
Recuerdo que en una cena, muchas de las señoras, amigas suyas o amigas del anfitrión querían una foto con él, y entones Gabo les decía:
-Claro, con gusto, pero eso sí ¡Les toco las nalgas a todas!

¿Y cómo se recuerda a usted mismo?

Esa pregunta la responderían mejor mis libros que yo, seguramente.

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