Palabras de Hojalata

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El día que no dejó de llover

Cuando el reloj de la iglesia dio las 12:01 a.m., con el convaleciente sonido de las enormes manecillas de hierro, empezó a llover. Primero fue una llovizna tierna que creó una capa delgada sobre el pueblo, después fue una lluvia incómoda, intermitente, con gotas filosas como pequeñas cuchillas. Y luego, en el orden natural, vino el torrencial aguacero. Y con este un aire impasible que se metió por debajo de las puertas y se apropió de todo lo que encontró en su camino. Ese día, con el agua precipitándose copiosamente, los que se atrevieron a salir a la calle desempolvaron las vestimentas lúgubres, antiguas y gruesas, y dejaron el calor de sus casas solo para ver llover.

Por ejemplo: Jorge Ovidio apenas pudo recorrer tres cuadras antes de regresar corriendo al zaguán para quitarse los zapatos negros que tenían sonido propio y las medias empapadas y gélidas. Su esposa, Martha Nidia, quiso preguntarle por lo que había visto, pero él la cortó con un par de palabras murmuradas: “será mejor conocer la lluvia por el olor”.

Ese jueves de mayo las nubes se arrebañaron sobre Fundación y todo fue gris, triste, melancólico. Y el agua cristalina se encargó de limpiar el pueblo de sus gentes y todo fue calma, una quietud extrema que generó miedo en los que de por sí ya eran temerosos.  El vaivén de la rutina se vio interrumpido por el fenómeno natural, desconocido para muchos, familiar para unos pocos. Las mujeres de la casa de Jorge Ovidio se reunieron en la sala para rezar, para recordar cada misterio gozoso, después los dolorosos, también los gloriosos y por último los luminosos, para pedirle a Dios que dejara de llover. 

En el fondo lo que pedían, sin reconocerlo, era que terminara la tensa calma y que volviera el ruido de los caballos y los vendedores alborotados, y los gitanos con sus trucos de magia y sus remedios para curar cualquier tipo de mal, y la señora gorda de la carreta repleta de bromelias que repetía la misma historia cada vez que la interrogaban por el origen de sus flores. “De la sierra. Me las da la naturaleza por el castigo de no poder tener hijos”.

Ese día el panadero no se levantó de su cama y, por ende, no hubo pan en Fundación. “Para qué me pongo a trabajar si nadie vendrá”, se dijo el hombre para sus adentros mientras se perdía en el grosor de unas cobijas hechas con lana de chivo. El sastre intentó seguir con el hábito de hilar la primera aguja a las siete de la mañana, pero el pulso de su mano nerviosa se lo impidió, los estruendos en el cielo, cada vez más constantes, aumentaron la tembladera a la que ya se había acostumbrado y su corazón fácil a la ira lo hizo desistir de sus labores.

El joven telegrafista, un hombre alto, delgado, de corbata y camisa almidonada,  siempre tan entero y tan cabal, tan elegante y de maneras suaves, no prendió su artilugio por temor a que la lluvia se lo dañara y, por ende, Fundación estuvo incomunicada, sin saber lo que pasaba fuera, sin poder contar lo que sucedía dentro. El dueño de la tienda de abarrotes, un ser magro y de mirada penetrante, cerró con un empellón el portón de su negocio, abierto las 24 horas, y se aprisionó en su cuarto a dormitar frente a una lámpara de gasolina que a duras penas se mantenía con vida.

A diferencia de los demás pobladores, el padre Antonio, íngrimo la mayoría del tiempo, abrió las puertas de la casa cural y se sentó en el pórtico a ver llover. Pasó  la mañana y la mitad de la tarde y el hombre de sotana no se movió a la espera de que un rayo de sol rozara la copa de la centenaria ceiba del parque principal. Sus ojos, tiernos en la misa, compasivos en la confesión, pasaron a ser crudos por el recuerdo de infancia que vino a su mente, de su casa, entre las montañas, donde el cielo parecía tener un orificio, donde llovía a cada nada y escampaba cada tanto. 

La brisa acariciando su rostro lo llevó atrás, 20 años atrás, cuando corría descalzo en el pasto húmedo y jugaba a cazar mariposas con una red de pescador, cuando su padre, un borracho que decía incongruencias cuando el ron se le subía a la cabeza, lo comprometió con Adelaida, una niña cuatro años menor y cercana a su familia por las parrandas interminables del día de los santos que armaba su papá, por las comilonas al frente del río que congregaba personas de las veredas cercanas

A Antonio no le gustaban las mujeres, Antonio se sentía atraído por los hombres. Y su sexo se despertaba cuando el primo Luis, excelente nadador, se lanzaba de un risco que, de solo mirarlo, causaba vértigo de altamar. Se arrojaba al vacío desnudo y Antonio, por miedo a que descubrieran esa atracción incontrolable observaba de soslayo, y mientras tanto la entrepierna le quemaba, y se le humedecía. Y él, con una pantaloneta azul cielo, pedía que lloviera para disimular la mancha de su rocío. Y, de manera inexplicable, sucedía, una gota tras otra, hasta la tormenta. “Arriba hay una laguna y de cuando en cuando se quiebra”, le decía su mamá, una mujer que con sus relatos hacía de la vida una fantasía, que se volvió experta en empañetar las paredes de yeso para que el agua no entrara por las pequeñas comisuras que aparecían de repente.

Fue ella la que evitó que su padre lo matara a palazos el día que lo encontró en la cama con el buenmozo del primo Luis. La ira del viejo fue tanta que lo tomó del pelo, lo sacó de la casa  y en pleno chaparrón le amarró las muñecas y el torso, como si fuera un esclavo, y lo condujo en medio de la penumbra y de una trocha angosta y fangosa, hasta el seminario de El Banco, donde un hombre de una calva brillante, de estatura media y con una túnica hasta los tobillos lo recibió. “Acá se lo traigo, padre, para que lo limpie de pecado”, dijo el colérico papá, un tanto pálido y con la voz entrecortada, cercano al llanto.

A Antonio lo encerraron en una habitación gris durante un mes, con una pequeña ventana que daba al patio central del seminario y por la que se colaba, de manera tímida, un rayo de sol mañanero. En la pared más grande estaba colgado un crucifijo de metal, a lado de la cama había una mica y en el escritorio de madera, viejo pero bien cuidado, una biblia. Durante cuatro semanas lo alimentaron con pan de centeno, leche de cabra y queso amasao. Perdió cinco kilos.  Y de mala gana se aprendió los evangelios, pues el padre Josefín prometió sacarlo de su reclusión si los recitaba de memoria.

Luego de días de repetir palabras que no entendía, frases a las que no le veía sentido, Antonio fue ubicado en el dormitorio principal, un lugar con 12 camarotes, seis a cada lado, ventanales largos, un baño comunal al final e imágenes de santos que no conocía por todos lados.  Y empezó a asistir a las clases de teología, de historia, al oratorio a simular hablar con alguien en quien no creía, y supo de un tal Abraham, padre de Ismael e Isaac, abuelo de Jacob, el hombre de los 12 hijos que fundaron las 12 tribus de Israel.

Y empezó a caminar más pausado, con la cabeza inclinada, y si no tenía que hablar no lo hacía por lo que creó una fama de meditador. Y esa fama se acrecentó cuando fue el mejor en los exámenes, el más diáfano en las conversaciones. Durante dos años Antonio vivió dos vidas: la de buen seminarista y la de un preso queriendo escapar de su lugar de detención. 

Sin saber el porqué, se fue quedando calvo y la frente, que de por sí era grande, se hizo enorme con las entradas. El día que recibió la orden sacerdotal fue la última vez que vio a sus padres. Ambos, con ropas elegantes, un tanto impostadas, fueron a la misa en la que Antonio se convirtió en presbítero. Ese día su padre creyó que poniendo a uno de los suyos del lado de Dios,  que conectando a uno, conectaba a tres. 

Antonio fue asignado, a los pocos días, a Fundación, una población a la que nadie quería ir porque nunca llovía. Sus altas calificaciones y su forma de entender el evangelio lo volvían idóneo para un lugar que había perdido la fe en Dios. Y durante nueve meses habló de Cristo con tal convicción que sus misas pasaron de tener unos cuantos feligreses a dejar las puertas de la iglesia abiertas porque no había espacio para tanta gente. Y de a poco fue atendiendo a los que buscaban la salvación y fue una felicidad triste, porque se alegraba de ver a las gentes congregadas y unidas, mientras él no toleraba su encierro espiritual.

Por eso el día que llovió en Fundación quedó atónito durante horas. Y en el desamparo de la soledad decidió tomar la pimpina en la que guardaba la gasolina para la lámpara del despacho parroquial y roció el líquido por todo el templo. Y en un ejercicio de nostalgia, más por sus fieles, que por el mismo Dios, sacó un fósforo, lo prendió como pudo evitando el vientecillo del aguacero y lo arrojó  sobre la última banca. En un instante de comunión absoluta vio cómo las llamas se esparcieron por el templo hasta parecer un sol enojado. Y así como supo manejar las palabras, aunque no fueran suyas en cada misa, esta vez manejó el silencio para escuchar el chasquido de las cosas quemándose, para sentir el olor de la madera de roble. Y entendió que la vida, como el fuego arrasador, era algo pasajero. Sin más pertenencias que el rosario que le dio su madre el día de su ordenación, empezó a caminar sin rumbo simplemente hasta que dejara de llover. 

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